La insoportable levedad del fracaso
Rogelio López Guillemain
Autor del libro "La rebelión de los mansos", entre otras obras. Médico Cirujano. Especialista en Cirugía Plástica. Especialista
en Cirugía General. Jefe del servicio de Quirófano del Hospital Domingo Funes,
Córdoba. Director del Centro de Formación de Cirugía del Domingo Funes
(reconocido por CONEAU). Productor y conductor de "Sucesos de nuestra
historia" por radio sucesos, Córdoba.
(Extraído
del libro “El Imperio de la Decadencia
Argentina RECARGADO”)
“Las personas no son
recordadas por el número de veces que fracasan,
sino por el número de veces que tienen éxito”.
Thomas Alva Edison
Thomas Alva Edison
Teniendo en cuenta que estas preseas son
muy importantes, entonces ¿por qué en Argentina se consideran un fracaso estos
resultados? Quizás la respuesta la encontremos en la frase que sentencia “el segundo es el primero de los últimos”,
paradigma de nuestra mísera idiosincrasia triunfalista, quizás un soberbio
espejismo de algún atávico y velado complejo de inferioridad.
Los argentinos somos adolescentes que no
toleran la derrota, tanto es así, que incluso llegamos a sacrificar todo en
procura de alcanzar la victoria; sacrificamos nuestros afectos, sacrificamos la
moral, incluso sacrificamos nuestra dignidad e integridad.
Pirro fue un general que enfrentó a los
romanos y los venció al costo de perder casi todo su ejército, luego de la
victoria dijo: “una victoria más como esta y regreso sólo a casa” (de ahí viene
la famosa expresión una victoria pírrica). Esa es la mentalidad, esa es la actitud del
argentino ante la posibilidad del fracaso que tanto lo aterra.
Es tal el prejuicio al “qué dirán”, la casi sinonimia de fracaso y degradación, la pobre,
lúdica, frustrante e infantil concepción del fracaso de los argentinos, por
demás asociada al “game over”; que en
su afán de victoria, el hijo de esta tierra ofrenda su ética e inmola sus
valores con tal de evitar esa humillación; vence, pero vuelve a casa sólo, sin
su ejército de principios, principios masacrados en el camino.
Somos claros representantes de la idea
maquiavélica de que “el fin justifica los
medios”. Y basados en este principio
(que hipócritamente negamos), nos vanagloriamos de “la mano de dios” ante los ingleses o de “los bidones de agua de Bilardo” o de cómo “le pasamos el cuarto a algún gil” o de “cómo evitamos hacer una cola”. Nos pavoneamos de lo que en realidad es una vergüenza,
alardeamos de nuestra “viveza criolla”.
¡Incluso el truco, nuestro juego de cartas
tradicional, se basa en la mentira y el engaño!
La falta de tolerancia del fracaso ajeno,
más la incapacidad de sobreponernos al fracaso propio, sumados a las condiciones
burocráticas laberínticas del estado, sólo tienen un resultado posible: la
paralización del desarrollo económico, científico y social del país.
Esta conjunción de elementos, esta suma de
engranajes se transforma en una fabulosa máquina de impedir, máquina que nos convierte
en personas abúlicas, en conservadores satisfechos que viven atrasando en un
mundo que se reinventa incesantemente, que avanza en progresión geométrica y
que irremediablemente vemos día a día más distante.
En su libro “Innovar o morir”, Andrés Oppenheimer hace una descripción brillante
de esta situación; “si queremos subirnos
al mundo debemos correr, el mundo no se va a detener ni nos va a esperar para
que lo hagamos”.
Para ello, la política debe hacer su parte.
Paradójicamente lo que debe hacer es
hacer lo menos posible y no molestar a los que producen. Es imperioso simplificar
los procesos burocráticos, eliminar las trabas legales, terminar con las corporaciones sindicales y colegiadas, acabar
con los privilegios que el estado brinda a empresas y personas, cancelar los
subsidios que distorsionan la economía, bajar los costos laborales e
impositivos y facilitar la inserción en el mercado mundial de los medianos y
pequeños productores.
El estado tiene mucho que modificar, pero
nosotros también tenemos el desafío de cambiar.
Primero debemos permitirnos el fracaso
propio, asumirlo como una posibilidad cierta. Thomas Alva Edison desdramatiza
el fracaso y lo revalora al asegurar que “Una
experiencia nunca es un fracaso, pues siempre viene a demostrar algo”; por
su parte, Johann W. Goethe asevera que “El
único hombre que no se equivoca es el que nunca hace nada” y Franklin D.
Roosevelt agrega “En la vida hay algo
peor que el fracaso: el no haber intentado nada”.
El triunfalismo no es otra cosa que un
signo de inseguridad, de falta de confianza en uno mismo. No pretendo encontrar
en el fracaso un lado positivo (como en los libros de autoayuda) porque
simplemente no lo tiene.
Lo positivo no es el fracaso, lo positivo
es el coraje de intentarlo, el coraje de enfrentarse a la posibilidad de fallar
y aun así no retroceder.
Una de las tres virtudes que Platón
describía en el sabio, era la fortaleza y esa fortaleza no es la energía para
enfrentar al enemigo, tampoco es el valor de afrontar las vicisitudes; esa
fortaleza se refiere a la capacidad de combatir uno contra uno mismo y vencer.
Por otra parte, así como debemos aprender a
asumir con naturalidad nuestros fracasos, también debemos hacerlo con los fracasos
ajenos. Una persona, intelectualmente honesta, que ha fracasado y lo ha
asumido, tendrá mucho más que ofrecer que aquel que nunca mostró valor y
fortaleza, que aquel que nunca intentó, que aquel que nunca salió de su zona de
confort.
Por último, también debemos aprender de
nuestros fracasos como ciudadanos. En
los últimos 100 años la Argentina pasó de ser el 8º país del mundo, a
convertirse en apenas una nación mediocre.
Para explicar o justificar esta decadencia,
no busquemos culpables en el extranjero, tampoco en las multinacionales ni en
los políticos. TODOS Y CADA UNO DE NOSOTROS somos responsables de nuestro fracaso como
país por inacción, por desidia; en nuestra comodidad hemos cedido el manejo de
la patria a los corruptos y demagogos; y ahora estamos pagando las consecuencias.
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