No todo está perdido, señor Presidente; ¡hay un Plan B!
Jorge Ávila

Sus escritos fueron publicados en las obras “Soluciones de Políticas Públicas para un País en Crisis” (2003), “Claves para interpretar la Argentina” (2004), “Desafíos del Bicentenario para la Libertad” (2010), de la Fundación Atlas para una Sociedad Libre.



En 1960, el exministro Federico Pinedo publicó un pequeño libro sobre el desempeño de la economía argentina en el siglo y medio precedente. Entre otras conclusiones, destacó que el país tenía una fuerte propensión al déficit fiscal y la inflación. Lo que Pinedo vio hasta ese entonces es nada en relación con el caos fiscal y monetario de las siguientes seis décadas.
 
La historia argentina me ha convencido de que mientras nuestro país tenga un banco central, habrá devaluación y, por consiguiente, inflación. En vez de nuevos intentos para repesificar la economía como los ejecutados desde Prat Gay hasta Sturzenegger, pasando por Kicillof, habría que sustituir el peso por una moneda de primera clase mundial. En otras palabras, deberíamos dolarizar la economía adoptando en forma unilateral el dólar o el euro como moneda de curso legal.
Una dolarización así definida tiene beneficios y problemas. Los primeros son enormes y los segundos son serios. Estoy acostumbrado a escuchar que también tiene costos políticos, los cuales serían tan grandes que la propuesta devendría inviable a todo efecto práctico. Quién sabe. En Ecuador, El Salvador y Panamá no piensan así. Tampoco en Escocia, país donde se discute la posibilidad de permanecer en la Unión Europea, cuando Inglaterra se retire, conservando la libra esterlina sin la necesaria aprobación del Banco de Inglaterra. Este sería también un ejemplo de dolarización.
Si Argentina adoptara una moneda de primera clase, gozaría de estos beneficios: no habría cepos, bicicletas financieras, corridas cambiarias ni inflación; no tendríamos paritarias ni huelgas, tarifazos ni cortes de luz, congelamientos de precios ni amenazas de expropiación; no habría incluso bloqueos de exportaciones e importaciones. Aunque no parezca a primera vista, todos y cada uno de estos costosos traumas tiene en mayor o menor medida una causa monetaria. Así de tremendo e ignorado es el daño que genera una moneda de mala calidad como el peso.
Un proceso de dolarización sostenible abarca desde el corto hasta el largo plazo. Conviene abordarlo por etapas.
Primera etapa: conversión de los pasivos monetarios y no monetarios del BCRA. Los primeros son la base monetaria y los segundos son la suma de las Letras y Notas en pesos emitidas por el Banco. El tipo de cambio de conversión es igual al cociente entre dichos pasivos y las reservas internacionales. Sin novedad hasta aquí. El mercado calcula hace años un tipo de cambio objetivo por medio de esta operación matemática. El tipo de cambio de conversión resultaría menor si no fuera riesgoso excluir del cálculo algunas tenencias específicas de Letras y Notas del BCRA, o si se pudiera incrementar el stock de reservas internacionales sin poner en riesgo el servicio de la deuda pública. Con plena conversión de los pasivos monetarios y no monetarios del BCRA, la tasa de interés de corto plazo en pesos caería al nivel de la tasa del bono americano a tres meses más la tasa esperada de devaluación del peso, el Banco Central podría tomar la decisión de no renovar los pasivos no monetarios y difícilmente observaríamos una corrida cambiaria. Por su parte, la tasa de inflación iniciaría un camino descendente hasta desaparecer en el término de unos dos años.
Segunda etapa: sin embargo, para levantar el edificio de la economía argentina nos hace falta un precio fijo del dólar por el futuro indefinido. Son dos condiciones: precio fijo y futuro indefinido. La Conversión suministra un precio fijo, pero la memoria histórica no le permite proveer una perspectiva de futuro indefinido. La respuesta es la dolarización por su carácter irreversible. Hablamos de irreversibilidad en un sentido probabilístico dado que las chances de desdolarización son muy bajas. La dolarización hace desaparecer la idea de una tasa esperada de devaluación. Bajaría, entonces, la tasa de interés de corto plazo al nivel de la tasa del bono americano a tres meses.
El pasaje de la conversión a la dolarización no debería insumir más de seis meses puesto que lo segundo le da horizonte a lo primero. En este intervalo, el Gobierno convertiría en dólares los depósitos bancarios denominados en pesos al tipo de cambio de conversión y le ofrecería al público el canje de sus tenencias de circulante en pesos a igual tipo de cambio, mientras procede a importar las monedas y los billetes de baja denominación que estimen necesarios.
Tercera etapa: la simple dolarización es una invitación a la corrida bancaria. Se verifica cierta asociación entre los regímenes de tipo de cambio fijo (la dolarización es la versión extrema del tipo de cambio fijo) y las corridas sobre depósitos bancarios. La razón es que la dolarización anula al banco central y la banca comercial se queda sin la asistencia de un prestamista de última instancia. Este es el primer problema que hay que resolver para lograr una dolarización sostenible. Si no fuera resuelto, no bajaría en forma significativa la tasa de interés del bono argentino a diez años, que es la tasa que regula la inversión y el consumo en la jurisdicción nacional.
Ecuador, El Salvador y Panamá no tienen acceso a la Reserva Federal como prestamista de última instancia. Han resuelto el problema, con éxito hasta aquí, por medio de altos encajes sobre los depósitos bancarios y de fondos de liquidez nutridos por aportes de los propios bancos comerciales. Los bancos centrales de esos países se limitan a tareas de coordinación y supervisión bancaria. Si Escocia decidiera conservar la libra esterlina sin un acuerdo con el Banco de Inglaterra, procedería de igual forma. Pero atento a la intensa historia argentina de violaciones contractuales y reversibilidad institucional, esta salida no es aconsejable. La probabilidad de que en el fragor de alguna urgencia financiera el Gobierno coloque un bono en los altos encajes o en el fondo de liquidez es muy alta.
Hay otras formas de suplir al prestamista de última instancia tradicional. Consideraré dos. La propuesta de Simons: divide a la banca comercial en un almacén monetario que recibe depósitos en cuenta corriente con encaje de 100% y presta solamente servicios de liquidez (pagos), y una banca de inversión que, en lugar de aceptar depósitos a plazo, emite cuotapartes e invierte en activos cuyas cotizaciones fluctúan con la Bolsa. La propuesta elimina la perversa asimetría que afecta a los pasivos y activos de la banca tradicional y arroja un sistema estable sin la ayuda de un prestamista de última instancia. Pero como el almacén monetario operaría bajo jurisdicción argentina la probabilidad de que el Gobierno le coloque un bono es muy alta.


Publicado en Notiar.
 

Últimos 5 Artículos del Autor
[Ver mas artículos del autor]