Monopolio monetario y fiscalidad
Gabriel Boragina

Abogado. Master en Economía y Administración de Empresas. Egresado de ESEADE (Escuela Superior de Economía y Administración de Empresas). Autor de numerosos libros, entre ellos: La credulidad, La democracia, Socialismo y Capitalismo, La teoría del mito social, Apuntes sobre filosofía política y económica, etc. como sus obras más vendidas.



Prácticamente casi nadie concede hoy en día la factibilidad que no sea el estado-nación quien detente el monopolio de la emisión de moneda. La gente común esta tan acostumbrada al hecho, que no son pocos los que se sorprenden cuando se les expone la posibilidad -y hasta la misma conveniencia- de que los particulares, sean empresas o individuos, tengan la facultad de poder emitir sus propias monedas y ofrecerlas en el mercado como un bien más que, en el fondo, no se diferencia de cualquier otro artículo o servicio brindado por el mercado. No han faltado quienes han ensayado diversos argumentos para "justificar" la intromisión estatal en el mercado monetario, cuando ya nadie recuerda que, si bien los estados-naciones acapararon rápidamente para sí mismos en exclusividad dicho mercado, la invención de la moneda fue de origen privado y no estatal.
"se ha sostenido la conveniencia de la moneda estatal partiendo de la arbitraria premisa que se trata de un monopolio técnico (a veces denominado monopolio natural, aunque esta última acepción resulta multifocal) aunque su constitución resulta de la imposición de un monopolio artificial. Independientemente del análisis sobre el significado controvertido de este tipo de monopolio -que ha sido tratado exhaustivamente, en un contexto más amplio, entre otros, por Gary Becker especialmente en “There is Nothing Natural about Natural Monopoly”- en este caso la desregulación del mercado monetario brinda la posibilidad de elegir en competencia con todos los controles cruzados que de ello se deriva. Tal vez debido a la revolución cibernética en curso tienda a desaparecer el billete bancario, con lo que posiblemente quede más al descubierto la naturaleza del dinero y la necesidad de respaldar las transferencias con activos de valor seleccionados por los operadores, al tiempo que puedan obviarse reglamentarismos contraproducentes y carentes de sentido."[1]
La propuesta de competencia de monedas privadas fue formulada por el Premio Nobel de economía Friedrich A. von Hayek hace unas décadas atrás. Básicamente, supone un retorno a los remotos orígenes de la moneda que -como habíamos adelantado- comenzó siendo una invención espontánea de los comerciantes privados (valga la redundancia) y en donde muchos de ellos también eran quienes acuñaban sus propios signos monetarios. Los primeros acuñadores de moneda fueron particulares, de la misma manera que lo fueron los primeros banqueros. Muchos acuñadores eran también banqueros, aunque los había que se dedicaban exclusivamente a acuñar, y otros -en cambio- al negocio bancario en forma diferenciada. La competencia libre entre monedas tenía los mismos efectos que la competencia libre en cualquier otro bien o servicio. Los mejores productos y más baratos desplazaban a los de peor calidad y precio más alto. Este es el efecto de la libre concurrencia en cualquier mercado. La división del trabajo -propia del libre mercado- también volcó sus beneficiosos efectos en el mercado monetario. Todo este edén de cosas comenzó a finalizar cuando los estados-nación empezaron a tomar cartas en el asunto y a intervenir en el mercado dinerario, para, al final de cuentas, terminar por monopolizarlo, y excluir en forma definitiva a los particulares del negocio.
El sistema monopólico monetario gubernamental se complementa con el fiscal:
"Salvo aquellas raras excepciones donde no existió monopolio de la fuerza por un período prolongado, los impuestos han incidido en el desarrollo de la civilización: el impacto de la tributación, tanto en los acontecimientos políticos cuanto en la modificación de la estructura económica, no puede ser soslayado"[2]
A la luz de los resultados históricos, puede aventurarse que dicha incidencia ha sido siempre negativa. Los impuestos han significado un lastre al desarrollo de la civilización, ya que sin su concurso el progreso hubiera sido infinitamente mayor, más veloz y mucho más equitativo desde el punto de vista humano en general. En tiempos de monarquías absolutas, los reyes y emperadores echaban mano a los impuestos para obtener fondos con el objeto de financiar sus interminables y recurrentes campañas militares de conquista por la conquista misma en la mayoría de los casos, o en virtud de enconos y rivalidades personales sostenidas contra otros monarcas, unas veces por cuestiones familiares, otras territoriales, y otras -simplemente- por el amor al poder en sí mismo.
"La sucesión histórica de diversos sistemas fiscales guarda directa vinculación con la evolución de las funciones del Estado, y con los problemas financieros que la incorporación de las nuevas funciones fue generando. La literatura financiera constata, en términos generales, una paulatina evolución desde los ingresos originarios (derivados del dominio), a través de las regalías y luego de los monopolios, hasta los impuestos, como principal fuente rentística. En los últimos tiempos y bajo el signo de la crisis de la hacienda pública, la fuente impositiva se ha visto complementada con creciente financiación crediticia."[3]
Puede conjeturarse que los impuestos son tan antiguos como la humanidad misma. Ya la Biblia nos habla de ellos en numerosos pasajes, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. Es célebre la pregunta que se le hace a Cristo sobre si era o no lícito pagarle tributo al Cesar. Recordemos que en aquellos tiempos y -en una perspectiva histórica amplia, hasta no hace mucho- el "estado" no era otra cosa sino la figura del monarca, rey, emperador, conquistador, jefe, etc. Sus funciones eran las del gobierno sin límite alguno. Sólo fruto de la revolución liberal de los siglos XVIII y XIX ese cuadro de situación comenzó tímidamente a cambiar, para volver a dar un fuerte retroceso hacia las antiguas formas de poder despótico a fines de la primera mitad del siglo XX, inclusive muchas veces en nombre de la misma "democracia".
El sistema de regalías consideraba que el dueño de la tierra era el rey (o el estado-nación) y en virtud de ello, el soberano otorgaba concesiones a los ciudadanos para que la ocupen y trabajen a cambio de un canon, origen del "moderno" impuesto a la tierra (o inmobiliario). En materia fiscal, al menos, se observa (siempre en perspectiva histórica) un regreso a las antiguas formas, en lo que podría denominar un absolutismo impositivo.
 
 


[1] Alberto Benegas Lynch (h) Entre albas y crepúsculos: peregrinaje en busca de conocimiento. Edición de Fundación Alberdi. Mendoza. Argentina. Marzo de 2001. Pag. 141-142
[2] Alberto Benegas Lynch (h), ibidem. P. 222
[3] Alberto Benegas Lynch (h), Ibidem. Pag. 225
 

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