La muerte de lo que quedaba en pie del estado del derecho
Adrián Ravier
Economista. Profesor de la Universidad Francisco Marroquín, Guatemala. Ha publicado en el libro "Soluciones de Políticas Públicas para un País en Crisis", Fundación Atlas para una Sociedad Libre, 2003.


Ayer la Cámara de Diputados comenzó a sepultar lo que aun quedaba en pie del Estado de Derecho en la Argentina. Si todavía había alguien que creía que esa concepción filosófica de la vida se limitaba solo a un sistema que escalonara una serie de elecciones para "hacer como que" el que gobierna es el pueblo, pues se equivoca de medio a medio. El Estado de Derecho está muy lejos de reducirse simplemente a ser un calendario de elecciones. El Estado de Derecho significa que la que gobierna es la ley y que la ley, a su vez, no puede ser cualquier ley sino aquella que se encuadra, respeta y está en línea con la letra y, sobre todo, con el espíritu de la Constitución. El Estado de Derecho significa que TODOS (incluidos -y empezando por- el Estado y sus funcionarios, estamos sometidos a la misma ley y somos responsables ante ella por las consecuencias de nuestros actos. Esto es lo que la doctrina llama el "Rule of Law", es decir que la ley es una y para todos.
Pues bien, lo que quedaba de vigencia de esa concepción en la Argentina es lo que comenzó a derrumbarse ayer cuando un conjunto de irresponsables voto la ley de irresponsabilidad del Estado.
Según esta normativa que ahora pasa al Senado pero que seguramente saldrá poco menos que de manera automática, de ahora en más las consecuencias civiles dañosas del los actos del Estado y sus funcionarios no darán lugar a que los ciudadanos privados perjudicados puedan iniciar acciones civiles de indemnización de daños, como cualquier cristiano podría iniciar contra otro cuando este hizo algo que lo dañara en su persona, en su patrimonio o en ambas cosas. De ahora en más el Estado y sus funcionarios pasan a estar POR ENCIMA de la ley que se nos aplica rigurosamente a los demás.
Los ciudadanos de ahora en más seguiremos respondiendo civilmente por las consecuencias dañosas de nuestros actos; el Estado y sus funcionarios no.
Se ha consumado un doble estándar; una doble legislación según lo cual existirá un ordenamiento jurídico para la plebe (los ciudadanos privados) y otro para la "neuve noblesse" compuesto por el funcionariado del Estado que pasaran a ser inmune e impunes por las consecuencias que, en las mismas circunstancias, otro debería pagar.
Esta barbaridad implica un viaje sin escalas a la prehistoria del Derecho. La evolución de la filosofía legal progresó durante mil años para llegar a arrancarle al poder absoluto del Estado los derechos civiles y para someter a esa casta inmunda a la misma ley y a las mismas obligaciones a las que todos estaban sujetos.
Las barbaridades y ultrajes de la peor calaña fueron cometidos bajo el imperio de aquellas condiciones en donde una nomenklatura impune podía hacer con la vida y los bienes de cualquiera lo que le viniera en ganas sin responder por las consecuencias. Si un nombre debiera llevar la dictadura es justamente ese, el de que un conjunto de privilegiados que, por estar encaramados en los sillones del Estado, puede hacer aquello que si fuera hecho por un ciudadano privado acarrearía consecuencias gravosas para el responsable.
El ex presidente del Uruguay, Julio María Sanguinetti, refería en un reportaje que le concedió a Clarín el domingo, pasado que Monstequieu advertía que "no hay peor tiranía que aquella que se ejerce a la sombra de las leyes". De eso se trata el camino elegido por el gobierno para asegurar la impunidad actual y futura de sus funcionarios. Como dijo Sanguinetti" detrás de la fachada de la institucionalidad, hay un vaciamiento de la institucionalidad".
El Estado se vale de una flagrante desigualdad que todos le admitimos (como es la de hacer la ley) para usar esa desigualdad para autodeclararse impune, inmune y más desigual a nosotros aún. Ningún ciudadano privado puede sentarse en el living de su casa, tomar una hoja de papel y declararse inocente por las consecuencias de cualquier acto que cometa de allí en más. Pues eso es lo que hizo la Cámara de Diputados ayer: tomar una hoja de papel y ponerle el nombre de "ley" a un zafarrancho por el cual se declara que los ciudadanos deberán aguantar cualquier daño que el Estado o sus funcionarios le inflinjan porque, por dicha ley, el Estado se autodeclara inmune.
No hay mejor ejemplo que este para ilustrar la advertencia de Montesquieu: el Estado le da una fachada de institucionalidad a la destrucción de las instituciones y del Estado de Derecho.
Por eso,  como esto sucede al mismo tiempo en el que otras aparentes acciones del gobierno entusiasman a algunos sobre cierto cambio pro-instituciones, pro-racionalidad, pro-libertades, pro-diálogo, pro-regreso al mundo, pro-legalidad, sería bueno advertir que todas esas son ilusiones: el modelo de absolutismo del Estado no se cambia. Que la escasez de recursos ponga en vigencia la famosa máxima de que la necesidad tiene cara de hereje, y haya que taparse la nariz para (temporariamente) hacer ciertas cosas que repudiaban hasta no hace mucho, no quiere decir que no las sigan repudiando y que pasado el Rubicón vuelvan sobre ellas.
La aprobación en diputados de la ley que termina con la vigencia del Estado de Derecho en la Argentina el mismo día en que medio país se alegraba porque se alcanzaba un acuerdo preliminar con Repsol por la confiscación de YPF, no deja de ser palmariamente sugestiva. Lo que ocurrió en diputados es lo principal. Lo que ocurrió en Madrid y en Buenos Aires son simplemente accesorios prácticos a los que hay que recurrir para no renunciar a nada.
 

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