Ahora les agarró la ortodoxia
Carlos Mira
Periodista. Abogado. Galardonado con el Premio a la Libertad, otorgado por Fundación Atlas para una Sociedad Libre.
No hay dudas de que la inflación se ha convertido, de
repente, en el gran tema nacional. Hasta la tapa del diario Página 12 de ayer
publicaba una foto trucada del presidente Macri como si fuera un gigantesco
globo a la que acompañaba el título “La Inflación Puede Esperar”.
¡Que notable fenómeno: una de las expresiones
periodísticas más prominentes del populismo fascista de pronto preocupada por
la ortodoxia económica!
¿Por qué Página 12 y sus muchachos no se alarmaron hace
10 años, cuando comenzó una persistente tendencia al aumento general de los
precios? Fueron decenas de argentinos, quizás cientos, los que lo advirtieron;
los que predijeron que se había iniciado un camino inexorable hacia la pobreza
y que, a menos que se hubiera decidido que eso no tenía la menor importancia,
era necesario córtalo ya, para que no creciera y se volviera crónico.
Ya sabemos la cadena de insultos y hasta de persecuciones
que sufrieron esas personas. En última instancia la gran idea que surgió en el
momento fue destruir la central medidora de la inflación, el Instituto de
Estadísticas.
Las bandas organizadas por Moreno lo coparon y lo
devastaron, emitiendo, a partir de allí, dibujos increíbles, que constituían un
chiste intragable. El propio presidente Kirchner reconoció públicamente que la
“ranada” tenía el ingrediente positivo adicional de estafar a los acreedores
que habían aceptado bonos de la deuda ajustados por CER, el coeficiente de referencia
que tomaba en parte al índice de inflación del INDEC como uno de sus
componentes. Para aquel gobierno de vivos era una situación con la que se
ganaba por todas partes.
La cuestión escaló tan alto como que se persiguió a los
que privadamente daban a conocer índices de inflación mensual, obviamente muy
diferentes a los del INDEC. El hoy titular de ese organismo, Jorge Todesca, y
muchos de sus colegas (Orlando Ferreres, Carlos Melconian, el hoy ministro del
Interior, Rogelio Frigerio, entre otros) fueron penados con multas de medio
millón de pesos por la mera impertinencia de pretender ejercer la libertad
constitucional de expresar las conclusiones de su trabajo.
La oposición en el Congreso tuvo que inventar el paraguas
del llamado “índice de inflación Congreso” (consistente en un promedio de las
mediciones privadas) para proteger a los ciudadanos de los grupos de tareas de
Guillermo Moreno.
No hay dudas de que esta pantomima contó con el
invalorable apoyo de gran parte de la sociedad que toleró la mentira. La
comentaba en vos baja en la cola de la feria, pero nunca constituyó una fuerza
viva que se transformara en una exigencia pública al gobierno. Gran parte de la
gente creyó que, porque tenía más papeles de colores en el bolsillo (a los que
pretensiosamente llamaba “billetes”), ganaba más dinero.
Está perfecto que, súbitamente, toda esa gente haya
tomado conciencia de la malevolencia intrínseca de la inflación: más vale tarde
que nunca. Lo que no es tolerable es que esa misma gente (con Página 12 a la
cabeza) insinúe pretender resultados inmediatos cuando durante 10 años
promovieron el desastre que hoy ha salido a la superficie.
Es más, gran parte de esa gente sigue teniendo en mente
ideas completamente estrambóticas en lo que se refiere a la estrategia para
encarar las soluciones. Siguen creyendo que la inflación es un fenómeno
atacable con la policía y eventualmente con el ejército y no la manifestación
final de una serie de desórdenes económicos que, si no se los atiende, se podrá
encarcelar o incluso matar a todo el mundo, pero lamentablemente continuará.
El sesgo militar que conlleva todo populismo le hace
tener una concepción según la cual todo es eventualmente arreglable con la
fuerza y la cárcel. Se trata del peso que tiene otro ingrediente infaltable de
esos regímenes: la burrez.
El gobierno tiene solo dos caminos racionales de
enfrentar la inflación, ambos con sus ventajas y sus desventajas. Los cráneos
del populismo deberán entender que es uno u otro; no hay más.
Esos caminos son el shock o el gradualismo. Los
partidarios del shock ponen el acento en el aspecto fiscal del problema,
pidiendo que, sin dilaciones, se organice un programa de ataque a los
desequilibrios del déficit, producido por el gasto y la mala estructura
tributaria. Entienden que un golpe bien dado a ese bollo inaceptable puede
producir efectos benéficos en términos de crecimiento, empleo e inversiones en
un plazo tan corto como seis meses.
En esos seis meses seguramente se producirán protestas,
reclamos, movilizaciones, en fin cierta ebullición social, pero al cabo de
ellos, la Argentina habrá dejado atrás la oscuridad que la atrasa y la detiene.
Los que creen en la estrategia gradual entienden que esa
ebullición es muy peligrosa para la gobernabilidad del presidente y que por lo
tanto es necesario ir por un camino más largo que obtenga resultados en un
tiempo más prolongado pero que evite los conflictos. No hay dudas de que el
equipo de Macri hasta ahora ha elegido este último camino.
La gran paradoja de todo este chiste es que los señores
que provocaron el mal estén pidiendo la solución de sus escabrosas
consecuencias, con el dedito levantado y con aires de suficiencia como si ellos
no solo fueran ajenos a la generación de desastre, sino que tuvieran la fórmula
mágica para terminar con el estorbo. Eso sí es inaceptable y eso debe quedar
claro. No es posible que estos señores que destruyeron todo a su paso encima
tengan la veleidad de poner condiciones y exigencias sobre cuál es la solución
que debe aplicarse a un problema que generaron ellos. No hay que permitírselo.
Macri podrá dudar sobre cuál estrategia es la mejor para
encarar el peor de los problemas que enfrenta, pero de ahí a que la sociedad
crea que el criminal es la víctima y que la víctima es el criminal, hay un
trecho que no puede transitarse y que el gobierno debe impedir siquiera que se
dé el primer paso.
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