Empresaurios devaluadores, corporación política y pobreza
Javier Milei
Es economista y coordinador de la Mesa de Economía de la Fundación Acordar.


Recientemente, un amplio grupo de empresaurios y de ‘economistas’ han estado señalando que nos encontramos frente a un grave problema de atraso cambiario lo cual deriva en una pérdida de competitividad. Naturalmente, al igual que otros tantos debates locales, el argumento es falso, aún cuando uno trabaje con el tipo de cambio real como medida de competitividad (lo cual es incorrecto).
Dado el cambio estructural asociado con la salida de la Convertibilidad, si tomamos como punto de partida Diciembre de 2001, el tipo de cambio real de Argentina contra el dólar ha subido un 9%. A su vez, si uno se compara con nuestros vecinos, la mejora relativa contra Brasil es del 77%, respecto a Perú, Chile y Colombia en promedio se ubica en torno al 33%, mientras que contra Uruguay la depreciación del tipo de cambio real alcanza el 45%. Por lo tanto, los datos frente a un cambio estructural claro como el de diciembre de 2001 no muestran problemas. Es más, si uno considera que luego de la crisis de la Convertibilidad la deuda pública tuvo una quita del 65%, con lo cual el país pasó a ser un acreedor neto del mundo (podríamos vivir con déficit comercial permanente), debería quedar más que claro que el tipo de cambio real que regía a finales de la Convertibilidad hoy sería alto.
Más allá que el tipo de cambio real medido en un momento objetivo no arroja muestras de falta de competitividad, el mismo implica ignorar olímpicamente el concepto de lo que es un precio. Concretamente, un precio es el resultado del intercambio voluntario realizado por dos individuos y que ello brinda un registro histórico que se transforma en un elemento informativo que se emite al resto del sistema económico. Dado dicho registro, el resto de los individuos se coordinan respecto a esta información (precio) y en caso que existiera un desequilibrio de cantidades entre los que quieren comprar y los que quieren vender, el precio se irá modificando con el transcurso del tiempo. Por lo tanto, un precio refleja las condiciones de oferta y de demanda que regían en un momento dado en el tiempo, por lo que para intentar su extrapolación, ello implicaría cumplir al menos tres condiciones:
(1) El precio de referencia sea efectivamente un precio de equilibrio;
(2) Aún suponiendo que esta situación fuera cierta (implicaría caer en lo que Hayek tituló ‘La fatal arrogancia’ de creer que ello es posible), para que dicho precio se pudiera repetir deberían igualarse las mismas condiciones de oferta y demanda tanto en la economía local como internacional;
(3) Por último, si todo esto se validara en los hechos, además habría que conseguir un conjunto de índices de precios locales e internacionales que contemplen los efectos directos e indirectos de modificaciones en el tipo de cambio del país.
Así, dado que ni David Copperfield podría sortear los problemas analíticos señalados, junto a Diego Pablo Giacomini y Nicolás Federico Kerst hemos desarrollado ‘El Termómetro de Riqueza’ ®, el cual parte de la premisa que competitividad es la posibilidad de conseguir un retorno que sea mayor o igual que el costo de oportunidad por entrar a un negocio. De este modo, cuando uno analiza la cuestión en términos agregados, la competitividad depende de dos familias de factores. Por un lado están los ligados al sector externo, tales como los términos de intercambio y las condiciones financieras en el mundo, elementos que para el país son claramente exógenos. Por otra parte están los vinculados con la economía local tales como: (1) productividad del trabajo en comparación con el salario real y en dólares, (2) presión impositiva respecto a la calidad de los bienes públicos y (3) costo de oportunidad del capital, el cual surge de sumar la tasa de interés de los EE.UU., el riesgo argentino y la devaluación esperada (diferencial de inflación local vs. la de EE.UU.).
Naturalmente, cuando uno pone la competitividad en esta perspectiva, implica que el tipo de cambio no es más que la válvula de escape que busca licuar los salarios en dólares (empujando a gran parte de la población a la pobreza) para compensar los restantes desequilibrios. Así, con la presión tributaria en blanco más alta del mundo, bienes públicos de calidad paupérrima y un riesgo país propio de un defaulteador serial, debería resultar claro que la política fiscal es la causante fundamental de nuestra creciente pobreza. En definitiva, el nivel de vida extravagante de una corporación política parasitaria e inútil asociada con los empresaurios ventajeros requiere de un ‘tipo de cambio alto’ que nos mete en un sendero cuyo destino es niveles de pobreza similares a los de las regiones más postergadas de África.
 

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