Brexit y apocalipsis
Alvaro Vargas Llosa
Director del Center for Global Prosperity, Independent Institute. Miembro del Consejo Internacional de Fundación Atlas para una Sociedad Libre.


Es difícil, a la hora de pensar en las consecuencias y lecciones del referéndum sobre el Brexit, no ser arrasado por la (apocalíptica) marabunta informativa.

Propongo seis aspectos que los maltratados lectores de estas líneas deben considerar a la hora de abordar la decisión de los votantes británicos de retirar a su país de la Unión Europea.

Del relato a la burocracia

En los cerca de 70 años de construcción europea, hay un momento en el que se empezó a deteriorar la ilusión y el relato europeísta se empezó a deshacer. Lo reemplazó, en el imaginario ciudadano, otra cosa: la maraña burocrática, la interferencia continua de personajes a quienes nadie eligió en las urnas, el laberinto redistributivo, una distancia emocional entre instituciones y personas.

La Unión Europea (que antes se llamó de otras formas) pasó, entonces, a ser fácil presa de sus enemigos, los populistas nacionalistas de siempre.

Una vez que la construcción europea dejó de ser un relato hermoso y se petrificó en una mole intimidatoria, cualquier traspié político, económico o social podía rápidamente ser atribuido a “Europa”. La transferencia de responsabilidades a Bruselas por cualquier crisis pasó a ser automática. De allí al odio a la libre circulación de personas -uno de los pilares de la unión- había sólo un salto pequeño. La incorporación de los países de Europa central y oriental coincidió con ese ambiente prejuicioso, malsano, cerrilmente nacionalista.  

Pero todo empezó, no lo olvidemos, con el tránsito del gran relato europeísta a la “cosificación” o “desidealización” de la Europa de Bruselas.

De Maastricht a hoy

La mareante sucesión de convenios que amojonan la trayectoria de Europa tiene un momento clave: Maastricht, 1992. Ese tratado fue el momento a partir del cual Europa pasó de ser un espacio de libre comercio a convertirse en un proyecto de unificación política. La integración política no tenía un relato, pero tampoco una legitimidad social como la que había tenido antes la idea de un mercado único.

Sería un error creer que el rechazo de los británicos a la Unión Europea expresa un sentimiento excéntrico al conjunto de los europeos. Los distintos tratados orientados a afirmar el aspecto político de la integración, incluyendo los de Amsterdam (1997), Niza (2001) o Roma (2004), fueron respondidos desde el nacionalismo con creciente virulencia y los acompañó un muy perceptible aumento del apoyo a grupos que parecían hasta entonces incapaces de amenazar el consenso seriamente. A tal punto, que el de 2004, que dio pie al proyecto de Constitución europea, fue derrotado en las urnas en Francia y Holanda, por ejemplo. El Tratado de Lisboa (2007) fue el esfuerzo angustioso por salvar la integración política, dejando de lado la idea de la Constitución pero reemplazándola por una nueva maraña burocrática.

A diferencia de quienes creen que los británicos euroescépticos que han votado por el Brexit representan una anomalía en el contexto europeo, yo creo que pocas veces han sido más europeos que aquel día. Porque el “zeitgeist” europeo hoy es ese: hay una vocación nacionalista que ha encontrado en esa construcción burocrática y carente de relato el enemigo perfecto.

La inmigración

Tal vez si los británicos hubieran tenido a la mano en el referéndum una opción por el mercado único sin libre circulación de personas, hubieran votado por ella (aunque el voto por salirse de la unión habría sido alto de cualquier forma). La inmigración ha sido siempre mal recibida por un sector de los pueblos receptores. Yerran garrafalmente quienes creen, por ejemplo, que Estados Unidos fue siempre un alborozado huésped de forasteros. No hubo nunca un período en que los inmigrantes no provocaran una reacción feroz de movimientos nativistas con arraigo e influencia.

Hay momentos de mayor tolerancia y otros en que se agudiza la desconfianza hacia el extranjero. El mundo post 2008 es especialmente hostil al inmigrante porque se mezclan cuatro factores agravantes: el terrorismo islámico, la secuela interminable de la crisis financiera, las tecnologías disruptivas y las dislocaciones temporales de la globalización. A pesar de que la baja tasa de desempleo en el Reino Unido prueba que los inmigrantes venidos de otros países europeos están siendo absorbidos por el mercado laboral, la llegada de muchos ciudadanos de la unión ha provocado un trauma.

El gobierno británico dijo que intentaría que no llegaran más de cien mil el último año y llegaron tres veces más. A estos desplazamientos de suma el tremendo desafío que supuso la llegada a Europa de solicitantes de refugio de Siria y otros holocaustos del Medio Oriente, que unos países quisieron acoger y otros no; provocó una división de la que salió hecha jirones la idea misma de una política común.

El populismo nacionalista

Sirva todo esto de telón de fondo al fenómeno más grave de Europa (pero no privativo de Europa): el ascenso del nacionalismo populista. No soy partidario de la hipérbole en asuntos políticos y mucho menos un determinista. Pero habría que ser ciego para no ver que el nacionalismo populista va a recibir un impulso significativo, y con él las fuerzas que hoy se mueven en el mundo hacia el proteccionismo y el aislacionismo.

Si uno mira hacia Europa central y oriental, y se fija en los países del llamado grupo Visegrád, concluirá que ya no puede hablarse de una amenaza, sino de una realidad: Hungría está bajo un gobierno, el del Fidesz, que ha violentado el estado de derecho y ha hecho de su nueva Constitución un instrumento orientado expresamente contra la inmigración; Polonia, bajo el partido Ley y Justicia, se ha movido en una dirección parecida luego de años de éxito liberal en ese país; Eslovaquia está hoy bajo una coalición montada por Smer con participación de los nacionalistas, mientras que un grupo que reivindica el colaboracionismo con los nazis ha logrado representación parlamentaria con una votación de casi 10%.

Si uno corre la mirada un poco más hacia el oeste europeo, los síntomas son malos. En Austria el Partido de la Libertad, la extrema derecha, estuvo a punto de llevar a Norbert Hofer a la Presidencia; en Francia, Marine Le Pen, la carismática líder del Frente Nacional, encabeza las encuestas de cara a los comicios presidenciales de mayo próximo. Y en Italia, aunque no ha triunfado un extremismo comparable, sí ha salido vencedor de los comicios locales en circunscripciones clave el Movimiento 5 Estrellas, de corte populista.

Estas corrientes atacan al “establishment” y, en distintos grados, a Europa. La salida del Reino Unido es una victoria que los va a llevar a redoblar sus esfuerzos y los ha legitimado ante amplios sectores del electorado nacional. No importa que no logren, aquellos que aun no lo logran, llegar al gobierno: su influencia se verá quizá en una desaceleración del proyecto europeo y la creciente adopción de medias proteccionistas y aislacionistas que acaso no digan su nombre (o sí).

Que estas tendencias cuenten al otro lado del Atlántico con un alma gemela -Donald Trump otra vez supera a Hillary Clinton en algunas encuestas- no es un dato reconfortante. Si Occidente se inclina en esa dirección, ¿es dable suponer que Japón, en manos de un gobierno más bien nacionalista, o China, donde comunismo y nacionalismo han pasado a ser sinónimos, lideren a la humanidad hacia los valores liberales?

Siempre nos quedará Suiza… o Noruega

Si la discusión fuese meramente económica, la salida del Reino Unido no tendría que suponer una catástrofe. Es concebible que el Reino Unido llegue a acuerdos con Europa parecidos a los que tienen Suiza o Noruega. Noruega es un país próspero que por ser miembro de la Asociación Europea de Libre Comercio pertenece al Area Económica Europea, lo que le da acceso al mercado común a cambio de permitir la libre circulación de personas.

El caso suizo se le parece: firmó en 1972 un tratado de libre comercio con Europa, y en 1999 y 2004, en convenios bilaterales, selló una integración de sus mercados con los de los países vecinos que incluía la libre inmigración de europeos. A raíz del referéndum de 2014 en que los suizos exigieron poner limitaciones al ingreso de europeos, se está negociando ahora una fórmula que incluya ciertos topes, pero no un cierrapuertas.

Bastaría que Londres negociara con Europa alguna fórmula semejante para que se conjurara el peligro económico, más allá de los efectos de corto plazo con la pérdida de valor de muchas monedas frente al dólar o las caídas bursátiles (últimamente revertidas) inmediatamente después del referéndum británico.

Si el acuerdo contemplara la posibilidad de que la City siga prestando servicios al euro (por ejemplo como cámara de compensación para transacciones en instrumentos denominados en esa moneda), también se salvaría el aspecto financiero de las relaciones.

Pero no es el asunto económico el único, ni acaso el principal. El de más envergadura es el político: el peligro de que este sea el gran catalizador de una nueva etapa proteccionista y populista en Occidente.

América Latina

Hay el riesgo de medir las consecuencias para América Latina a partir de los efectos que ha tenido el referéndum en las monedas y las Bolsas en el corto plazo. Sería un error. En el aspecto económico, pasa lo que apuntaba antes: si Londres y Europa llegan a acuerdos sensatos, su marcha económica no se verá afectada, por tanto América Latina no tendría mucho que temer.

El comercio de las mayores economías de la región con el Reino Unido es mínimo (entre 0,5% y 2% del comercio de México, Brasil y Chile, por ejemplo, tiene lugar con el Reino Unido). Así, el hecho de tener que negociar nuevos tratados comerciales con Londres no representa gran cosa (los tratados con la Unión Europea no se ven afectados). Es cierto que una Unión Europea que perdiera el ímpetu económico que le viene de Londres sería a su vez un problema para América Latina porque esta región comercia mucho con la unión, recibe muchos flujos de inversión de allí y son millones los turistas europeos que cruzan el charco. Pero insisto: si Londres y los europeos negocian acuerdos inteligentes -a ninguno de los dos les conviene una salida hos-til-, el resto del mundo no tiene por qué verse demasiado afectado.

Muy distinto sería el caso si el nacionalismo populista llegara a gobernar países clave de Europa o influir en la marcha de la unión decisivamente. El efecto en el mundo, no sólo América Latina, sería gravísimo. También lo sería el desmembramiento de algunos países por efecto de las fuerzas centrífugas que se han desatado: si las regiones del Reino Unido que quieren seguir siendo parte de la unión se independizan de Londres, es previsible que intenten lo mismo otras regiones europeas. Pero esto no es probable a corto o mediano plazo porque europeos y británicos tendrán en cuenta ese ominoso riesgo cuando negocien su separación.
 

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