Mauricio Macri: entre la necesidad y la política
Alvaro Vargas Llosa
Director del Center for Global Prosperity, Independent Institute. Miembro del Consejo Internacional de Fundación Atlas para una Sociedad Libre.


A todo gobierno que hereda un desastre se le plantea una disyuntiva angustiosa: el cambio radical o lo que ha dado en llamarse el gradualismo. La tuvieron frente a sí un Siles Suazo en la Bolivia de 1982, un Mart Laar en la Estonia de inicios de la década de los 90, un Carlos Menem en la Argentina de 1989, y otros.
El primero optó por el gradualismo pero  la herencia lo devoró y dio pie al gobierno de Paz Estenssoro, cuyo jefe económico, Sánchez de Lozada, aplicó la terapia de shock. El segundo optó por el cambio radical de entrada y le funcionó. El tercero adoptó el gradualismo en una primera etapa y luego, al entender que la bestia encabritada no estaba para mimos, la domó con un cambio radical.
Mauricio Macri, que ha devuelto a la Argentina una presidencia digna del nombre, enfrenta, como tantos otros, el dilema relacionado con la velocidad, profundidad y simultaneidad de las cosas que tiene que hacer para cambiar a un país que ha heredado en estado maldito. Antes de definir cómo ha respondido a este dilema en función de sus actos en estos dos meses de gobierno, conviene no hacer caso omiso de los condicionamientos en que ha tenido que actuar.
Por lo pronto, está la sombra del pasado no peronista: los gobernantes que se enfrentaron al peronismo desde el poder en democracia la pasaron muy mal. De la Rúa, a quien tumbó la oposición, es casi el estandarte de esa tradición. Este precedente no debe estar alejado del ánimo de Macri, que necesita durar tanto como aplicar cambios.
Además, está el factor institucional: no contentos con haber destruido la economía y desquiciado las finanzas, los kirchneristas, esa variante del peronismo, devastaron las instituciones. Tomar decisiones en un clima institucional poco menos que de cómic como el argentino implica estar siempre expuesto a la acusación paradójica de querer socavar las mismas instituciones que los otros socavaron y que hacen al nuevo gobernante tan difícil ejecutar actos oficiales sin que parezcan ucases zaristas.
Un tercer factor a tener en cuenta es el desplazamiento ideológico de un amplio número de argentinos hacia el populismo en materia económica. Que los argentinos hayan votado contra el kirchnerismo no significa que votasen por el liberalismo: muchos de ellos votaron contra las consecuencias del populismo sin tener gran noción de sus causas. Una buena comprobación es la altísima votación que obtuvo en la segunda vuelta Daniel Scioli, el candidato del oficialismo, en su enfrentamiento con Macri. Fue su pertinaz denuncia contra “el criminal ajuste” que llevaría a cabo Macri lo que empujó a tantos argentinos que se habían apartado sentimentalmente del kirchnerismo a acercarse, movidos por la emoción y el miedo, a Scioli.
Otro elemento que Macri no pierde de vista en su dilema entre el cambio radical necesario y el gradualismo prudente: la escasísima inversión privada. Una batalla campal propiciada por un shock que hiciera planear sobre Argentina el espectro de un presidente en vías de caer sería cualquier cosa menos atractiva para la inversión que Macri necesita. Tampoco ayudaría a resolver el contencioso con los tenedores de bonos argentinos en el extranjero que exigen el pago total de lo que se les debe. El acceso a los mercados depende en parte de un arreglo con ellos: para ser creíble, cualquier arreglo debe entrañar una cierta presunción de perdurabilidad del flamante gobierno.
A propósito de esto último: como no hay acceso a mercados internacionales y no hay inversión significativa, Macri ha tenido que recurrir a un endeudamiento del Banco Central con ciertos bancos privados bajo un acuerdo que evita aumentar la deuda externa porque tiene un carácter interno y que conlleva un plazo de redención de no más de un año. Menciono esto para apuntalar la idea de que Macri no puede tomar decisiones sin tener en cuenta ese factor externo que es también interno.
Por último, no puede obviarse un asunto de matemáticas parlamentarias elemental. Macri asumió el mando sin control de ninguna de las dos cámaras. En Diputados, el kirchnerismo era la principal fuerza y los distintos peronismos sumaban una mayoría poderosa; en el segundo no lo era el kirchnerismo propiamente, pero sí el peronismo en general, con sus diversas facciones.
En suma: todo en el contexto en que opera el gobierno de Macri invita, a priori, al gradualismo. ¿Es eso, entonces, lo que está haciendo? Dicho de otro modo: ¿Han dictado las condiciones imperantes el temperamento del nuevo gobernante y por tanto la velocidad, profundidad y simultaneidad de sus reformas?
Me atrevería a decir que sólo hasta cierto punto. Hay muchos aspectos en que puede hablarse de cambio radical, o al menos espíritu de cambio radical, así como hay otros, especialmente en cuanto a las finanzas del Estado, en los que es clara la voluntad de ir con prudencia. O sea: con eso que llaman gradualismo. En cierta forma, el doble cariz de la administración -las dos almas de Macri, para decirlo en términos que se hacen eco de un libro de Wiarda sobre América Latina y su herencia cultural- está simbolizado por la convivencia entre el ministro de Hacienda y el presidente del Banco Central. El primero, Alfonso Prat-Gay, es un gradualista del que puede decirse que tiene inclinaciones keynesianas. El otro, Federico Sturzenegger, es más ortodoxo y tiene fama de liberal.
La primera decisión que tomó Macri tuvo aires de cambio radical: gobernar por decreto mientras el Congreso estaba en receso. Gracias a ello, hizo efectiva la decisión valiente de modificar ese engendro moral y político que fue la ley de medios de comunicación del kirchnerismo o revertir las perversas medidas adoptadas por el gobierno anterior para dejar sin fondos al gobierno central del sucesor. También, y en esto se le pasó la mano al cambio radical, nombrar a dedo a dos nuevos miembros de la Corte Suprema, aun cuando poco después dio marcha atrás.
También fue radical en la decisión de reestructurar el sector energético eliminando unas subvenciones que habían provocado, en años anteriores, la quiebra del sector y por tanto lo que se conoce como el “déficit energético” argentino. Lo hizo a sabiendas de que no sólo subiría la tarifa de la luz sino el precio de muchas otras cosas. No fue el único entuerto que Macri hubo de desfacer: eliminó también el cepo cambiario, una restricción que se había convertido en tabú. Digo tabú porque muchos economistas liberales creían que el cepo estaba tan enraizado en la psicología y la economía argentinas, que eliminarlo de golpe provocaría una devaluación del tamaño de Gargantúa y Pantagruel, y por tanto un efecto demoledor en todo el sistema. Recuerdo, en aquellos días, haber discutido esto con economistas ortodoxos de tendencia liberal en un evento en el que me tocó participar en Chile y haberles oído decir que no se debía eliminar el cepo de golpe de ninguna manera. Se equivocaron; Macri, en esto radical, acertó.
Hubo gradualismo, en cambio, en otras áreas sensibles. Como se ha dicho mucho, el kirchnerismo no sólo hizo del Estado un botín: también una clientela. Casi duplicó el número de empleados públicos, llevándolos a cuatro millones. En los últimos meses del gobierno, con crueldad, hizo contrataciones y nombramientos de gente servil a la mandataria y armó un laberinto jurídico para hacer imposible su despido. Macri revirtió las contrataciones recientes y las renovaciones hechas muy poco antes de su llegada a la Casa Rosada. Podría, en esto, parecer radical, sobre todo a juzgar por las protestas virulentas de los kirchneristas. Pero no: fue cauto, quizá demasiado cauto. La administración sigue plagada de funcionarios que cumplen funciones de clientela política, no de servidores públicos, y que abultan un presupuesto altamente deficitario. Para no mencionar la traba que suponen, en tanto que burocracia, para la respiración natural de la sociedad, la economía incluida.
También ha sido gradualista en la reducción del déficit mediante algunos recortes y, en esto lo acompaña el presidente del Banco Central, la reducción parcial de la emisión monetaria. Hay ahora, entre economistas argentinos, un intenso debate: algunos creen que será imposible vencer la inflación a este ritmo gradual de decisiones y que más temprano que tarde Macri deberá apretar el acelerador; ellos se preguntan si para entonces tendrá el punch político necesario. Otros creen que esta fórmula gradual es la única políticamente viable y que si se cumple la meta -un dígito en 2018 y niveles normales después-, Macri saldrá reforzado. Apuestan a que el aumento de la inversión en un mucho mejor clima político e institucional acortará la brecha entre egresos e ingresos, y hará innecesario el nivel de emisión monetaria actual.
La experiencia indica que lo primero es más probable que lo segundo; en cierta forma, al gobierno de Menem le pasó eso mismo: inició un combate gradualista contra la inflación y acabó optando por el cambio radical.
No da la impresión de que el temperamento del macrismo es gradualista por gusto sino por necesidad. Macri quiere estar seguro de haber armado una coalición política y social -función en la que el secretario general de la Presidencia, Marcos Peña , juega un papel clave- que lo sostenga a la hora de adoptar las medidas de mayor calado. Por ahora ha tendido puentes a los gobernadores peronistas, a una facción importante de peronistas que han abandonado al kirchnerismo en el Congreso y a los sindicalistas, a los que recibió en la Casa Rosada para hacer el anuncio de que ha aumentado el mínimo exento de impuestos a las ganancias.
Por encima de todo ello está su relación con Sergio Massa, competidor de la primera vuelta electoral y líder de una corriente peronista que aspira a conquistar al justicialismo. Massa controla votos en el Congreso y puede ser muy útil a Macri facilitando esa gobernabilidad que permita transitar al cambio radical en las áreas donde impera hoy el gradualismo. Tan útil como es Macri para él, a la hora de empinarse hacia un liderazgo que le dé opciones de derrotar al kirchnerismo, su enemigo directo.
Mientras va armando su coalición de facto, Macri batalla en el terreno exterior para sacarse de encima otro freno importante en sus planes: los benditos “holdouts” que se negaron a aceptar la quita en las dos reestructuraciones de la deuda que hicieron los Kirchner. Hasta ahora sólo dos de seis grupos han aceptado el ofrecimiento de Macri de pagarles el 75% de lo adeudado, pero hay síntomas de que los otros podrían ceder si la Casa Rosada hace algunos ajustes a su propuesta. Si eso se lo quita de en medio, es posible que Macri retome el impulso reformista con bríos.
Al margen de la discusión entre cambio radical y gradualismo: qué alivio sentir otra vez que la Presidencia argentina es un lugar decente, no el chiquero inmundo en que lo habían convertido.
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