El espejo y el discurso
José Javier Villamarín

Abogado. Académico asociado del IEEP (Ecuador).



El espejo 
Desde siempre, la literatura ha estado abundada de espejos. Numerosos personajes, célebres por sus espejos, pueblan el mundo de la fantasía. El espejo ha sido el protagonista de  historias y leyendas. De las páginas de Ovidio, Caravaggio rescata a Narciso con su espejo de agua, joven de imponente belleza, incapaz de amar y reconocer al otro. Lo propio hace Cellini con Perseo y la cabeza de Medusa, exquisito relato en el que se equilibran el triunfo de la humanidad sobre los seres que habitan nuestra terrenal orfandad y la razón de ser del héroe. En él, se desnuda la fascinación que encierra el espejo, un objeto y “sujeto” también, que sin concesión alguna, subsiste como una extensión del mundo que refleja: certeza y duda;  locura y equilibrio, inocencia y culpabilidad, civilidad y animalidad, traición y lealtad, o respeto e  intolerancia. Entonces,  habría de estar de acuerdo con quien se pregunte: ¿quién es el héroe, Perseo o el espejo?
 
El espejo de espejos, es el borgiano. El Aleph. Una pequeña esfera que Borges encuentra en el sótano de una vieja casa en la calle Garay, Buenos Aires. Enloquece y mata a quien tiene el privilegio de verlo. Es el centro de todas las cosas y en el que confluye y se refleja todo a la vez.
 
Por último, un juguete, el caleidoscopio. Un objeto-sujeto mágico, fascinante, del que se puede echar mano para visitar otros mundos. Tres espejos enlazados en una ternura enrarecida.
 
 
El discurso
Qué duda cabe, el discurso desde los tiempos más remotos de la historia, es conocido como un medio de comunicación del pensamiento humano. Entre los griegos y los romanos alcanzó gran ascendente, sobre todo en el foro y la política, y en la Edad Media, quedó casi ensamblado a la Iglesia.
 
La historia nos enseña que en todos los momentos decisivos de la humanidad, en los desastres, en la tragedia y en las grandes conmociones políticas, el discurso oportuno ha cambiado el destino de los pueblos. Hoy, el arte del buen decir se va diluyendo. El tono bajo y refinado de la expresión, ha sido suplantado por la barbarie del griterío. El discurso pensado, sobre todo en la vida pública, ha sido desplazado por expresiones huecas, que nutridas desde el poder, reflejan rostros borrosos y ambiguos, melancólicos y resentidos.
 
La lealtad incondicional hacia la ideología es el norte. La historia, de vuelta con ella, da cuenta de que esta patología es la mayor causa de destrucción. No hay nadie más peligroso como aquel que cree en la irrebatibilidad de su discurso, como aquel que cree ser el “ingeniero de almas humanas”.
 
El encuentro entre diferentes no siempre ha sido amistoso. Es verdad. En muchas lenguas originarias de las zonas centrales de Europa, en la cuenca carpático-danubiana, el prefijo “oest” está en la base de palabras como hostil y extraño, pero también en huésped; una derivación etimológica que nos ayuda a entender cómo para estos pueblos lo que venía de afuera, a menudo, era símbolo de guerra y devastación. Sí, el diferente, el otro, el contraste de costumbres o mentalidad, aún hoy, quita el sueño a muchas personas, incluso a aquellas que se reputan como plenamente tolerantes y democráticas.
 
Pero muy a pesar de eso, la capacidad de discutir, de alternar y de renunciar a la sumisión oculta bajo el ropaje de la “ideología”, contribuye al refinamiento de las ideas. El uso respetuoso de la palabra es un bálsamo que intensifica el placer de la sociabilidad. El discurso elevado es tema inagotable de interpretación. Qué duda cabe, el discurso es el espejo del alma.
 

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