El origen del mal

Carlos Mira
Periodista. Abogado. Galardonado con el Premio a la Libertad, otorgado por Fundación Atlas para una Sociedad Libre.
Cada vez se confirma más el verdadero daño que le han
hecho los Kirchner a la Argentina. Más allá del robo, de la adulteración, de la
estafa, del cinismo y del engaño, lo que los Kirchner han hecho con la
Argentina es prostituirla, pudrirla en el tuétano de sus valores, someterla al
blandir de billetes y convencerla de que todo tiene un precio, de que todo se
puede doblegar a fuerza de billetazos.
Resulta particularmente paradójico que una familia que
planteó un discurso revolucionario de cuarta en contra del mundo capitalista,
de la lógica de los mercados y de la libertad comercial, haya llevado, por otro
lado, a un país entero a un mercantilismo express en el que se exige el confort
material a cambio de opciones extorsivas y en el que la pretensión de ganar más
y estar mejor no se ve respaldada, al mismo tiempo, por una ética de los
valores y por una noción acabada de lo que está bien y lo que está mal.
Los Kirchner pudrieron esas escalas, devaluaron el
valor de la verdad y de la bondad; degradaron la dignidad de las personas,
convenciéndolas de que eran parte de un engranaje materialista al que se podía
conformar pagándole un precio, aun cuando a su alrededor hubiera un vacío de
creencias y de moral.
Esta putrefacción supera en mucho el daño contable que
con la forma del robo, la defraudación y la estafa le han propinado a las arcas
públicas. Esas debacles se podrán recomponer con mayor o menor prontitud si se
comienzan a aplicar sanos principios económicos. Pero lo otro, salir de la
prostitución de las ideas y creencias que anidan en el espíritu de las
personas, costará mucho más.
Puede ser, incluso, que esa podredumbre sea un
obstáculo para la puesta en marcha de políticas económicas sanas, porque muchas
de ellas requieren de una convicción que proviene de una forma de ver el mundo
que, justamente, la plaga kirchnerista envileció.
El predominio de la fuerza patoteril sobre el
razonamiento y el sentido común ha sido uno de los infladores que más ha
funcionado durante el kirchnerato. Esa inflamación violenta de las conciencias
que pretende resolverlo todo a los palazos, a los tiros y de guapo, contrasta
contra los modales democráticos que los Kirchner han degradado.
Esa prostitución explica la debacle económica, la
violencia callejera, la inseguridad, la proliferación del narcotráfico y hasta
esa cultura pública de la fealdad que estalla en grafitis de mal gusto, en la
roña de la vía pública y en el orgullo por andar mal vestido.
La monumental tarea que la Argentina –porque este no
debe ser el trabajo de un gobierno sino de todo el país- tiene por delante es
ésta. Por supuesto que al mismo tiempo debe enderezar sus números y volver a
cauces normales la obscenidad kirchnerista. Pero ese orden será muy difícil de
alcanzar si, al mismo tiempo, no se encara esa otra batalla que enfrente la
prostitución de la mente.
Hoy millones de personas dan por descontada una manera
de ver el mundo. Esa manera tiene que ver con un conjunto de convicciones que
han sido incrustadas en sus cerebros por el taladro kirchnerista.
Por ese nuevo “sentido común colectivo” la mayoría de
la gente cree que las cosas son gratis; que, por el solo hecho de nacer están
investidas del derecho a reclamar una serie materialidades sin siquiera
preguntarse cómo es el proceso de producirlas y cuánto cuestan; que su
existencia es completamente independiente de ese proceso; que, en todo caso,
esas “incomodidades” son responsabilidad de otro; que uno no es responsable
básicamente de nada y que la culpa de lo que ocurre siempre está afuera de uno
y –en muchos casos- afuera inclusive de la Argentina; y que la noción de la
justicia no se relaciona con la propia conducta, con el mérito o con el esfuerzo
sino con la aritmética, creyendo que, siendo humanos, todos debemos tener lo
mismo.
Este decálogo de principios ha caído sobre la mente de
los argentinos en un interminable goteo de doce años. Esas gotas horadaron el
cráneo de un generación completa que hoy se rige por la pretensión de la
inmediatez, sin siquiera plantearse el origen de las cosas, los principios de
justicia o la incidencia de las conductas personales en el destino individual
de la vida.
No hay hoy sector de la Argentina que no esté en estado
de putrefacción por la penetración de esta bacteria fatal. El fútbol, el
espectáculo, las universidades, la cultura, los procedimientos administrativos
del Estado, la educación, los maestros, el cine, la televisión, las relaciones
personales, el trabajo, la política… Todo ha sido podrido, todo lleva el veneno
cultural del facilismo, la gratuidad, el grito, el atropello; todo pretende
solucionarse por la vía de aplicar la ley del más fuerte.
Los Kirchner han sido un resumen maléfico de cinismo
-dispuestos a usar la bandera de los derechos humanos como fuero personal que
los pusiera a salvo de ser perseguidos por ladrones-; de hipocresía
-hablando contra “la cultura del dinero” mientras se llenaban los bolsillos de
oro con los recursos del pueblo-; y de división –poniendo a unos argentinos
contra otros para sacar tajada política de la discordia-.
Son las consecuencias de este verdadero tifón de
maldad que azotó al país durante más de diez años lo que estamos viendo hoy.
¿Será capaz la Argentina de reconstruirse a sí misma viniendo de esta
devastación moral? ¿Podrá el gobierno del presidente Macri liderar un cambio
copernicano que saque al país de los narcóticos kirchenristas y lo deposite en
la realidad?
¿Tendrán los argentinos la decencia interior suficiente como para
aceptar el daño que doce años de drogas le han hecho a su mente, asumir que eso
es lo que está mal e iniciar un procedimiento de depuración? Todo está por
verse. Pero si creemos que nuestro daño es solo material habremos iniciado el
camino por el sendero equivocado. Mientras el virus de la putrefacción moral
kirchnerista no sea extirpado del alma nacional, el horizonte no será
promisorio.
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