El peronismo es una sociopatía
Federico Fernández
Senior Fellow del Austrian Economics Center (Viena, Austria). Presidente de la Fundación Internacional Bases (Rosario, Argentina). Premio
a la Libertad 2005, otorgado por la Fundación Atlas para una Sociedad Libre.
En las últimas semanas nuestro país
experimentó terrible vértigo por la suba abrupta del dólar. Dado nuestro largo
historial de crisis, una disparada en la cotización de la divisa norteamericana
siempre trae aparejados muchos temores sobre sucesos más graves que podrían
estar por venir.
El recuerdo más doloroso que tenemos es
el de la implosión del año 2001. Aquel crack económico, político y social ha
dejado profundas marcas en nuestra sociedad. Todavía nos cuesta mucho
desprendernos de semejante trauma. Por eso, más allá de cualquier bandería
política, la población argentina no quiere jamás volver a repetir una crisis
que trajo desocupación y pobreza récords, la confiscación de todos los ahorros
depositados en los bancos y la destrucción de todos los contratos.
Aclarar que nadie desea un nuevo 2001
sería una obviedad en cualquier lugar del mundo. Pues, ¿quién, en su sano
juicio, puede añorar una crisis que casi hace desaparecer a su país? Pero
sucede que en la Argentina existe el peronismo.
Y el peronismo, hace ya muchos años, ha
abandonado la acción política para convertirse en una sociopatía. El peronismo
es el partido del 2001. Lo desea. Lo impulsa. Lo necesita. Lo incentiva.
El partido justicialista sabe que su
única vía de acceso al poder es la catástrofe. En efecto, desde la vuelta de la
democracia, el peronismo ha accedido al poder sólo tras crisis violentísimas y
quasi terminales.
El peronismo no critica la impericia del
gobierno, la fogonea. Echa kerosén en el incendio. Ve con goce perverso la
posibilidad un estallido. Aguarda agazapado el momento de dar el zarpazo para
retomar el poder, la caja y, si los
cuadernos son ciertos, el saqueo. De haber estado en el Titanic, el
peronismo hubiera implorado por un iceberg más grande.
La encarnación perfecta de esta actitud
sociópata es el ex- presidente (designado) Eduardo Duhalde. De forma nada
casual, pululó
por los medios ejerciendo el papel que mejor le queda: bombero pirómano.
Pero Duhalde no estuvo solo.
Frente a un burocrático anuncio del
Ministerio de Hacienda respecto de la subasta de dólares, la ex diputada
ultra-kirchnerista Juliana di Tullio descubrió la implantación de un cepo
cambiario. Medida que, además, ella defendía durante la presidencia de
Cristina Kirchner. Mucho más lejos fue el impresentable Aníbal Fernández, quien
vio directamente la resurrección del corralito.
Por su parte, la recalcitrante Gabriela
Cerruti se entusiasmó por un posible advenimiento, no ya del 2001, sino del
'89. “Están los radicales reunidos en Olivos viendo cómo salir de la crisis.
Nadie quiere aceptar el ministerio de Economía. Asume Jesús Rodríguez.
#EstaPeliYaLaVi”, twitteó con entusiasmos perversos.
Hugo Moyano, siempre respetuoso de la
duración de los mandatos de los presidentes no peronistas, ve a Mauricio Macri
“con
ganas de rajarse”...
Pero el premio al patetismo
catastrofista se llevaron, como no podía ser de otra manera, Diego
Brancatelli y Luis d'Elía.
Aparentemente asesorados por el mismo
amigo imaginario, a través de sus lastimosas cuentas de Twitter, nos
“informaron” que había bancos privados sin dólares y con preocupación por la
reacción de los clientes.
Sería un error ver este tipo de
actitudes como una mera forma de esmerilar a un gobierno en crisis y sumar
algunos puntos. El peronismo sabe que su futuro está atado a una reedición de
la crisis del 2001. Sus ansias catastrofistas se relacionan con que el PJ ve a
la debacle como la única forma posible en la que puede recuperar la presidencia
del país. En su sociopatía, subordinan el sufrimiento de toda la población a su
voluntad de poder.
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