El neocomunismo bolivariano no tiene quien le condene
Javier Fernández-Lasquetty
Vicerrector de la Universidad Francisco Marroquín.


Vale la pena que lean los decretos con los que el dictador venezolano Nicolás Maduro ha perpetrado la fase final de su golpe de estado permanente. Con sus alusiones a una supuesta "bendición de Dios Todopoderoso" y la extraña jerga bolivariana, que habla de la "Venezuela Potencia", del "mundo pluripolar y multicéntrico", y del "Estado de la Suprema Felicidad Social" (sic) podría parecer el chistoso producto de un legislador lunático. Pero no lo es. Es la utilización de la violencia estatal para acabar con los últimos refugios de la libertad de pensamiento, de expresión y de participación política en Venezuela.
El golpe de estado neocomunista en Venezuela no ha sido dado ahora, con la convocatoria de una llamada Asamblea Nacional Constituyente. Empezó en 1999, cuando Hugo Chávez llegó al poder, y desde entonces no ha cesado. Ha contado con la ayuda de Cuba, con la complicidad de Irán, con la asesoría especializada de los que hoy forman Podemos, y con la colaboración muy interesada de tipos como José Luis Rodríguez Zapatero, a quien Mariano Rajoy, según parece, sigue considerando un mediador, en lugar de lo que es: un lacayo de la tiranía bolivariana.
El neocomunismo bolivariano tiene en este momento otra ayuda aún más valiosa: la ausencia de reacción de todos los actores relevantes. Ni Estados Unidos ni España están actuando con fuerza en el tablero internacional, y son los dos países que más razón y más influencia tendrían para hacerlo. Decir a estas alturas que el gobierno español "está preocupado" por lo que está haciendo Maduro parece una broma, si no fuera porque es algo muy serio. Tanto Estados Unidos como España –arrastrando ésta a la Unión Europea- tendrían capacidad por sí solos para plantear una ofensiva internacional tan definitiva como las que acabaron con el régimen del apartheid sudafricano o con las dictaduras del Cono Sur americano. Sencillamente, no lo quieren hacer.
Tampoco los países de América se plantean siquiera tomar acciones conjuntas de envergadura para proteger la libertad de los venezolanos. Solo Luis Almagro, el Secretario General de la Organización de Estados Americanos, ha hablado con la energía que esta ocasión requiere. Sorprende que un funcionario de organización multilateral demuestre unos principios mucho más firmes que los dirigentes de las naciones a las que representa, que no están yendo más allá de expresiones de preocupación. Escribía aquí Carlos Alberto Montaner, tan certero como siempre, que América Latina es el continente invisible. Y mudo, habría que añadir, a la vista de la escasez de su reacción cuando uno de sus vecinos avanza un paso más en su liberticidio interminable.
¿Por qué no hay una reacción internacional digna y fuerte contra el neocomunismo venezolano? Tal vez me equivoque, pero solo se me ocurre una explicación: porque los gobiernos se creen que así ayudan a las empresas que aún operan en Venezuela. Es decir, por esa mezcla indeseable y anticapitalista de poder político e intereses de empresas establecidas que se llama mercantilismo. Un mercantilismo que frente a la barbarie populista ha demostrado siempre carecer por completo de un mínimo sentido de la realidad política. Los gobiernos han dejado de lado los principios pensando que así protegen algunos negocios. Dentro de poco no quedarán ya negocios, ni tampoco principios.
Mientras tanto la gente sigue protestando en las calles de Caracas y de muchas ciudades venezolanas, a pesar de que ya más de treinta personas han sido asesinadas, y miles han sido arrestadas. Leopoldo López sigue en prisión, lo mismo que Yon Goicoechea (ciudadano español, por cierto), y tantos otros. Son ellos los que defienden la libertad frente a la opresión estatal elevada a la máxima potencia. Merecerían mucho más por parte de la comunidad internacional.
 

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