El cristinismo es mejor cuando miente
Jorge Asís
Periodista de personalidad provocativa y observador político, ha cultivado varios géneros literarios como escritor. Su novela Flores robadas en los jardines de Quilmes, publicada en 1980, se convirtió en best seller con 350.000 copias vendidas.


“Cuando bajas de tu pedestal dejas de resultar interesante”.
Lo dice angelicalmente Sir Alfred Douglas, el noble joven, bello y perverso, al desmoronado Oscar Wilde. En “De profundis”.
Sin honor ni moral, a Wilde lo aguardaba el encierro en la cárcel de Reading.
Entonces, ¿para qué bajarse del pedestal?

Montado sobre el pedestal del relato, el cristinismo -como Wilde- resulta también más interesante.
Cuando se sincera, asoma abruptamente la vulgaridad. Se muestra previsible, humano. Ordinario.
Entonces, ¿para qué demonios sincerarse?

El cristinismo es mejor cuando miente.
Conserva la identidad superior cuando baja, hacia el semejante, el verso colectivo.
Cuando los propagadores, con astucia relativa, recitan la caravana inagotable de logros imaginarios.
Y cuentan descaradamente “las hazañas” diseñadas. Como aquel guapo del tango “As de Cartón”.
El que “de grupo” se “hizo cartel”. Engrupía “a los giles”. Pero se creía, con convicción, el propio cuento.

Salvar el verso

Al aproximarse a la verdad, invariablemente el cristinismo se autodestruye.
Como se autodestruían, al ser escuchadas, las grabaciones de los films de espionaje, en blanco y negro. Con Dana Andrews o Victor Mature.
O como en la superior “Intriga Internacional”. Con Cary Grant, James Mason y el suspenso de Alfred Hitchcock.

El cristinismo es mejor cuando mienteDecepciona, sin suspenso, tanta verdad. De repente. Sin anestesia.
Por ejemplo, de nada sirve que Miguel Galuccio, acaso el empleado jerárquico más aventajado que responde a la Tía Doris, confiese, muy suelto de cuerpo, que la “situación energética es grave”. Delicada. Lo sabe cualquier atento a la ceremonia cotidiana de la dilapidación.
Estimulaba más Julio De Vido. Cuando solía castigar, por fracasados, a los antiguos Secretarios de Energía.
Una manga de infelices que sostenían lo mismo que Galuccio sostiene hoy. Que Argentina se dirigía derechito a la peor crisis energética. Pero los pobres quedaban como profetas de la negatividad. Superados que atentaban, con la impotencia de las malas ondas, contra el vigente “modelo de desarrollo, con inclusión social”. Una receta original.

Un “modelo” exitoso y por lo tanto envidiable. Generó ocho millones de puestos de trabajo. Diez millones de flamantes jubilaciones.
Devolvió la dignidad, la Aerolínea de Bandera, eliminó en la década la pobreza extrema.
Y cuidó, como no supo cuidar nadie, celosamente, la mesa -y sobre todo la deuda- de los argentinos.

La razón de la realidad deriva en el concepto meramente académico que a nadie, en definitiva, le importa.
Datos para el olvido estricto de la indiferente posteridad.

Lo importante es ganar, con el verso, la parada en el momento.
Sólo vale salir airoso en el presente.
Cuando la debacle se avecine se encontrará, en todo caso, a quien culpar.
O se hará lo imposible para que le caiga, la ceremonia del ajuste, a otro. Y responsabilizarlo.
Lo primero que debe salvarse, del aluvión adverso, es la fantasía.

Odiar la verdad

“Odiar a la verdad es lo más recomendable”, sentencia Teodoro CF, hondo filósofo de Córdoba.

El cristinismo es mejor cuando mienteMartín Insaurralde, El Barrilete de Plomo, también fomenta, sorpresivamente, el culto a la decepción que tanto retrasa.
Para ser convincente, a los efectos de remontar su barrilete imposible, Insaurralde confirma que tampoco cree en lo que no cree nadie.
En el expresionismo de las estadísticas dibujadas. En los números truchos del INDEC.
A Insaurralde se lo privilegió con la candidatura para competir con su amigo Sergio Massa, Aire y Sol II.
De ningún modo para que intente aproximarse a la verdad. La categoría que debe odiarse.
Corresponde negarla. Como si fuera la inflación.

Tampoco sirve que el doctor-teniente coronel Sergio Berni, El Licenciado Serial, después de tantas omisiones en la magia de los cuentos, admita que la inseguridad existe.
Que no se trata del artilugio sensacional del señor Blumberg.
Menos sirve que deba discutirse la imputabilidad de los feroces delincuentes de 7 años para abajo.

Pasar de un “castillo al otro”, como en aquel texto de Louis-Ferdinand Celine, es aún menos aconsejable que dejarse arrastrar por la catarsis sincera.
Del castillo de Marcelo Saín -o de León Arslanián- se pasa, en el cristinismo, al castillo de Alejandro Granados, El Mangrullo.
De las argumentaciones presentablemente progresistas, sin la menor explicación, se salta hacia la dureza implacable de la “mala puntería”.
Para pesar de Verbitsky asoma, otra vez, la influencia ostensiblemente intelectual de Carlitos Ruckauf.

Viejo smoking, Tango

El cristinismo es mejor cuando miente“Basta de realidades, lo que queremos es más promesas”.
Lo sostuvo el mejor J.M. Vernet. Otro positivista inspirado que pugnó, oportunamente, por reivindicar la invalorable fantasía.
Como aquel trastornado que interpretó Carlos Carella, en “El Acompañamiento”, pequeña gran obra de Carlos Gorostiza.
Alucinado, el personaje de Carella se había encerrado en una pieza para ensayar como cantante de tangos. Mientras su amigo, Ulyses Dumont, pretendía regresarlo a la realidad. Sin suerte.
Cantan después los dos, Carella y Dumont, desentonados pero a dúo. “Viejo Smoking”.
Es el tango de Celedonio Flores que contiene versos que resumen la peripecia nacional.

“Yo no siento la tristeza de saberme derrotado/
ni me amargan los recuerdos de mi pasado esplendor”.

Final con música griegaTodo, a los pobres cristinistas, les sale unánimemente mal. Del Viejo Smoking debe pasarse al tango Desencuentro. Ni siquiera sale bien “el tiro del final”.

A este ritmo, por insolvencia divisoria y mala praxis, la fábula kirchner-cristinista concluye como aquel gran invento de Zorba El Griego.
Regular novela de Nikos Kazantzakis. Derivó en la extraordinaria película de Caccoyannis, con la música sustancial de Theodorakis.
Un amontonamiento de troncos se les cae encima a los protagonistas.
Es la plenitud del derrumbe. El fatal momento de la verdad. El valor concreto que -según Teodoro- debe odiarse. Declararla (a la verdad) inexistente.
Ante el espectáculo de la destrucción, incitado por el jefe -Alan Bates-, Zorba -o sea Anthony Quinn- se dispone a bailar.
Una clásica danza griega. Juntos, en la playa desolada, mientras la cámara se aleja.

El cristinismo es mejor cuando mienteAnte el choque iracundo de la calesita, ante la exhibición fantasmal de la derrota, con reservas que se evaporan a cambio de papelitos pintados, La Doctora hace bien en no registrar nada. Ninguna caída.
Ni mostrar siquiera una mueca de amargura ante la certeza del próximo derrumbe. La cámara, aquí, se acerca.

Conviene insistir con la inalterable fantasía. Bajarle línea a la humanidad, invocar la infalibilidad del relato.
En la playa de Tecnópolis y sin descalzarse todavía, mientras asoman las astillas y desde los cuatro costados avanza la música. Griega. De Theodorakis.

Carolina Mantegari
para JorgeAsisDigital.com
permitida la reproducción sin citar fuente.


 

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