Del mito de la reforma de 1918 a la necesidad de la reforma en el 2018
Rogelio López Guillemain

Autor del libro "La rebelión de los mansos", entre otras obras. Médico Cirujano. Especialista en Cirugía Plástica. Especialista en Cirugía General. Jefe del servicio de Quirófano del Hospital Domingo Funes, Córdoba. Director del Centro de Formación de Cirugía del Domingo Funes (reconocido por CONEAU). Productor y conductor de "Sucesos de nuestra historia" por radio sucesos, Córdoba.




La Argentina pre-reforma
Luego de que finalmente se transformase en un país jurídicamente organizado (1860), la Argentina comenzó un proceso de ordenamiento y crecimiento único en el mundo.
Desde 1869 hasta 1904 (35 años), los presidentes Sarmiento, Avellaneda y Roca, mostraron un espíritu de avanzada en lo que se refiere a la educación; no desde el discurso, sino desde los hechos.  En primer término, promovieron la educación primaria laica, gratuita y obligatoria.
En 1869, el 77,4% de la población era analfabeta. En 1914, ese porcentaje bajo a un 35,9% (menos de la mitad en 45 años).  Este guarismo impresionante, se agiganta si tenemos en cuenta que, en ese período, la población pasó de 2.000.000 a 8.000.000 de habitantes.  Los argentinos que en 1869 representábamos el 0,13 % de la población mundial, llegaríamos al 0,55 % en 1930, multiplicando por 4 el número de habitantes en apenas medio siglo; esto produjo todas las deficiencias de infraestructuras lógicas y esperables ante semejante aluvión inmigratorio.
Pero no sólo mejoraron los números de la educación primaria.  En 1894, el 0,12% de los argentinos realizaba estudios secundarios, mientras que para 1910, ese porcentaje se duplicaba, llegando al 0,28% (en apenas 16 años).  Roca, al referirse a la educación secundaria, dijo que era necesario que "la instrucción secundaria no sea la escuela preparatoria para los estudios facultativos exclusivamente, sino el medio de difundir una instrucción capaz de preparar al estudiante para todas las funciones de la vida social del ciudadano".
En lo referido a los estudiantes universitarios, su número también aumentó de manera sustancial, pasando de unos 2.500 en 1900 a casi 5.000 en 1910 (el doble en 10 años).  Además se incrementó en forma notable el porcentaje de alumnos universitarios sobre el total de la población, elevándose de 0,03% en 1889 a un 0,08% en 1907 (casi el triple en 18 años). 
 
Antecedentes de la Reforma
El primer antecedente de un movimiento estudiantil en Argentina, a favor de una mejora en la calidad universitaria, fue el boicot contra Antonio Saenz en 1823; en dicha protesta, los alumnos no asistieron a sus clases porque consideraban “que no tenían utilidad alguna”
En 1871, se produce una revuelta estudiantil en la Facultad de Derecho de Buenos Aires, tras el suicidio de Roberto Sánchez, un estudiante sanjuanino que no soporto el aplazo en una materia.  Varios profesores renunciaron ante las acusaciones de “preferencias” por aquellos alumnos que tomaban las “clases particulares” de los profesores.  En 1872, el rector Juan María Gutiérrez, elevó un estatuto que adoptaba los principios de autonomía, gratuidad y enseñanza libre. Además, cambió el concepto de “Graduados” por el de “Egresados”, o sea los “discípulos aprobados” quienes debían ser llamados a constituir el respaldo intelectual, moral, económico y gubernativo de la Universidad.
En 1903, los estudiantes de derecho de la Universidad de Buenos Aires, iniciaron una protesta, que generó una reforma, provocando el fin de la hegemonía entre los Académicos Vitalicios y su sustitución por profesores en la conducción de la Universidad. 
A propósito, Estanislao Zeballos, líder estudiantil en ese entonces, dijo: “Hoy, que el derecho y la igualdad han pasado su nivel sobre todas las preocupaciones, la sangre ha perdido el azul artificial, y corre roja infundiendo virtudes por todas clases de venas”.
En 1905, se nacionalizó la Universidad Provincial de La Plata, en cuyos estatutos se profundizó su autonomía, la elección democrática de sus autoridades, un rudimento de concurso de profesores, la libertad de cátedra y las cátedras libres paralelas. 
 
Córdoba antes de la reforma.
Domingo Faustino Sarmiento, define a la “Docta” como "ciudad frontera" entre un primer territorio modelado por el eje andino colonial, que había vinculado a Córdoba con la complejidad americana, y un segundo territorio en expansión (porteño, atlántico y europeo), parecía haberla empujado al tiempo de Occidente.  Decía que “existe una sinonimia entre Córdoba y tradición, y la misma es entendida como reserva o residuo según se la vea desde el oeste o desde el este”"La ciudad expresaría una persistente pre-modernidad en clave colonial, monárquica y monástica, y representaría, por ende, la exacta contrafigura de una Buenos Aires abierta, dinámica y moderna".
"La ciudad es un claustro encerrado entre barrancas; cada manzana tiene un claustro de monjas o frailes, los colegios son claustros; la legislación que se enseña, la Teología, toda la ciencia escolástica de la Edad Media, es un claustro en que se encierra y parapeta la inteligencia contra todo lo que salga del texto y del comentario".
En la inauguración de la Academia Nacional de Ciencias, Sarmiento auguró: “Señores, veo en este salón de grados repleto que no hay una sola mujer que nos acompañe, pero yo les auguro que dentro de un siglo la Argentina en sus universidades va a tener más mujeres que hombres”.
 
La Reforma de 1918
La Reforma de 1918 no fue un episodio revolucionario de generación espontánea, no fue la toma de la Bastilla.  Fue una imposición, que obligó a la Universidad teocrática de Córdoba a aggiornarse a las corrientes liberales que ya estaban imperando en Buenos Aires y La Plata. Fue la implementación de las ideas que propugnaron los presidentes Sarmiento, Avellaneda y Roca; así como de otros tantos pensadores y visionarios de esa generación.
Dice Portantiero: “muchos profesores vinculados con la oligarquía académica, que renuncian. Otros, más jóvenes, apoyan la lucha estudiantil.  A estos profesores se sumaban recientes graduados, de marcada orientación liberal y laica y aquella parte de la inteligencia cordobesa enfrentada desde hacía años al clericalismo vigente”.
El espíritu democrático y participativo que soplaba en las Universidades, era un reflejo del que se respiraba en la política nacional.  La sanción de la ley Sáenz Peña (presidente que pertenecía al ala “modernizadora” del PAN, el partido conservador de entonces), despertó en los profesores el deseo de tener una participación activa en el gobierno de las altas casas de estudio.  
Yrigoyen (radical), Cárcano (demócrata), Justo y Palacios (socialistas) y Contreras (comunista), brindaron su apoyo a la reforma propugnada por profesores, graduados y estudiantes.
Todo este soporte que hoy llamaríamos “horizontal”, no se debió a intereses partidarios ni ideológicos; respondió a la necesidad de liberar, a la casa de altos estudios, de las garras de la corporación eclesiástica retrógrada.
Los reclamos de los reformistas en 1918, eran la transparencia del gobierno universitario, la eliminación de los cargos vitalicios, la renovación de docentes por concurso, la actualización de los planes y de los programas de estudio, el incentivo al desarrollo científico, la docencia libre y la asistencia libre.  No pedían facilismo; solicitaban la democratización del gobierno, la supresión de castas en las cátedras y el mayor nivel académico; todo esto aumentaba el nivel de exigencias y de compromiso para TODOS LOS INVOLUCRADOS.
 
La Reforma que nos debemos en el 2018
100 años después, las Universidades Argentinas han sido copadas por otra cofradía retrógrada y mediocre.  Sólo que esta nueva congregación teocrática, no adora al Dios cristiano, alaba al dios mediocrático y demagogo del postmodernismo del Mayo francés.
Es tiempo de una nueva reforma.  Una reforma en la que se destrone la tiranía del pensamiento políticamente correcto; una reforma en la que se respete el derecho a disentir, sin que el fascismo de los “colectivos”, que imponen el credo “la imaginación al poder, muerte a la razón”, nos quemen en la hoguera por tener pensamiento propio; una reforma en la que se termine la intolerancia para quienes nos negamos a tolerar a los intolerantes y quienes exigimos el derecho a disentir, a pensar distinto.
Una reforma en la que abandonemos la demagogia de “somos todos iguales dentro del aula” y entendamos que, profesores y alumnos, debemos conformar un equipo que trabaje en pos de la excelencia, pero cada uno desde su lugar, con sus responsabilidades, deberes y derechos. 
Una reforma en la que dejemos de crear y replicar carreras humanistas y sociales, que sólo generan desocupados o nuevos docentes que realimentan las mismas facultades.
Una reforma que entre de lleno al siglo XXI, que promueva la autogestión educativa de los estudiantes, que aumente el nivel de exigencias y que entregue a la Argentina profesionales productivos, amantes del progreso e individuos con pensamiento crítico; no parásitos progresistas adoctrinados y vegetantes.
Depende de todos y cada uno de los que amamos la libertad y la excelencia, salir de la poltrona de nuestra zona de confort y escuchar a Ortega y Gasset gritar “argentinos, ¡a las cosas!”
Si no es ahora, ¿cuándo?; si no sos vos, ¿quién?
 

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