El crecimiento económico según Romer
Iván Alonso
Obtuvo su PhD. en Economía de la Universidad de California en Los Ángeles y es miembro de la Mont Pelerin Society.



La teoría del crecimiento económico que le ha dado a Paul Romer el Premio Nobel (junto con William Nordhaus, de quien hablamos la semana pasada) es eminentemente plausible. Su prescripción tornasolada sobre el subsidio a la investigación y el desarrollo (R&D), en cambio, no lo es.
A mediados de los años 80 del siglo pasado los economistas habían llegado al consenso de que la fuente del crecimiento económico no era la acumulación de capital, sino el progreso técnico. La acumulación de capital, en realidad, estaba sujeta a rendimientos decrecientes, lo que quiere decir que sucesivas adiciones al stock de capital de un país (maquinaria, equipos, infraestructura) tenían un impacto cada vez menor en la producción. La inversión, por lo tanto, debería ser más rentable en los países pobres, escasos de capital, que en los países ricos. A largo plazo, el nivel de ingresos de los países pobres debería converger al de los países ricos.
Romer notó que esa afirmación no cumplía con la primera obligación de toda teoría, que es la de dar cuenta de los hechos. No había y no hay hasta ahora tal convergencia. Hay países ricos que siguen enriqueciéndose y países pobres que siguen empobreciéndose. Hay también, por supuesto, países ricos que se empobrecen y países pobres que se enriquecen (como el Perú en los últimos 25 años). La diferencia fundamental no está en el capital acumulado, sino en las políticas económicas y en el respeto a los derechos de propiedad.
Otra falencia de la teoría recibida era que dejaba sin explicar de dónde provenía el cambio tecnológico. Simplemente ocurría. Romer postuló que el cambio tecnológico debía ser “endógeno”, o sea, venir desde adentro del sistema económico. Las ganancias prospectivas son lo que motiva a las empresas a hacer R&D, y la posibilidad de capitalizar los frutos de la R&D hace que unos países generen más conocimiento que otros y también crezcan más que otros.
Hasta aquí, todo bien. Pero Romer tomó en seguida lo que, a nuestro entender, fue un desvío desafortunado. Si el conocimiento es la clave del crecimiento, ¿por qué no tenemos más R&D? Las empresas, como hemos visto, hacen R&D cuando les resulta rentable, para lo cual tienen que ponerles precio a las ideas que producen. Eso quiere decir que la difusión del conocimiento será más limitada de lo que debería ser. Producir una idea tiene un costo; pero, una vez producida, todo el mundo la puede usar una y mil veces. Ponerle un precio, a través de una patente, por ejemplo, limita innecesariamente su difusión. Pero si no se le pone un precio, ¿cómo recupera la empresa su inversión? Mediante un subsidio a la R&D, es la respuesta de Romer.
Claro que se puede cubrir el costo de la R&D con subsidios, pero ¿cómo sabe el gobierno qué investigaciones vale la pena subsidiar? Las ideas, contra lo que suelen suponer los economistas, no se usan una y mil veces. Hay un límite a la cantidad de veces que se pueden replicar provechosamente o, dicho de otra manera, al valor que pueden generar. Si el subsidio es mayor que el valor que puede generar una idea a lo largo del tiempo, el gobierno está botando la plata. Eso, definitivamente, no contribuye al crecimiento económico. Una empresa también puede fallar en el cálculo; pero los accionistas que arriesgan su plata tendrán más cuidado en hacer solamente la R&D más promisoria.


Este artículo fue publicado originalmente en El Comercio (Perú) el 19 de octubre de 2018 y en Cato Institute.
 

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