Los peligros del populismo liberal
Carlos Goedder
Carlos Goedder es el seudónimo de un escritor venezolano
nacido en Caracas, Venezuela, en 1975. El heterónimo de Carlos Goedder fue
alumbrado en 1999 (un juego de palabras con el nombre de pila correspondiente
al autor y el apellido de Goethe, a quien leyó con fruición en ese año. La
combinación de nombre algo debe también a la del director orquestal Carlos
Kleiber).
Los que
nos consideramos liberales usamos esta descripción con responsabilidad.
Liberalismo significa, esencialmente, creer en el individuo. Es una categoría
de humanismo. Consideramos que las decisiones de cada persona tienen valor y
sus preferencias han de tenerse en cuenta dentro de la sociedad. Por ello
consideramos valiosa, creativa y llena de posibilidades la interacción, libre
de coacciones, entre ciudadanos. Los
liberales, cuando elogiamos los beneficios de la economía de mercado y la vida
democrática, lo estamos haciendo porque creemos que potencian las capacidades
individuales y permiten expresarlas en un entorno favorable. A diferencia del
totalitarismo y las explicaciones marxistas, los liberales conservamos
esperanza en las personas.
Esto hace
que ser liberal genere varios compromisos. El primero es estar abierto al
disenso y la complejidad. Tener fe en el individuo significa respetarlo,
tolerar la heterogeneidad y estar preparado para las sorpresas. Creemos que
incluso dentro de la irracionalidad individual hay más coherencia que en la
cordura de los dictadores y los burócratas. Por ello, el liberal acepta que el
mundo es difícil de explicar, que la simplificación de la historia en una
teoría es inviable, que incluso en las opiniones contrarias hay una forma de
acercarse más a la verdad.
Teniendo
todo esto en cuenta, es preciso alertar sobre los riesgos de la charlatanería y
la demagogia cuando se hacen llamar liberales. Tenemos cada vez más pastores
del liberalismo desde los púlpitos de las redes sociales y el marketing viral. Evitando
dar nombres, muchos lectores identificarán rápidamente a este tipo de
personajes, de cualquier género. En América Latina se trata de gente cada vez
más joven y atractiva, usualmente enérgicos oradores y muy activos en YouTube o
Facebook. Lo cual es grato, indudablemente es afortunado para la causa liberal
que tenga mejor marketing. Ahora bien, hay un riesgo terrible de que se repita
en estas sufridas tierras latinoamericanas lo que hicieron hace décadas iguales
profetas de la izquierda marxista.
La militancia juvenil de
izquierda, en varias oportunidades, fue emprendida en los años 1960 y 1970 por
jóvenes con los mismos atributos de prestancia y carisma; varios de ellos
apenas habían leído “El Manifiesto Comunista” y algunas ideas sueltas del amplio
pensamiento de Marx y sus seguidores. Algunos de ellos están hoy en el poder,
plagando a América Latina de miseria. Un riesgo igualmente potente se corre hoy
con los nuevos jóvenes demagogos liberales. Puedan estar incurriendo en la
“fatal arrogancia” que denunciaba el insigne liberal F.A. Hayek. Tomando unas ideas sueltas de Hayek, Friedman
y Rand, los nuevos demagogos liberales siguen la tradición de convertirse en
paladines de causas ganadas. El socialismo y el populismo han fracasado,
esencialmente. Hoy día es sencillo plegarse a una moda liberal. Ir
contracorriente, hoy día, sería proclamarse marxista. Y hay pensadores serios
que lo hacen y al menos se han tomado la molestia de dedicar una vida entera a
fundamentar su postura.
El gran desafío para los
liberales puede verse desde dos ópticas. La primera, más burda y que creo siguen
varios de estos “populistas liberales”, es colocarse en el poder político. Habría
de alegrarnos que políticos con simpatía hacia el mercado, el libre comercio y
la democracia lleguen al poder. No obstante, evitemos engañarnos. El verdadero
desafío para los liberales latinoamericanos – y seguramente los españoles- es
entender el porqué triunfan el populismo y el totalitarismo izquierdista. El
gran reto para los liberales es pensar y entender, explicando y proponiendo
alternativas. La llegada de gente sin ideas al poder, desde cualquier signo
político o ideología, siempre será aterradora para la sociedad.
El pensamiento liberal
ofrece esperanzas para una mejor vida social precisamente porque valora la
complejidad, el disenso y la incertidumbre que nos distingue como humanos y
caracteriza nuestra interacción ciudadana. Un buen liberal jamás podrá explicar
a Chávez, Kirchner, Dilma, Podemos, Morales y Correa diciendo simplemente que
Latinoamérica “tiene los gobiernos que merece”, que son producto de la ignorancia
de estos pueblos y provienen de una cultura de “pan y circo” (si bien en
Latinoamérica el pan es más bien escaso). Al valorar el individuo y sus
decisiones, el liberal se ve obligado a buscar con más ahínco y sutileza las
causas de que siga ganando la izquierda en Latinoamérica, incluyendo sus
mayores centros urbanos. La historia tiene irracionalidad, estupidez y enfermedad como
causa de muchas tragedias sociales; no obstante, como liberales, nos empeñamos
en creer que estas fuerzas son menos significativas que el interés individual y
que hay algo razonable detrás de toda elección humana. Al creer en el individuo
y su inteligencia, identificamos racionalidad y preservación de bienestar en el
grueso de decisiones y creemos que la escasa proporción de necedad humana puede
encontrarse con regularidad en cualquier estrato social. Nos parece que hay
sabiduría y significados en toda decisión individual.
¿Por qué en Latinoamérica ganan los liberales los
debates pero pierden las elecciones? Una respuesta plausible es que se debe a
una falla de marketing. Los nuevos demagogos y charlatanes liberales serían la
solución. Desde sus púlpitos de redes sociales y seduciendo visualmente a
muchedumbres y medios de comunicación, serían la respuesta. No obstante, esto es
una salida simplificadora y es probable estos personajes en el poder se
comporten como los tiranuelos sin
sustrato intelectual que les precedieron en la izquierda militante. La
respuesta va por otra vía. Los liberales tienen que entender que el liberalismo
aún no logra convencer a los electores sobre sus beneficios para la calidad de
vida individual y social.
El liberalismo
necesariamente es difícil. La libertad aterra a muchos, porque significa
responsabilidad. Ser libre abre un universo de posibilidades y consecuencias,
limitando las excusas. Se dificulta pedir rescates, ayudas, subsidios y favores
cuando son decisiones tomadas libremente las que causan la ruina de una
persona, sus negocios o la sociedad. La libertad genera un peso específico que
puede resultar abrumador. Adicionalmente, la valoración de lo heterogéneo, la
certeza de que sólo el cambio es permanente, la disposición a lo volátil y la
humildad de admitir la ignorancia son posturas liberales que pocos pueden
asumir cómodamente. Una agenda de investigación liberal demanda hacerse buenas
preguntas, ir en pos de respuestas no siempre gratas y atreverse a comunicar a
grupos de interés que el comercio, la inmigración, la libertad de empresa y la
propiedad individual son buenos. Este coraje suele ser más bien discreto y en
algunos casos implica cierta disposición al martirio. Se trata de un trabajo
arduo y que suele ser poco atractivo para redes sociales y titulares de
periódico. Alejandro Chafuen, presidente de Atlas Network, lo sintetiza así: “El campo de acción de los liberales seguirá
siendo el de las ideas” (1).
Los liberales tienen que
mostrar al ciudadano latinoamericano que el mercado y la democracia resuelven
los problemas que más les acucian: pobreza, malos servicios públicos y
desigualdad social. La salida veloz a todo esto es creer en un caudillo
redentor y que la pobreza es culpa de los ricos. El populismo pone su acento en
la distribución de la renta. El liberalismo ha de demostrar que puede mejorar
este problema mediante una mayor producción social y un reparto que jamás se
limitará a distribuir los deteriorados fragmentos de una sociedad rota, como
hacen los populismos y gobiernos de izquierda.
Y el liberalismo
ciertamente tiene cómo dar soluciones. Proteger la propiedad individual, lejos
de ser un favor a los ricos, es una labor a favor de los pobres, porque a estos
es a quienes más fácilmente se despoja. Vigilar con celo la política monetaria
y el nivel de inflación preserva el poder adquisitivo de los salarios. Dejar
fluctuar la moneda evita crear un subsidio para los empresarios y amigos del
gobierno que pueden acceder a dólares bajo un control de cambios. Facilitar la
creación de empresas es un medio para que se reconozca como productiva a la
“Economía Informal”, bajo la cual se agrupa con un título peyorativo a
ciudadanos pobres que salen a ganarse la vida honradamente con su trabajo, en
vez de robar. Creer en el comercio, nacional e internacional, es un medio de
promover a los pobres, porque al mercado sólo le interesa calidad y precio, en
lugar del color de la piel, educación o procedencia de quien logra obtener la
mejor combinación de estos atributos. Una política fiscal simplificada y no
extractiva protege también a los pobres, porque son ellos quienes pagan
impuestos. En suma, el liberalismo tiene mucho que ofrecer, razonadamente. Y
esa oferta dista de caer en la retórica de condena al enemigo, que ya hizo suya
la Izquierda dogmática en el pasado. Decir que el Liberalismo es bueno porque
el Populismo es malo insulta la inteligencia del elector individual, que tanto
valoran los liberales.
Ahora bien, los liberales
tienen el desafío de mejorar el acceso de los individuos a esta vida en mercado
y democracia. Las condiciones iniciales de partida, que tanto preocuparon a
J.S. Mill, merecen cuidado y pragmatismo desde las políticas públicas
liberales. El mercado demanda de sus usuarios ciudadanos una serie de activos:
información accesible, capacidad de procesarla, competencia técnica, fuentes de
financiación, protección jurídica e infraestructura. La América Latina tiene
severas carencias en vías de comunicación, en seguridad ciudadana, en educación
y en bancarización. Sin perder los fundamentos liberales, una dosis de Estado
es precisa para destruir las barreras que alejan a los ciudadanos del mercado y
la democracia. Se mantiene la esencia liberal al lograr esta provisión de
bienes públicos valorando la demanda, esto es, dando empoderamiento y recursos
a los ciudadanos para que elijan los servicios que desean y reclamen buen
funcionamiento de ellos. Adicionalmente, se protege a los ciudadanos frágiles
cuando se atiende a los que nacieron
pobres. Desde CEDICE he hablado de los beneficios que en tal sentido ofrecen
los “subsidios condicionados” (conditional
cash transfers). Todo subsidio y política pública corre riesgos de
oportunismo, corrupción y desperdicio. No obstante, la ingeniería social de las
políticas públicas, valorando al individuo y considerando que el acento de la
sociedad está en el ciudadano, ofrece un aliento liberal para contrarrestar los
torpes subsidios y ayudas del pasado. Mantener la gasolina barata, el dólar por
debajo de su valor y reducir el precio de unos alimentos que nadie produce
distan de ser subsidios con inteligencia liberal.
Hay notas juveniles de
esperanza. Desde Argentina, en particular, veo grandes posibilidades y nombres
como los de Antonella Marty y Agustín Laje, por mencionar un par apenas,
transmiten entendimiento de las responsabilidades y retos de los auténticos
liberales. En ellos se ve el afán por documentarse y producir ideas. Los
jóvenes liberales que trabajan en organizaciones como Fundación por la Libertad
y Jóvenes por la Libertad vienen haciendo un trabajo encomiable. Y en mi más
reciente visita a Venezuela, en marzo de 2015, quedé lleno de entusiasmo al ver
las sólidas bases liberales que hay entre los estudiantes de la Universidad
Central de Venezuela y jóvenes políticos en organizaciones como Primero
Justicia. Estoy seguro que con un trabajo silencioso, metódico y de lucha
cotidiana, el liberalismo tiene un potente semillero en América Latina. Las
posibilidades del liberalismo en estas tierras son tan grandes como los enormes
desafíos que le confrontan.
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