Después de Dilma
Alvaro Vargas Llosa
Director del Center for Global Prosperity, Independent Institute. Miembro del Consejo Internacional de Fundación Atlas para una Sociedad Libre.


Comparto con los lectores algunas reflexiones sobre la destitución de Dilma Rousseff acaecida el miércoles de esta semana.

¿Fue un golpe de Estado?

Independientemente de las simpatías o antipatías personales hacia la destituida Presidenta, no se sostiene la tesis que Dilma y sus partidarios han hecho llamear ante los ojos de medio mundo. El procedimiento que se ha seguido es el constitucional, ni más ni menos que el que, con la instigación del propio PT y del entonces aspirante a presidente Lula de Silva, se llevó a cabo hace un cuarto de siglo contra Collor de Mello.

Que haya sido un procedimiento constitucional, santificado por el máximo tribunal de justicia (cuyo titular, además, como señala el ordenamiento jurídico, presidió la votación definitiva del impeachment en el Senado esta semana), no significa que no haya un lado oscuro en lo ocurrido. Hubo dos comportamientos políticos éticamente debatibles: la traición del Partido del Movimiento Democrático, que tras ser un puntal de la gestión del PT hizo posible la caída de Dilma, y el hecho de que se haya apelado a una acusación relacionada con el manejo fiscal para acabar con la Presidencia de Dilma por no habérsele podido encontrar una responsabilidad personal en la corrupción organizada por el PT y otros partidos.

Pero Dilma y el “lulapetismo” llevaron al país a una situación límite en la que sus aliados y sus adversarios se vieron impelidos a actuar de forma extrema. Lo razonable, una vez que se supo que el oficialismo había sido el centro neurálgico de una vasta corrupción en un contexto de descalabro económico, hubiera sido buscar una salida. Esa salida pasaba por la renuncia de la presidenta o unas elecciones anticipadas. La presidenta se negó a contemplar estas opciones y prefirió huir hacia adelante, instigada por Lula da Silva. El resultado fue un país que ardía de indignación y exigía soluciones drásticas.

¿Quién gobierna y con qué legitimidad?

La fragmentación política -una treintena de partidos- impide responder con contundencia a esta pregunta. Michel Temer es el presidente legítimo y es él, a la cabeza de un gabinete donde hay miembros de su organización y de otras, incluido el Partido de la Social Democracia Brasileña, así como tecnócratas de prestigio, quien ahora manda. Pero su popularidad es baja, los cuestionamientos contra él, dado que muchos miembros del PMDB formaron parte de la trama de corrupción cuando eran aliados del PT, son severos y flota en el aire la sensación de que el ocupante de Planalto está allí en parte porque traicionó a Dilma. Sin embargo, no hay nada concreto contra él por ahora, sólo acusaciones genéricas sobre un posible financiamiento ilegal del PMDB. No había manera de formar otro gobierno que no pasara por Temer y su organización.

La única alternativa a lo sucedido era la convocatoria de elecciones anticipadas (programadas en principio para 2018). Pero eso requería que el tribunal electoral invalidara las anteriores. No es imposible que suceda -con el argumento de que Dilma violó la ley usando recursos públicos indebidamente para su campaña y manipulando las cuentas fiscales-, pero mientras esta sea sólo una hipótesis, Temer es el presidente legítimo hasta finales de 2018.

Ahora toca al presidente construir una legitimidad social que acompañe a la constitucional. Y esa será, junto con la reconstrucción económica, su misión. Para ello, ha hecho una promesa que deberá cumplir: la renuncia a postularse a la Presidencia en 2018. Fue, hay que recordarlo, una renuncia similar la de Itamar Franco, que reemplazó a Collor de Mello en los 90, lo que permitió a ese presidente llegado al poder en circunstancias parecidas a las del actual gobernante labrarse el respeto ciudadano.

¿Es reversible el desastre económico en el corto plazo?

El lugar de Temer en la historia y el corazón de los brasileños dependerá de si es capaz de dar un viraje drástico a la trayectoria de la economía (además de la ética pública). Brasil acaba de cumplir seis trimestres consecutivos de crecimiento negativo (esta vez con -6%). El desempleo se ha disparado y la inflación, que ronda el 8%, provoca que las tasas de interés estén entre las más altas del mundo.

Temer intentará que el Congreso apruebe una ley que impida que el gasto público crezca más que la inflación. También tratará de desembarazar al Estado de las muchas responsabilidades que históricamente le entregaron. La privatización o concesión a intereses privados de carreteras, puertos, las telecomunicaciones y la explotación de los yacimientos petrolíferos conocidos como “pre-sal” están en los planes del presidente y su ministro de Hacienda, el prestigioso Henrique Meirelles.

Si este gobierno frena el gasto, reanima la inversión privada y logra disminuir la inflación con la consiguiente reducción de las tasas de interés, habrá sentado las bases para que a partir de 2018 un gobierno nacido en las urnas transforme el modelo. Pero esto supone dos cosas. Primero, que el Congreso, donde el PMDB no tiene nada que se parezca a una mayoría, coopere. Segundo: que la economía reaccione.

Hasta ahora Temer no ha tenido mucha oposición, en parte porque las bancadas de los distintos partidos tenían como prioridad destituir a Dilma y en parte porque, dada su interinidad, el propio gobierno evitó tomar medidas drásticas. Ahora, veremos si adopta las medidas impopulares y si el Congreso está dispuesto a aceptar ese trago amargo. No será antes de octubre, pues habrá elecciones municipales ese mes. También está por verse si el Congreso le cree a Temer cuando dice que no se presentará a la Presidencia (y él cumple) o prefiere socavarlo y obsesionarse con el 2018.

¿Hacia un cambio de modelo?

Brasil no necesita sólo una razonable gestión de aquí a 2018 bajo la cual la economía crezca, como está previsto, entre 1,2% y 1,6% en 2017. Reclama un cambio de modelo. Cuando en los años 90 buena parte de América Latina transitó -con diferencias de énfasis según el país- de un modelo altamente estatista a otro (semi)liberal, Brasil tomó una vía distinta. Hizo, bajo Fernando Henrique Cardoso, reformas importantes, pero no llegó tan lejos como otros países porque el país no lo quiso y los socialdemócratas prefirieron no forzar las cosas. Desde 1990 hasta hoy el tamaño del Estado se ha duplicado como proporción del PIB y áreas como las pensiones siguen en manos estatales integralmente. La banca estatal ha seguido jugando un papel determinante para la inversión privada (especialmente BNDES), con el consiguiente contubernio de intereses políticos y económicos. El dirigismo que se ha practicado en Brasil hizo que el gobierno decidiera, por ejemplo, quién gestionaba gigantes como la minera Vale. También han tenido un papel desproporcionadamente gravitante empresas públicas como Petrobras, lo cual explica en buena parte la espesa trama de corrupción de la que el gigante petrolero ha sido protagonista.

Cambiar todo eso supera largamente las posibilidades de Temer. Requiere mucha pedagogía, muchos votos, un mandato muy claro y algunos años. ¿Hay perspectivas de cambio? No es difícil, cuando uno visita Brasil y toma contacto con sectores políticos, empresariales y académicos, oír decir que urge desapolillar y modernizar el modelo brasileño. Pero todavía no está del todo claro que haya un partido capaz de obtener un mandato para ello y de hacerlo. El que más se acerca es el Partido de la Social Democracia Brasileña, pero el desprestigio de la política también ha afectado a esta organización y no se puede descartar que lo dañen significativamente los casos de corrupción. Aun si esto no se da, es probable que el PSDB necesite aliados de peso para modificar el sistema en caso de ganar las elecciones de 2018.

Uno de esos aliados podría ser el PMDB, que ha jugado el papel de fiel de la balanza durante muchos años y podría volver a hacerlo. Más difícil es imaginar a Marina Silva, la líder ambientalista que aspira a la Presidencia, respaldando unas reformas de orientación liberal del PSDB.

El impacto latinoamericano

El peso de Brasil en Sudamérica -y en el ámbito latinoamericano en general- es enorme. Lo es aun si Brasil no parece querer conducirse como el gigante que es. Su cambio de orientación está teniendo ya efectos importantes. Se nota, por ejemplo, en el trauma que están viviendo algunos gobiernos del Alba (Evo Morales ha amenazado con retirar a su embajador en Brasilia). Y Brasil ha sido determinante en la decisión de los socios de Venezuela en el Mercosur de no reconocerle a Caracas la presidencia rotativa de este organismo, que le correspondía ahora pero estaba reñida con la cláusula democrática del documento estatutario. También se ha hecho sentir José Serra -canciller brasileño- en temas como la empantanada negociación comercial del Mercosur con la Unión Europea, que Brasilia quiere reimpulsar, y en instituciones como la OEA, donde Itamaratí solía actuar como comparsa del Alba y ahora ha tomado una distancia de los gobiernos menos democráticos. Incluso en el asunto, siempre delicado para Brasil, de las relaciones con Estados Unidos, se nota el cambio de tono y de actitud.

Lo que todavía no se puede esperar de Brasil es el liderazgo que su tamaño e importancia le exigen en el ámbito sudamericano. Tiene primero que poner la casa en orden. Sólo cuando esa tarea esté seriamente en marcha -y Brasil ofrezca resultados palpables- podrá este país ocupar el sitio que le corresponde. Para entonces, Itamaratí, su magnífico servicio exterior, deberá asumir una personalidad más ambiciosa y afirmativa de la que asumió históricamente (salvo en tiempos de Lula pero con una orientación equivocada).

¿Qué enseñanza nos deja Brasil?

Lo sucedido con Brasil en la última década -su tránsito del estrellato al encogimiento- nos enseña que no se puede ni debe pretender un lugar entre los mejores antes de dar el salto al desarrollo. Brasil quiso, bajo Lula, ser una potencia política internacional antes de ser una potencia socioeconómica; el resultado fue un espejismo. Un espejismo que duró mientras el modelo populista, combinado con los ingresos generados por la parte alta del ciclo de los commodities, mantuvo un auge artificial. Cuando la terca realidad expuso los graves vicios del modelo, Brasil se desinfló y tuvo que ocupar un lugar de segunda fila. Pero todos sabemos que Brasil es, en potencia, el país líder que Lula pensaba que ya era. Sólo que entre hoy y ese día media un montón de esfuerzo, sacrificio y paciencia. Si Temer inicia la tarea y su continuador(a) la prolonga, no pasará mucho tiempo antes de que Brasil ocupe su sitio entre los mejores.
 

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