Lo que verdaderamente hay detrás de la corrupción
Carlos Mira
Periodista. Abogado. Galardonado con el Premio a la Libertad, otorgado por Fundación Atlas para una Sociedad Libre.
La bola de nieve que
comenzó a rodar desde que Oscar Centeno confirmó la fidelidad de los cuadernos
de las coimas, tuvo un eslabón dorado hacia el fin de la semana cuando Carlos
Wagner, el ex presidente de la Cámara Argentina de la Construcción, se sentó
delante del juez Bonadío y vomitó sobre su escritorio todo el mecanismo de robo
kirchnerista, solo en el campo de la obra pública.
Porque esto hay que
aclararlo bien: estamos hablando de uno solo de los capítulos del amplio
abanico que cubría la matriz de corrupción del gobierno K (que habían
practicado y perfeccionado durante 20 años de entrenamiento en Santa Cruz) y
que, de acuerdo a las estimaciones que surgen del testimonio de Wagner, alcanzó
la friolera de 3 millones de dólares por día en promedio, durante 12 años. Se
trata de una suma que supera los 13 mil quinientos millones de dólares.
Y aquí no están
incluidos, repetimos, todos los otros vericuetos del Estado que iban desde la
Anses hasta la energía, los barcos gasíferos que nunca llegaron, Ciccone,
Venezuela, Milagro Sala, los planes sociales y hasta las facturas truchas de
los viáticos: porque, es verdad, estos tipos se afanaron hasta las propinas de
los mozos.
Una vez más, aquella
estimación que hizo premonitoriamente Leonardo Fariña y que muchos -entre los
que me cuento- desdeñaron por increíble, se va haciendo cada vez no solo más
probable, sino más posible: el robo de un PBI completo, 500 mil millones de
dólares.
Lo que no debe perderse
de vista aquí es que esta hipercorrupción fue el centro de la gestión
kirchnerista, la misma que defendía la visión estatista, nacionalista y
populista de la Argentina. Más allá del daño que esas pestes le habrían causado
por sí mismas a la Argentina (porque las han causado a todos los países que
tuvieron la desgracia de caer en ellas) no puede dejar de anotarse el enorme
cinismo de valerse de una sensiblería “nacional y popular” de cartón para
satisfacer su hambre económica por lo ajeno.
Los Kirchner sabían que
escudándose detrás de las banderas del estatismo económico y del nacionalismo
no harían otra cosa que simplificar su trabajo. La apertura de ventanillas
estatales con la capacidad de pedir el pago de peajes potenciaba toda la matriz
del asalto.
Envueltos en la bandera
y al grito de ¡Argentina, Argentina! El kirchneranto desfalcó el país al mismo
tiempo que un conjunto de estúpidos creía en la “revolución”.
Ese detalle no hay que
olvidarlo: sin el estatismo trucho y sin el nacionalismo “conveniente”, el
kirchnerismo habría tenido muchas más dificultades para completar su tarea de
saqueo.
Una de las lecciones
que los argentinos deberíamos extraer al cabo de esta novela espeluznante, es
que solo la libertad, la competencia, la integración mundial y la economía
libre, reducen las posibilidades de que un conjunto de hampones a cargo del
Estado se roben el Tesoro Público.
Naturalmente pari pasu
con esa concepción económica de la sociedad hay otra –cuanto menos tan
importante como esa- que es el funcionamiento institucional. Los Kirchner
tampoco podrían haber robado como robaron si el balance de poderes que organiza
la Constitución se hubiera respetado, si, fundamentalmente, la Justicia no
hubiera sido tan pusilánime (en el mejor de los casos) o cómplice (en el peor)
como para dejar que todo esto pasara delante de sus ojos, cuando decenas de
investigaciones periodísticas y una abundante bibliografía entregaban datos más
que suficientes como para justificar una investigación.
Los argentinos
deberíamos terminar de comprender que el perfil socioeconómico que los
constituyentes nos legaron comprende un todo coherente que toca las
instituciones así como también el tipo de funcionamiento económico que el país
debe tener.
No en vano el autor
material de la Ley Fundamental, Juan Bautista Alberdi, escribió luego de su
juramento el libro “Sistema económico y rentístico de la Republica argentina
según su Constitución de 1853”, es decir cuáles eran las únicas ideas
económicas y tributarias compatibles con el texto constitucional, en tanto
hermenéutica completa para organizar un país, desde lo político y desde lo
económico.
Para decirlo con todas
las letras: el estatismo nacionalista-populista que posibilitó el robo de los
Kirchner, además de ser funcional a semejante desfalco es inconstitucional. Si
un poder judicial amañado, cobarde y al servicio de la corrupción hubiera
fulminado con la declaración de inconstitucionalidad el cúmulo de leyes que se
amontonaron en el país y que hicieron posible la construcción de un Estado
(léase funcionarios) impune, el saqueo más extraordinario de la historia del
país no hubiera ocurrido.
“Es el Estado,
estúpidos” alguien debería gritarnos con todas sus fuerzas para que nos demos
cuenta dónde está el problema.
Nuestra increíble
ignorancia, a veces sazonada con envidia, cobardía, vagancia y comodidad, no
hizo creer que aquellos que llegaban a los sillones del Estado lo hacían para
ayudarnos. Y como estúpidamente creímos esa idiotez, los usufructuarios de los
beneficios de ser funcionarios, los aprovecharon y los profundizaron,
llenándonos la cabeza de “Estado”, hasta que nos saliera por las orejas.
El Estado no existe. Es
apenas una simulación creada por el liberalismo para proteger la estructura de
derechos individuales de los que gozan los ciudadanos. Habernos creído que era
un Rey Mago que había llegado para solucionarnos la vida explica, en gran
medida, el robo asentado cuidadosamente en los cuadernos escritos por Centeno
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