Más osadía para lograr la prosperidad

Alberto Medina Mendez
Periodista. Titular de "Existe otro camino"
Todos ambicionan, de una u otra forma, cierto progreso individual, pero
también pretenden vivir en una sociedad que sea capaz de evolucionar como tal y
alcanzar ese estándar que otras naciones ya disfrutan.
La comparación es casi inevitable. Abundan ejemplos de cómo otras
comunidades transitaron la huella adecuada obteniendo logros relevantes de los
que pueden sentirse orgullosos y exhibirlos como mérito propio.
En estas latitudes, quienes se llenan la boca explicando minuciosamente
cómo esos países han resuelto sus desafíos, o como han minimizado sus
inconvenientes a niveles razonables, no tienen el coraje suficiente para hacer
lo que hay que hacer y encarar el rumbo preciso.
Les encantan los resultados obtenidos por los demás, pero no están
dispuestos a pagar los costos que ese cometido implica. No perciben la relación
causa efecto o son unos descarados que prefieren no hacerlo.
Para conseguir éxitos hay que esforzarse. En ese derrotero se hacen
enormes sacrificios, se aceptan concesiones, inclusive se admiten eventuales
tropiezos. El premio está al final del camino y no en su trayecto.
En la política, es altamente probable que los que inician el sendero no
puedan finalmente disfrutar de esas victorias y sean entonces otros actores los
que oportunamente aprovechen su verdadero impacto positivo.
Los mayores triunfos llevan tiempo, los que realmente valen la pena
involucran largos procesos, a veces imperceptibles, que dan pasos uno a uno,
esos que un día se convierten en la meta tan anhelada.
La sociedad sabe que existen cuestiones que ya no dan para más, que se
necesitan reformas profundas, en serio y con mayúsculas. También es consciente
de que cada una de esas determinaciones, implica asumir ciertos costos
económicos, sociales y también políticos en el corto plazo.
Las opciones son muy simples, pero las mismas conllevan decisiones
siempre incómodas. Se puede alargar la agonía, dejar todo como está y solo
soportar estoicamente las consecuencias de no hacer absolutamente nada. Pero
también se puede elegir el camino de enfrentar los problemas y prepararse para
pagar los platos rotos por no haberlo hecho a tiempo.
Son los ciudadanos los que deben tomar esa difícil determinación e
impulsar a los dirigentes para que hagan lo imprescindible, siempre asumiendo
que también les queda la otra alternativa, la de no hacer lo correcto.
Lo que no parece razonable es quejarse del presente y no estar dispuesto
a hacer lo apropiado. Esa hipócrita contradicción tiene nombre y apellido. Es
que cada uno de los votantes, con su lógica algo cínica, avala el presente en
su totalidad. Está en sus manos cambiarlo todo pero es evidente que les resulta
más fácil hacer de cuenta que nada ocurre y dejar todo como está.
Del otro lado del mostrador están los políticos, esos que se postulan a
ciertos cargos para transformar la realidad, según recitan hasta el cansancio.
El problema empieza cuando llegan a sus lugares soñados y explícitamente optan
por no tocar casi nada y seguir en la inercia suicida.
Los dirigentes, pero también sus electores, saben que si no se opera con
convicción sobre cada uno de los asuntos, estos solo se agravarán y se
multiplicarán sus nocivas secuelas. Apuestan a que sus sucesores pagarán la
fiesta, por eso se hacen los distraídos y se preparan entonces para disfrutar
esta etapa sin pensar demasiado en lo que viene.
Pero es allí donde los líderes tienen que cumplir su rol de conductores y
orientadores, para seducir a los ciudadanos, convocándolos a una épica que los
lleve a apoyar esos cambios tan obvios que emergen sin disimulo.
Los políticos tienen una inexcusable responsabilidad, pero ellos
prefieren la comodidad del poder y por eso no asumen riesgos adicionales. Hacer
transformaciones siempre significa enfrentar peligros. Es saludable recordar
que nada bueno se consigue sin superar escollos y que no existen las alfombras
rojas para obtener metas realmente trascendentes.
A estas alturas ya es inocultable que la sociedad quiere continuar con la
corrupción vigente, con un sistema educativo ineficaz, con millones de
empleados estatales que no trabajan y ganan un salario solo a cambio de casi
nada, por solo citar algunos de los ejemplos más habituales.
Mucha gente convive con esa dualidad del discurso ambiguo. Sostienen que
éste presente es inaceptable, pero cuando surgen posibles soluciones para
superar esos flagelos, esos mismos ciudadanos retroceden sobre sus pasos.
Nadie quiere empleados estatales holgazanes, de esos que pululan en las
oficinas públicas, pero se rechaza cualquier propuesta que plantee que los que
sobran se busquen un trabajo digno, en el que se ganen su sustento ofreciéndole
a la sociedad algo que realmente sea valioso para muchos.
El resultado final está a la vista. Todo sigue igual. La gente se queja,
pero no se anima a hacer lo necesario. Es un círculo vicioso, pero no es
neutro. La ilusión de que todo quedará en el mismo lugar es absolutamente falaz.
Esa decisión tiene consecuencias, a veces inapreciables, de esas que luego
aparecen con total brutalidad y se cobran con creces esa actitud displicente.
La sociedad debe recapacitar y pronto. Los dirigentes políticos actuales
no disponen del espíritu para liderar los procesos de cambio imprescindibles.
En todo caso son solo obedientes personajes de una casta que está programada
solo para hacer lo que la gente les ordene explícitamente.
Se necesitan, de una vez por todas, líderes dispuestos a enfrentar los
problemas y no a esquivarlos eternamente. Las grandes metas requieren de
valentía. En definitiva, se necesita más osadía para lograr la prosperidad.
Últimos 5 Artículos del Autor

Este fenómeno sucede en casi todos los ámbitos de la vida cotid...
.: AtlasTV
.: Suscribite!
