El desafío de reconstruir la República
La Nación


En la etapa poskirchnerista se plantearán dos grandes desafíos. El primero, la reconstrucción de la República sobre las bases establecidas en la Constitución Nacional. El segundo, más difícil aún, lograr consensos para hacerlo. No puede ignorarse que la llamada "década ganada" generó millones de adherentes y que incluso parte de sus políticas tienen el apoyo de los opositores. Para reconstruir la República no bastará, por tanto, invocar valores tradicionales que parecen convocar poco a la ciudadanía, si el público los ignora o les siente olor a rancio. Lo importante será generar consensos colectivos a partir de una nueva explicación de los principios constitucionales para que los argentinos comprendamos, definitivamente, que no es posible "reinventar la rueda" y mucho menos enrolarnos en batallas que ya fueron libradas, del lado de los perdedores.

Esos derechos y garantías impulsaron a millones de inmigrantes a cruzar el océano para encontrar aquí la tierra de oportunidad, labrar los suelos y fundar industrias. No venían buscando empleos públicos ni planes sociales. Derechos y garantías semejantes continúan vigentes en países como Canadá y Australia, donde nadie cree en las ventajas del "vamos por todo" como fórmula de progreso social. Y allí no hay pobreza.

La crisis de 2001 fue aprovechada por camporistas sexagenarios para reintroducir el modelo de "socialismo nacional" interrumpido en 1974 tras el regreso de Juan Domingo Perón. Por aquel entonces, los ideólogos de la liberación enseñaban que las instituciones de la República eran simples máscaras para ocultar la explotación subyacente en la sociedad burguesa. A la democracia "formal", con sus sistemas electorales, periodicidad de mandatos y división de poderes, se contraponía la democracia "real", donde la mayoría popular gobernaría sin las restricciones impuestas por oligarquías de otrora mediante la ley fundamental. A la soberanía "de las palabras", disimuladora de la dominación del "imperio yanqui", contraponían la soberanía "en los hechos" mediante la unión de los países explotados para liberarse de ese supuesto yugo. Y a la justicia de los códigos y los tribunales, donde los pobres nunca podrían lograr el acceso a la tierra o el control de las empresas, contraponían la justicia revolucionaria, donde el principio de igualdad debía prevalecer sobre el derecho de propiedad, para dar a cada uno lo suyo.

Por entonces, todavía no había muerto Mao (1976) ni caído el Muro de Berlín (1989); Cuba aún mostraba éxitos de inclusión social, financiada por la Unión Soviética, y la muerte del Che Guevara en la selva boliviana (1967) era un dato reciente y conmovedor. Ha pasado casi un cuarto de siglo desde la disolución de la URSS y la reunificación alemana (1990) seguida del Tratado de Maastricht (1992). Los países del bloque soviético, que eran modelo del socialismo nacional, uno a uno pidieron su ingreso a la Comunidad Europea, a partir de 2003. Y el mundo buscó nuevos equilibrios luego de la segunda fase de reformas en China (1990) cuando se demostró la potencia de las instituciones capitalistas para eliminar la pobreza y convertir a esta cruel dictadura asiática en la gran potencia mundial.

Aquella ilusión setentista quedó desmentida por la prueba contundente de los hechos mundiales. Fue un sueño equivocado y una pesadilla para el país. Pero la crisis de 2001, sumada al "viento de cola", permitieron al kirchnerismo desempolvar las antiguas recetas, no ya con el candoroso objetivo de equidad social, sino como forma de acumulación de poder para otros fines, menos altruistas. El gran chino de China es ahora un oscuro "chino" cordobés como Carlos Zannini. La seductora sonrisa del Che ha dado lugar a la vulgar risotada de Amado Boudou; la mirada inflamada de Sandino, a la elusiva mirada de Julio De Vido; la poesía de Alfredo Zitarrosa ha sido reemplazada por la grosería de Luis D'Elía; la cristalina pureza de Violeta Parra fue sustituida por la bolsa negra de Felisa Miceli y el romántico desinterés y la humildad de Camilo Cienfuegos, por los más prácticos intereses de Ricardo Jaime, Lázaro Báez o Cristóbal López.

La resucitación del camporismo original serviría, según la teoría, para luchar por la distribución de la renta -en palabras de Axel Kicillof- contra los grupos concentrados que utilizan los medios y la corporación judicial para conservar sus privilegios. En la práctica, la política de inclusión más evidente ha sido la migración de una parte sustancial de la población bajo el paraguas del Estado. Desde los planes sociales, al empleo público, los confortables directorios de las empresas estatales, los honorarios de asesores, las contrataciones directas, las estatizaciones y confiscaciones de empresas, los créditos del Bicentenario, las industrias "sustitutivas" de importaciones, todo ello configura un universo clientelista, aplaudidor y no competitivo que ha distorsionado completamente los patrones de empleo, introducido el "acomodo" como forma de vida y el silencio como garantía de supervivencia. Hoy por hoy, una parte de la otra mitad de los argentinos quiere sacar número para entrar en alguna repartición, como los demás.

Esos ataques a los pilares de la República pueden explicarse en función del desprecio por la democracia liberal, la justicia de los jueces y la soberanía del himno, el escudo y la bandera. La "politización" de la vida colectiva, a través de la "militancia", ha intentado una nueva educación para "darse cuenta" de que aquellos valores ocultarían relaciones de dominación. Esta politización, utilizada para la espuria acumulación de poder, ha enfrentado a los argentinos, dividido a las familias, malherido las escuelas, distorsionado nuestra historia y equivocado la inserción de la Argentina en el mundo. Se manifiesta en la violencia callejera, los grupos de choque subsidiados por el Estado o la prepotencia de Guillermo Moreno. La visión de la policía y la Justicia como instrumentos de aquella dominación ha hecho proliferar la delincuencia y tras ella, el narcotráfico. Ahora los buenos son los presos que integran el Vatayón Militante y los padres que agreden a los maestros por una mala nota de sus hijos.

Con su capital social dañado, le costará mucho a la Argentina reconstruir los lazos de confianza mutua, de cumplimiento espontáneo de las normas, solidaridad verdadera y respeto por lo público.

La discusión del rol del Estado presupone la recuperación del capital social, sin el cual está inerme ante la puja de intereses. Con la consigna de "vamos por todo", el Estado ha sido privatizado a favor de un círculo áulico y no del bien común. La cantidad de ejemplos puede resultar estremecedora. Órganos que deberían ser de control, como la Sindicatura General de la Nación, la Oficina Anticorrupción, la Inspección General de Justicia, la Unidad de Información Financiera, la Fiscalía Nacional de Investigaciones Administrativas y la Secretaría de Prevención de la Drogadicción y la Lucha contra el Narcotráfico son utilizados para encubrir la corrupción o bien, como en el caso de los dos últimos, se mantienen indebidamente acéfalos. La Administración Federal de Ingresos Públicos es un organismo para perseguir opositores y amedrentar empresarios, sindicalistas, periodistas y jueces. El Indec falsea la información estadística. Los fondos jubilatorios se utilizan para hacer política a través de la Anses, disfrazando el deseo de poder con el ropaje de la ética solidaria. Y el fracaso de la educación pública, a pesar del incremento presupuestario, surge como muestra evidente del desinterés por la formación de los excluidos.

La pregonada "pluralidad de voces" en los medios se contrasta con la voz unívoca de los canales de televisión abierta (salvo uno), el uso de la televisión pública como órgano político partidario, la adopción de la cadena oficial conforme al humor de la Presidenta o la utilización discrecional y arbitraria de la pauta publicitaria oficial para premiar a los medios afines al Gobierno y castigar a los críticos.

La plausible discusión sobre la reforma judicial no debe ocultar la gestión de "operadores" ante jueces federales "de la servilleta", la manipulación de concursos, el abuso de las subrogancias y el alineamiento de los fiscales conforme al interés político del Poder Ejecutivo.

En ese contexto de crisis de valores, absoluta discrecionalidad y completo desvío de poder, casi resulta ocioso y repetitivo enumerar los verdaderos desastres que la "década ganada" ha infligido a la economía argentina como consecuencia de la avidez, impericia y burda improvisación cortoplacista. Se necesitarán grandes consensos políticos para salir del cepo cambiario; regenerar la cultura del esfuerzo y el trabajo; detener la inflación; recomponer las economías regionales, el crédito internacional, las tarifas públicas y recuperar la inversión. Todo ello, sin descuidar a los sectores marginados para que no sean nuevamente el "pato de la boda" de la fiesta kirchnerista cuando sus prósperos adherentes se retiren del gobierno para vivir sin mayores sobresaltos.
 

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