Otro eslabón luctuoso de la tragedia argentina
Andrés Cisneros
Es abogado y politólogo, y fue vicecanciller argentino (1996-1999). Dirigió, junto con Carlos Escudé, la compilación “Historia general de las relaciones exteriores de la República Argentina”.
El mundo, igual que todos los argentinos, esperaba -y
seguirá esperando, ya como un exigente reclamo- tomar conocimiento público de
las denuncias del fiscal Nisman. Nisman ya no está, pero la clave sigue siendo
que no desaparezcan las trescientas grabaciones cuya existencia denunció.
Si no aparecen, la opinión pública mundial terminará
confirmando la sospecha más generalizada que hay sobre nosotros prácticamente
en todo el planeta: llevamos una década degradando la maravillosa promesa de
democracia nacida en 1983, en dirección a un régimen donde muertes como esta
pasen a tomarse como plausibles.
En tal sentido, el sector de donde aparentemente se
originaron las grabaciones, el que corresponde a una de las tantas internas
salvajes del Gobierno, en este caso la interna de Inteligencia, que es el
sector del señor Stiusso, hace unos meses sufrió otra baja violenta, con la
muerte a balazos, en el baño de su propia casa, del “Lauchón” Viale, operador
muy cercano de Stiusso, a manos de una partida del grupo policial Halcón. En
Argentina, la violencia ya ha dejado de ser una hipótesis para convertirse en
algo real, cuasi cotidiano, donde alrededor de la AMIA se siguen produciendo
muertes.
Atentados como los de AMIA (Lockerbie, Torres Gemelas,
subterráneos en Londres, Atocha en España, recientemente Charlie Hebdo en
París) fueron debidamente resueltos, en varios casos en cuestión de días. Al
revés, entre nosotros, el mundo lleva veinte años observando cómo no solo no
avanzamos casi nada en la investigación sino que, además, las denuncias de Nisman
pusieron en evidencia que la investigación, que debiera ser exclusivamente
judicial, se encontraba repugnantemente penetrada por intervenciones
absolutamente inaceptables del Poder Ejecutivo, de tanta toxicidad que la
convirtieron en otro ámbito, otro más, de pujas internas entre sectores del
Gobierno, con funcionarios de inteligencia enfrentados con sus superiores
institucionales y con tal grado de profundidad que desemboca directamente en
muertes violentas de algunos protagonistas, hasta ahora todos opuestos al
oficialismo.
Hace años que el prestigio de la Argentina como un país
con respeto a la ley y las instituciones viene degradándose de manera
vergonzosa. La muerte de Nisman suma otro luctuoso eslabón a ese desprestigio,
que se agravará todavía más si las grabaciones no aparecen y, sobre todo, si la
opinión pública no reacciona de manera suficiente, como ya hizo en el caso del
fiscal Campagnoli, a quien esa misma opinión pública seguramente confiaría la
investigación de la muerte de Nisman y vería con buenos ojos que él, o alguien
como él, lo reemplazara en la investigación de la causa AMIA.
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Reincidir en el enfrentamiento con Uruguay es un error
Reincidir en el enfrentamiento con Uruguay por la Pastera
UPM (ex Botnia) constituye un gran error para los intereses nacionales
argentinos.
En 2006, con su permanente gimnasia de construir poder a
través del choque, el entonces presidente Nestor Kirchner, fiel a su
preferencia por las audiencias cautivas, convocó a diecinueve gobernadores en
el corsódromo de Gualeguaychú y se envolvió en la bandera, convirtiendo a un
diferendo localizado en una “causa nacional” generalizada (sic), como si se
tratara de las mismísimas Malvinas. Y ya se sabe, cualquiera que pretenda
siquiera tocar a una causa nacional se convierte, automáticamente, en un
traidor a la Patria. Y a la Argentina, en presa indefensa de algún malvado
extranjero.
No habiendo en el mundo una relación de identidades
comparable a la de argentinos y uruguayos, la malvinización de este conflicto,
con la dimensión que le otorga la exacerbación de una disputa solamente
ambiental con quienes siempre hemos considerado como hermanos, configura una
verdadera cruzada contra nosotros mismos, un conflicto esencialmente intestino,
involucrando a los desprevenidos uruguayos en la inmisericorde confirmación de
que, para determinadas formas de entender la política, para un argentino no hay
nada peor que otro rioplatense.
Consecuentemente, cortamos los puentes (consumando la
primera exportación del piqueterismo como herramienta de política exterior),
congelamos la relación, acudimos a la justicia internacional y no obtuvimos
nada. Los uruguayos, en cambio, obtuvieron una pastera. La Corte Internacional
de Justicia de La Haya no mandó demoler el edificio ni cesar su actividad;
apenas recomendó a ambas partes lo que desde el primer momento muchos
aconsejamos: conformar un mecanismo binacional de técnicos neutrales que
controlen la eventual polución inaceptable de las aguas. Pero hoy tenemos una
diplomacia tan mal manejada que, cuatro años después, ni siquiera eso
conseguimos todavía implementar con los uruguayos.
Es lo que hace pocas décadas sucedió con Itaipú. Cuando
Brasil anunció su construcción, el gobierno argentino de entonces lo vivió como
un ataque a la seguridad de la Patria, puso en crisis la relación y apelamos
directamente a las Naciones Unidas.
Para cuando estas, tiempo después, tibiamente
manifestaron que Argentina debiera, al menos, haber sido consultada, Itaipú ya
estaba camino a terminarse. Nos quedamos con la razón pero los brasileños se
quedaron con su represa. Como pasa desde siempre en Malvinas y como pasó en
2010 con el fallo sobre esta misma pastera. “Vieron que teníamos razón” fue la
frase de nuestra ya entonces Presidenta, como todo resultado práctico que
pudimos obtener, mientras, en cambio, el Uruguay podía exhibir el éxito de la
mayor inversión extranjera directa de toda su existencia. Hacer política
requiere ir siempre delante, no detrás de los acontecimientos.
Se sabe: quien no aprende de la Historia está condenado a
repetirla. Proceder como hace nuestro gobierno supone, además, permitir que el
árbol nos tape el bosque. Esta pastera Botnia-UPM no es más que la punta del
iceberg: Brasil y Paraguay planean aumentar sus respectivas producciones y la
propia Uruguay se apresta a instalar no una sino dos más. Enfocarnos en esta
sola pastera supone ignorar el horizonte que se nos viene encima, la política
de los parches tiene patas demasiado cortas. No en vano fue aquí que se acuñó la
expresión de “máquina de impedir” como un sistema que, en nombre de consignas
progresistas, consolida permanentemente a las causas estructurales de nuestro
retraso.
Ahora parece que vamos a ser campeones morales otra vez.
Sin embargo, otro camino era posible, y su ejemplo siempre estuvo allí, a la
vista. En finales de los setenta y en los ochenta y noventa enfrentamos una
crisis semejante, pero mucho más grave, por el aprovechamiento unilateral de la
energía hidroeléctrica. Conseguimos entendernos con Paraguay en Yacyretá,
Garabí y Apipé, y con Uruguay en Salto Grande, erigiendo obras y represas
binacionales que resultaron un enorme éxito energético y de política exterior
acordada, porque en el mundo de hoy el poder es de naturaleza inevitablemente
asociativa.
Se lo construye a través de la cooperación, no de las
victorias. Frente a un vecino como el Uruguay no existe una política más
reaccionaria que la de ver a un gobierno supuestamente moderno implementando
relaciones regionales de suma cero, a partir de la derrota del otro. Desde
Hobbes ya se sabe: el vamos por todo es un lema de depredadores, no de
constructores.
Ese ejemplo pudo seguirse perfectamente en el caso de las
pasteras. Generar en el Mercosur una explotación del recurso en común, o al
menos coordinadamente, superando al conflicto por arriba, por la cooperación y
no la disputa, para solucionar choques intestinos y, de paso, conformar un
bloque de oferta de pasta de papel de primera importancia mundial. Pero no se
hizo, probablemente porque tal solución adolece de una falla intolerable: sería
reconocer que, en el pasado, hubo gobiernos que hicieron alguna cosa bien. Y,
como sabemos, para nuestros actuales gobernantes eso resulta ontológicamente
imposible.
Pero conviene tenerlo presente, porque algún día
Argentina volverá a ser un país respetado, creíble para el mundo y nuestros
vecinos, tractor y no vagón de cola en los procesos que transformen al planeta
en un lugar mejor y más justo donde vivir, liberado ya de los delirios de las
sedicentes progresías que, en nombre de la revolución, nos condenan al atraso.
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