En defensa del capitalismo
Agustín Laje
Escritor. Galardonado con el Premio a la Libertad 2012,
otorgado por Fundación Atlas para una Sociedad Libre.
Defender el
capitalismo en un contexto caracterizado por la hegemonía populista no es cosa
sencilla. En efecto, si algo han hecho los populismos regionales además de degenerar
el capitalismo competitivo hasta transfigurarlo en “capitalismo de amigos” o,
en términos más precisos, en “socialismo del Siglo XXI”, eso fue inyectar en la
sociedad lo que el economista austríaco Ludwig von Mises llamara “la mentalidad
anticapitalista”.
Simplifiquemos un
poco los problemas de definición y llamemos “capitalismo” al modo de organizar
el grueso de la actividad económica por medio de los privados operando en un
mercado libre. La posibilidad de esta coordinación tiene su fundamento en el
hecho de que, en una transacción económica, ambas partes cuando son libres de
intercambiar y están debidamente informadas, saldrán beneficiadas, pues de no
haber previsto dicho beneficio no hubieran concretado dicha transacción.
Cuando Adam Smith usó
la imagen de la “mano invisible” no estaba recurriendo a un argumento de tipo
religioso, sino que trataba de describir precisamente la existencia y
factibilidad de un orden que no es dirigido por nadie en particular, pero cuyo
motor funciona permanentemente en cada intercambio voluntario que cada uno de
nosotros realizamos con los otros.
En efecto, ese
“monstruo” conocido como “mercado” del cual populistas y socialistas nos llaman
a temer, no es otra cosa que una abstracción de nosotros mismos y nuestras valoraciones;
el mercado es simplemente el modo de denominar al momento y el lugar en el que
nosotros, las personas de carne y hueso, podemos intercambiar libremente con
otros para nuestro propio beneficio quedando sujeto nuestro éxito en el
intercambio a nuestra capacidad de beneficiar a los demás.
La propaganda
anticapitalista nos ha hecho perder de vista esto último: el mercado es el
conjunto de personas que compiten para
cooperar. Y aquéllas lo hacen no porque sean necesariamente altruistas o
porque el capitalismo traiga a nuestras tierras el ansiado “hombre nuevo” que
variopintos dictadorzuelos totalitarios pretendieron crear a base de sangre y
fuego, sino sencillamente porque el sistema basado en la libertad genera los
incentivos para que nuestro éxito personal sea una función directamente
proporcional a la cantidad de personas que servimos en sus múltiples y
crecientes demandas.
De alguna manera, el
capitalismo es la entronación de una meritocracia cuya definición de “mérito”
no es estática ni está predefinida, sino que depende de lo que el grueso de
nuestros semejantes valoren como meritorio en un momento dado. Así es que en
este demonizado sistema las personas sean impelidas a lograr sus propios
objetivos indagando sobre lo que otros necesitan e intentando ofrecérselo.
La alternativa a este
modo de coordinación social es el uso de la coerción por una autoridad central
que digite cómo, cuándo, cuánto, dónde y qué podemos o debemos intercambiar y
producir. Un problema epistemológico –descrito con precisión por Friedrich
Hayek− acecha a esta forma de
coordinación: es imposible adquirir, procesar y manipular la cantidad de
información necesaria para lograr eficiencia económica en un orden
centralizado, como quedó comprobado, por lo demás, con el colapso del sistema
soviético y, más acá en tiempo y espacio, con las penurias del sistema cubano y
venezolano.
El extraordinario
crecimiento económico que han vivenciado los países de Occidente a partir del
Siglo XVIII (y muchos de los países asiáticos a partir de fines del siglo
pasado) no por nada tiene su punto de arranque con la introducción del
capitalismo en esas sociedades. Y no en vano, el capitalismo competitivo es
hijo del movimiento intelectual que se desarrolló a finales del siglo XVIII y
principios del XIX que bajo el nombre de “liberalismo” –otra etiqueta
demonizada hasta el hartazgo por la hegemonía populista− ponía a la libertad
como totalidad en el centro de los valores sociales, traducido en mercados
libres, instituciones republicanas, federalismo político y democracia
representativa.
La tragedia del
capitalismo es que el hombre moderno ha naturalizado la abundancia que de aquél
ha resultado y, por añadidura, ha creído que la riqueza es el estado natural
del ser humano y la pobreza mera artificialidad creada por el sistema, cuando
la verdad es exactamente la opuesta: el hombre nace pobre, y la evidencia
empírica nos muestra que es a partir de la introducción del odioso capitalismo
competitivo en el mundo cuando el PIB y la expectativa de vida (por nombrar
sólo dos variables) comienzan a crecer de manera imparable en el mundo.
Difícil es
imaginarnos que bienes y servicios que hoy están al alcance de todos gracias a
este sistema basado en la competencia para servir a las multitudes, hubieran
sido la envidia de los más ricos de antaño. Más difícil todavía es imaginarnos
el hecho de que la calidad de vida de los ciudadanos medios e incluso de los
más pobres de las sociedades capitalistas actuales supera con creces la calidad
de vida de reyes y príncipes que concentraron el poder de omnipotentes Estados
hace apenas algunos siglos.
El Índice 2015 de
Libertad Económica de la Heritage Foundation, que precisamente mide el capitalismo
en el mundo (en base a indicadores como “Derechos de propiedad”, “Libertad
fiscal”, “Gasto público”, “Libertad empresarial”, “Libertad laboral”, “Libertad
monetaria”, “Libertad comercial”, entre otros), llega a una conclusión que debe
ser difundida: los países con mayor libertad económica son los que registran
mayor crecimiento económico, mayor reducción de la pobreza, mejor atención
médica, mejores niveles educativos, mayor desarrollo democrático y mayor
protección al medio ambiente.
Los primeros puestos
se lo llevan países como Nueva Zelanda, Australia, Suiza, Canadá, Dinamarca,
entre otros. Es decir, países en los que ninguno de nosotros padecería vivir.
Al contrario, los últimos puestos son para países como Irán, Zimbabue,
Venezuela, Cuba y Corea del Norte. Junto con ellos, Argentina ocupa el puesto
169 sobre un total de 178 países estudiados.
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