Lo nuevo necesita amigos
Juan María Segura
Experto en innovación y gestión educativa. Autor de "Yo qué sé".



Por diversas razones, en los últimos días me vi envuelto en discusiones que giraban en torno a la idea o concepción teórica de la innovación educativa. Entre la nueva edición del libro “yo qué sé (#YQS)” en la que estoy trabajando, el eco del debate generado en torno a la reforma de la escuela secundaria propuesto por las autoridades de educación de CABA, la oxigenación insinuada en la agenda nacional luego de las elecciones del 22 de octubre y algunos talleres y capacitaciones en las que estuve involucrado, volví a sentir un renovado interés por discutir cuestiones de escolarización y educación, y en particular por precisar un poco mejor de qué trata la idea de innovar.
 
En concreto, ¿qué es innovar en educación? Con un grupo de colegas acordamos definir a la innovación educativa como “una combinación de recursos disponibles, en forma intencional y de manera novedosa, con el objetivo específico de suscitar aprendizajes”. El objetivo de toda política de educación o estrategia de enseñanza es lograr aprendizajes significativos y duraderos, habilitando a los sujetos alcanzados a desarrollar metaformas de conocimiento, hábitos de pensamiento y conductas que favorezcan nuevos aprendizajes. La novedad de estos tiempos, desde la aparición de internet (1992) en adelante, es la emergencia de una cantidad incontable y creciente de nuevas herramientas, plataformas, tecnologías, redes, formatos, evidencias, lenguajes, hábitos y conocimientos que pueden (¡deben!) ser considerados como insumos potencialmente útiles para, con intencionalidad, incluir en combinaciones novedosas que den cuenta del problema de los malos aprendizajes que el sistema educativo hoy muestra.
 
Esta definición, que a mi juicio clarifica, al mismo tiempo me aleja del criterio de muchos que creen que todo aquello que produzca un salto en la calidad de los aprendizajes merece ser calificado como innovador. Esta premisa es falsa. Administrar bien una institución educativa, utilizando herramientas ordinarias de gestión en forma convencional, aun cuando pueda resultar una práctica inusual, demostrando un impacto positivo o salto en la calidad de los aprendizajes, de ninguna manera es innovadora. Es conveniente y necesaria, y celebro que se gestione bien donde antes se lo hacía de forma defectuosa, pero esto no es de ninguna manera un abordaje original, y en la mayoría de los casos no incluye ni integra trazos de este nuevo mucho de la conectividad, la producción colaborativa y la ubicuidad.
 
Recuerdo una reunión de la que participé meses atrás, en donde representantes de una agencia multilateral iban a presentar un fondo para apoyar proyectos educativos innovadores en el país. Con entusiasmo asistí a la reunión, con la esperanza de informarme sobre los criterios de elección de los proyectos. Mi desilusión fue muy grande al verificar que se llamada innovación a la adopción de prácticas y herramientas de administración que habilitasen a los directivos de las escuelas públicas a tomar decisiones en base a métricas e información básica: cantidad de alumnos, porcentaje de ausentismo, promoción, notas, gestión de recursos financieros y otras del tipo. Sin poder quedar cayado, elevé mi mando y señalé que esas adopciones tenían el potencial de ser revolucionarias en la práctica, por lo inusuales, y por lo tanto celebraba su adopción, pero que de ninguna manera podíamos llamar a ello innovación, sugiriendo inclusive modificar el nombre del fondo o apoyo en cuestión.
 
Este debate, que me fuerza a tomar posición en el tema de una manera más precisa y quirúrgica, y que me distancia de aquellos que creen que la innovación es una gran bolsa que reúne a todas nuestras intenciones y prácticas orientadas a mejorar la calidad de los aprendizajes, me recuerda a la frase del gran Anton Ego: “lo nuevo necesita amigos”. Usted me dirá, ¿quién es Ego? Es el personaje de ficción incluido en la película Ratatouille responsable de juzgar la calidad de los restaurantes en Francia. No le voy a contar la zaga de esa historia de dibujos animados, pero sí me quiero detener en la carta que este crítico publica hacía el final de la película, emitiendo su juicio sobre la experiencia vivida durante su visita al restó:
 
“…La vida de un crítico es sencilla en muchos aspectos, arriesgamos poco, y tenemos poder sobre aquellos que ofrecen su trabajo y su servicio a nuestro juicio, prosperamos con las críticas negativas, divertidas de escribir y de leer; pero la triste verdad que debemos enfrentar es que, en el gran orden de las cosas, cualquier basura tiene más significado que lo que deja ver nuestra crítica. Pero en ocasiones el crítico sí se arriesga cada vez que descubre y defiende algo nuevo. El mundo suele ser cruel con el nuevo talento, las nuevas creaciones. Lo nuevo necesita amigos.
 
Anoche, experimenté algo nuevo, una extraordinaria cena de una fuente singular e inesperada. Decir solo que la comida y su creador han desafiado mis prejuicios sobre la buena cocina, subestimaría la realidad. Me han tocado en lo más profundo. En el pasado, jamás oculte mi desdén por el famoso lema del Chef Gusteau “Cualquiera puede cocinar”, pero al fin me doy cuenta de lo que quiso decir en realidad: no cualquiera puede convertirse en un gran artista, pero un gran artista puede provenir de cualquier lado. Es difícil imaginar un origen más humilde que el del genio que ahora cocina en el restaurante Gusteau, y quién, en opinión de este crítico, es nada menos que el mejor Chef de Francia… Pronto volveré a Gusteau hambriento.
 
La referencia es simpática y sencilla, pero poderosa y relevante para esta discusión. Así como no cualquiera puede ser un gran artista, pero un gran artista puede provenir de cualquier lado, lo mismo aplica para la innovación educativa. No todo lo que hagamos para mejorar los aprendizajes será innovador, pero la innovación puede provenir de cualquier combinación novedosa de recursos. Administrar bien, reformar, clarificar objetivos, medir, comunicar a tiempo, establecer mejoras en los procesos, son todas acciones convenientes y a veces poderosas para modificar los aprendizajes en determinados contextos, pero no por ello debemos incluirlas dentro de aquello a lo que llamamos innovación. La innovación, por su propia definición, incluye novedades, es original, no tiene referencias o patrones contra los que cotejar, y por ello demanda una gran audacia. Quienes innovan, arriesgan; se enfrentan con los prejuicios de la época y las prácticas de la disciplina, generando tensión, desconcierto, desconfianza. Por eso Ego declara que el mundo suele ser cruel con el nuevo talento y las nuevas creaciones, lo cual aplica tanto para esta ficción como para el actual debate educativo.
 
Por ello siempre llamo a que nos amiguemos con la época. La época necesita amigos, e innovar en educación es, en algún punto, amigarse con lo nuevo que el entorno nos ofrece para experimentar combinaciones originales que mejoren los aprendizajes.
 
Una curiosidad final. La película Ratatouille se estrenó el 28 de junio del 2007. Al día siguiente, el primer smartphone salió al mercado, dando inicio a la revolución de la ubicuidad. Durante 2016, se vendieron 1.500 millones de nuevos smartphones en el mundo, a razón de 48 por segundo. Indudablemente, lo nuevo tienen miles de millones de amigos, pero me pregunto cuántos educadores están a gusto con esto que nos toca vivir, con esto que nos toca reinventar.
 
 

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