El sentido de la contrarrevolución
Agustín Laje
Escritor. Galardonado con el Premio a la Libertad 2012,
otorgado por Fundación Atlas para una Sociedad Libre.
Si la década del ’90 fue, según la terminología impuesta
y comúnmente utilizada, la “revolución neoliberal” que embistió contra el
Estado de bienestar, sería dable caracterizar el período que va desde el cierre
de aquella década hasta nuestros días como la era de la “revolución
neomarxista” que se manifestó a través de los experimentos populistas
latinoamericanos.
Habrá quienes arguyan que es demasiado exagerado tachar
de “revolución” estos momentos históricos. En efecto, la idea de “revolución”
ha sido acompañada, en el marco del imaginario colectivo, por la idea de un
quiebre institucional con arreglo al uso de la violencia. Son los restos que
quedan en el subconsciente colectivo de las teorías revolucionarias del
marxismo-leninismo.
Pero la revolución no tiene por qué ser violenta ni
súbita. La revolución puede también ser lenta e inadvertida. Ello lo mostró
Antonio Gramsci, desde la izquierda en sus Cuadernos de la cárcel, y Plinio
Correa de Oliveira, desde la derecha en Revolución y contrarrevolución y en
Diálogo: trasbordo ideológico inadvertido.
Por revolución no deberíamos entender mucho más que un
cambio significativo en la configuración estructural y supraestructural del
orden social, para utilizar terminología propia del marxismo; es decir,
profundos cambios económicos, pero también políticos, jurídicos, ideológicos y,
en resumen, culturales.
Nadie podría negar, en efecto, que el neomarxismo ha
introducido cambios de fondo en todas las dimensiones destacadas. Despojado de
las teorías clasistas tradicionales a las que sustituyó por nuevas “posiciones
de sujeto” que no están definidas por la variable económica (y por tanto no se
las puede interpretar en términos de clase); resignado respecto de encontrar un
“sentido” a la marcha de la historia; abandonado el materialismo propio de lo
que se denominó “marxismo vulgar” y habiendo otorgado, al contrario, gran importancia
a las variables superestructurales, el “neomarxismo” llevó a cabo su revolución
sin necesidad de “combatir al capital” a través de la lucha armada como otrora.
Definir el contenido de esta revolución de forma
exhaustiva llevaría probablemente un libro entero. No obstante, aquí marcaré
los principales puntos para luego describir cuál debería ser el sentido de la
contrarrevolución.
En términos estructurales, la revolución neomarxista
decidió alterar el postulado básico del marxismo clásico referido a la
colectivización de los medios de producción. En su lugar, el neomarxismo ha
exacerbado la colectivización de la producción misma. Ha aprendido, con la
experiencia soviética, que la abolición total de la propiedad privada conduce
indefectiblemente a la destrucción económica (la escuela austríaca de economía
ya demostró acabadamente que el cálculo económico es imposible allí donde no
hay propiedad privada). Luego, de lo que se trata es de permitir el mínimo
grado posible de propiedad privada y el resto, colectivizarlo desde el Estado.
Los países latinoamericanos que han sido sumergidos en esta revolución, no por
casualidad soportan las mayores cargas tributarias y consuman los más
desfachatados procesos de estatización.
Salvando las distancias, tanto el marxismo como el
neomarxismo han experimentado en sus primeros momentos un agigantamiento de la
“torta” que se disponían repartir. En el caso del primero, la inmensa
incorporación del factor de la producción “trabajo” al sistema productivo
soviético le dio al mismo un ensanchamiento que con el tiempo iría decayendo
estrepitosamente hasta implosionar. En el caso del neomarxismo, las condiciones
económicas del comercio internacional (el precio de los comodities
fundamentalmente) le brindaron un contexto favorable que aquél desperdició por
completo y ahora la ineficiencia del sistema ha quedado a las claras
(inflación, recesión y desempleo).
En términos superestructurales, debemos contemplar al
menos tres dimensiones: jurídica, política y cultural.
Respecto de la primera, ha prevalecido una teoría de la
justicia que anula la responsabilidad individual en dos terrenos cruciales: el
económico y el criminológico. En efecto, se ha instalado en la opinión pública
la idea según la cual los demás deben pagar por el fracaso económico de los
otros, sencillamente porque éstos no tendrían que ver con su suerte sino que
estarían determinados por “las condicionantes de una sociedad capitalista
intrínsecamente injusta”. Lo propio se dirá en el terreno criminológico: el delincuente
que asesina por un par de zapatillas no eligió apretar el gatillo, sino que fue
obligado a hacerlo por “la sociedad que lo puso en esa posición”, incluido
aquel desdichado al que la bala le atravesó la cabeza. No es de extrañar, bajo
estas teorías de la justicia que invierten el sentido original de la justicia
(dar a cada uno lo suyo), que las sociedades latinoamericanas que han caído
bajo la revolución neomarxista sean aquellas que presenten en la región las
mayores tasas de homicidio (Venezuela), robos (Argentina), y que sean al mismo
tiempo aquellas donde la cultura del trabajo mayormente se ha perdido.
Respecto de la dimensión política, la revolución
neomarxista ha instalado la lógica del populismo disfrazada de “democracia
radical” como gusta llamarla Ernesto Laclau y Chantal Mouffe. En concreto, la
idea de democracia como un medio para la libertad individual y la igualdad ante
la ley (únicas concepciones de libertad e igualdad que permiten una concepción
plural y abierta de la idea de “pueblo”), ha dado paso a una idea de democracia
como camino hacia la igualdad material. El igualador, bajo la lógica populista,
es el caudillo que logra interpretar, casi de manera mística, los deseos de un
“pueblo” que, al no incluir a toda la ciudadanía sino a los designados como
“pueblo” por el caudillo, se vuelve excluyente y totalitario (pues busca
totalizar la parcialidad como admite el propio Laclau).
Finalmente, la dimensión cultural de la revolución
neomarxista puede ser resumida en los siguientes puntos: cultura del facilismo;
cultura del subsidio; igualitarismo moral; igualitarismo cultural; destrucción
de la familia como núcleo básico de la sociedad; veneración a lo vulgar
disfrazado de “popular”, etc.
Si tales son, en forma harto sintética, las componentes
fundamentales de la revolución neomarxista, ¿cuál debe ser entonces el sentido
de la contrarrevolución?
Antes de responder la pregunta, es importante destacar
que hablar de contrarrevolución no es lo mismo que hablar de restauración. En
efecto, la restauración busca volver a un tiempo histórico que precedió a la
revolución. La contrarrevolución, al contrario, supone una revolución de signo
contrario a la revolución en ciernes o triunfante, independientemente de que
ese estado de cosas haya existido en tiempos pretéritos o constituya un momento
histórico jamás alcanzado.
Nuestra pregunta de más arriba se contesta, entonces, con
arreglo a la lógica más elemental: la contrarrevolución al neomarxismo debe
tomar la dirección diametralmente opuesta a la revolución neomarxista. Esto es:
en economía propender a la desregulación de los mercados, garantizar la
seguridad jurídica, los derechos de propiedad y minimizar las funciones del
Estado maximizando su efectividad en aquellas funciones que le son naturales
(justicia, seguridad, defensa, salud); en política instalar una visión de la
democracia como medio para la libertad del pueblo, entendido éste no como una
entidad metafísica sino simplemente como el conjunto de todos los ciudadanos,
donde los límites al poder son la consecuencia lógica de la heterogeneidad
intrínseca a un pueblo concebido en dichos términos; en la dimensión jurídica
lograr instalar una teoría de la justicia donde la responsabilidad individual
esté en la base de la convivencia social pacífica; y finalmente, en el terreno
cultural, divulgar la cultura del trabajo, la cultura del esfuerzo, mostrar la
conveniencia de ciertos valores respecto de otros y renegar de la popularidad
de lo vulgar.
La era del neomarxismo parece estar acabando de a poco.
La pregunta que queda abierta es: ¿contrarrevolución o reformismo?
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