Déjennos (comerciar) en paz
Ignacio Montagut
Desarrolló el Programa de Jóvenes Investigadores y Comunicadores Sociales 2018. Es un joven consultor independiente especialista en marketing digital y comunicación política. Comunicador y activista liberal participante en distintos medios y organizaciones, hoy es miembro coordinador del Partido Libertario. En sus tiempos libres se dedica al estudio y producción del arte.


La gente padece hambre porque el gobernante exige demasiados impuestos.
La gente está en caos porque el gobernante interfiere demasiado.
La gente subestima la muerte porque el gobernante estima demasiado su propia vida.
Hacer demasiado por la vida deja muy poco por lo que vivir.
 
Tao Te Ching, capítulo 75.
 
 Los proponentes del proteccionismo se excusan en estar intentando resguardar el empleo dentro del país. Según afirman, los trabajadores se verían perjudicados de abrirse la economía al mundo. El libre comercio significaría que la industria local no tenga otra opción más que bajar sus costos de producción precarizando el trabajo o, peor aún, no tenga forma de competir y cientos si no miles de empresas cerrarían sus puertas, dejando a sus empleados en la calle.
Rigiéndose en esos términos, los gobiernos proteccionistas prohíben, restringen, limitan el comercio con el exterior. El gobernante, fuerza mediante, elige sobre el bolsillo del gobernado. Tras un discurso nacionalista, impone la moral colectiva que obliga a comerciar con los que están dentro y privarse de aquello que uno podría tener si comerciara con los de afuera.
La gente libre hace de su bolsillo lo que considera que le hace bien. Intercambia el fruto de su esfuerzo por aquello que valora del fruto del esfuerzo del otro y elige en términos de calidad, precio, preferencia personal, etc. El abanico de posibilidades que uno puede hacer de su vida en una economía abierta es interminable, proporcional a la infinitud de distintos productos, servicios e ideas que provengan de la colaboración voluntaria de los proyectos de vida de los miles de millones de otros que pueblan el mundo.
 
La gente subestima la muerte porque el gobernante estima demasiado su propia vida.
 
En cambio, en una economía cerrada, esa posibilidad no existe. El fruto de tu esfuerzo y tu proyecto de vida no son otra cosa sino un medio para los fines colectivos nacionales determinados por la superioridad moral del gobernante que en su inacabable estima por sí mismo asegura saber correctos. ¿Qué clase de vida es ésa? La de un súbdito, poco más que la de un esclavo.
 
La gente padece hambre porque el gobernante exige demasiados impuestos.
 
Una forma muy común que toma este tipo de políticas es el de los aranceles a la importación de bienes. Con altos impuestos a los productos del exterior, se razona, la gente comprará a su compatriota y fomentará el crecimiento de la industria nacional. No es el caso. Gran parte de los insumos para la producción que se utilizan nacionalmente vienen del exterior, ni hablar de las innovaciones tecnológicas que hacen grandes a los pequeños productores. Las limitaciones económicas que significan los aranceles terminan inevitablemente con un final poco feliz: el desabastecimiento. Piense en Venezuela, las góndolas de sus supermercados ostentan el producto nacional de una economía cerrada.
Recordemos el argumento proteccionista: a pesar de todo, ¡están protegiendo el empleo! Las medidas del proteccionismo seguramente mantengan a cada uno ocupado en su puesto de trabajo. Sí, a costas de la libertad ajena, pero por alto que sea el precio debe dar resultados… ¿o no?
Cuando el gobierno protege a cierto sector de la economía, imposibilita la creación de nuevos trabajos en otros sectores. El control económico central artificial, que es la imposición de un orden racional preconcebido, resulta paradójicamente en desorden. Al no poder la economía ajustarse naturalmente a la eficiencia de la producción, los recursos se desvían de manera forzosa hacia emprendimientos ineficientes y se vuelven inalcanzables para la industria que podría crecer con el aval de la impersonal e infinitamente justa democracia del mercado.
El desajuste económico deja sin empleo a todos aquellos que podrían haber sido empleados por la industria nueva. Los trabajadores pertenecientes a la industria protegida están manteniendo su puesto no gracias a que se valore su trabajo sino a costas de los pobres que quedaron fuera de la tramoya. Realmente de lo único que se los está ‘protegiendo’ es de sus pares, una política pública completamente misántropa que no puede generar otra cosa que no sea descontento social.
 
La gente está en caos porque el gobernante interfiere demasiado.
 
La confusión del modelo misántropo que está tan instalada en el imaginario popular nos pone a unos contra otros. Las cúpulas sindicales, cómplices, se movilizan y complican aún más la producción llevando como borregos a los trabajadores que en lugar de pedir por la liberación del yugo proteccionista se contentan sólo con una mano del mafioso manejo estatal. Quienes tienen las de perder son siempre los mismos, y sobre cuyas espaldas se sostiene este sistema: los desamparados, privados de la posibilidad de progresar, condenados a aceptar cualquier limosna que le dé el gobernante de turno y sin espalda para soportar la eventual caída de la ilusión de bienestar.
 
Hacer demasiado por la vida deja muy poco por lo que vivir.
 
Mientras más trabas y más reglas, mientras más se metan los gobernantes en las vidas de los ciudadanos, menos lugar va a haber para el progreso personal y el progreso como comunidad. Tal vez el primer paso sea tan simple como quitarles a los políticos la potestad que les dimos de tomar tales decisiones sobre nosotros. Actualmente, habiéndole delegado al gobierno responsabilidades de las que jamás debió haberse encargado, alimentamos a un monstruo que atrae como miel a las moscas a miles de parásitos que ven la posibilidad de vivir del trabajo ajeno.
Quiero que nuestros líderes actúen en pos de nuestro beneficio. No es mucho pedir. No quiero que digan que lo van a hacer. Tampoco que insistan en que lo están haciendo, porque claramente no es el caso. Si así fuera, confiarían en nosotros. Nos dejarían en paz.
 
 
 

 

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