La grandeza de una sociedad la determina la forma en que trata a los necesitados
Edgardo Zablotsky

Ph.D. en Economía en la Universidad de Chicago, 1992. Rector de UCEMA. En Noviembre 2015 fue electo Miembro de la Academia Nacional de Educación. Miembro del Consejo Académico de la Fundación Atlas para una Sociedad Libre. Consultor y conferencista en políticas públicas en el área educativa, centra su interés en dos campos de research: filantropía no asistencialista y los problemas asociados a la educación en nuestro país.



Días atrás el Papa Francisco pronunció un movilizador discurso en un palco montado en una canchita de fútbol de la favela de Varginha, al norte de Río de Janeiro, en el cual tras elogiar los esfuerzos de Brasil por integrar a todos, a través de la lucha contra el hambre, advirtió: “Ningún esfuerzo de pacificación será duradero ni habrá armonía para una sociedad que margina y abandona en la periferia una parte de sí misma”, y agregó: “La medida de la grandeza de una sociedad está determinada por la forma en que trata a quien está más necesitado”.
¿Qué mejor modo de tratar a los necesitados que respetar su dignidad, ayudándolos a reinsertarse en la sociedad productiva y de tal forma ganar su propio sustento? 
Al respecto, señalaba Juan Pablo II en su Encíclica Laborem Exercens: “El trabajo es un bien del hombre –es un bien de su humanidad–, porque mediante el trabajo el hombre no sólo transforma la naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre, es más, en un cierto sentido se hace más hombre”.
¿Cómo reinsertar a los necesitados en la sociedad? El mismo Juan Pablo II nos provee la respuesta. En un discurso pronunciado en Santiago de Chile, ante los delegados de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, expresó: “El trabajo estable y justamente remunerado posee, más que ningún otro subsidio, la posibilidad intrínseca de revertir aquel proceso circular que habéis llamado repetición de la pobreza y de la marginalidad. Esta posibilidad se realiza, sin embargo, sólo si el trabajador alcanza cierto grado mínimo de educación, cultura y capacitación laboral, y tiene la oportunidad de dársela también a sus hijos. Y es aquí, bien sabéis, donde estamos tocando el punto neurálgico de todo el problema: la educación, llave maestra del futuro, camino de integración de los marginados, alma del dinamismo social, derecho y deber esencial de la persona humana. ¡Que los Estados, los grupos intermedios, los individuos, las instituciones, las múltiples formas de la iniciativa privada, concentren sus mejores esfuerzos en la promoción educacional de la región entera!”. El mensaje es contundente, educación es la respuesta.
En el año 2001 la Argentina colapsaba, los planes sociales comenzaban a ser palabras de todos los días. El Estado debía asistir a una gran parte de la población, pero dicha asistencia carece de sentido, más allá de sobrellevar la emergencia, si no se capacita a los beneficiarios a valerse por sí mismos; de lo contrario se los estaría condenando a sufrir los costos de perpetuarse fuera de la sociedad productiva. 
Benedicto XVI, en su Encíclica Caritas in Veritate, identifica dichos costos con claridad: “El estar sin trabajo durante mucho tiempo, o la dependencia prolongada de la asistencia pública o privada, mina la libertad y la creatividad de la persona y sus relaciones familiares y sociales, con graves daños en el plano psicológico y espiritual”.
Muchos beneficiarios de los planes sociales no han terminado su educación primaria y la mayoría no han cumplimentado su educación secundaria. ¿Por qué no exigirle a todo beneficiario de un plan social que concurra a una escuela de adultos como requisito para cobrar la asignación? Imaginemos si se hubiese implementado algo así hace 10 años. ¿Cuántos menos ciudadanos dependerían hoy de un plan social? ¿Por qué no evaluar implementarlo? Al fin y al cabo, qué otro propósito tiene una política social más que la eliminación de la necesidad de tal política.
 

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