Liberales insensibles
Carolina González Rodríguez

Abogada. Docente universitaria. Miembro del Consejo Académico de Fundación Atlas. Premiada en el "Concurso Internacional de Ensayos: Juan Bautista Alberdi: Ideas en Acción. A 200 Años de su Nacimiento (1810-2010)", organizado por Fundación Atlas.




 
            Dentro del abanico de críticas y desprecios por las ideas liberales, una -si no la más importante de todas- que los detractores nos endilgan, a los gritos y de manera constante y continua, es la falta de sensibilidad por “los que menos tienen”. O el ánimo de excluir a “los pobres”, o el mantra repetido hasta el cansancio de que los liberales somos socialmente insensibles y egoístas.
 
            En la academia socialista, sin ir más lejos, el filósofo canadiense Charles Taylor ha montado una teoría “comunitaria” en la que critica a John Rawls por su visión  “aún individualista” del bien común y de justicia, a pesar de ser Rawls uno de los principales pensadores que sostienen la idea de la justicia distributiva como una suerte de tercera vía entre el individualismo metodológico al que muchos adherimos y la visión comunitarista del propio Taylor.
 
            Mientras que Rawls admite al bien común como un objetivo inevitable para la vida en sociedad, según Taylor esta perspectiva está viciada del individualismo a ser superado, en tanto el bien común así prescripto se basa en la entrega (forzada, como sucede con el pago de impuestos) de los recursos propios de los individuos para su afectación a las necesidades de la “comunidad”. Al fin y al cabo, según Taylor, la postura de Rawls se orienta al beneficio de los individuos que conforman la sociedad, quienes se servirían de los resultados arrojados por los aportes realizados en miras al bien común. He ahí la crítica de Taylor, en tanto para él es necesario desarrollar una teoría (y políticas públicas que luego la pongan en práctica) que “trascienda la simple facilitación y defensa del bien de los individuos”.
 
            Para Taylor, no son los individuos viviendo en sociedad los merecedores de la tutela jurídica y política, sino “la sociedad” como sujeto con ontología propia y diferenciada de los individuos que la componen.
 
            Desde esa perspectiva, la defensa de los derechos individuales, es, en realidad, la defensa de ideas esclavizadoras, en tanto los únicos habilitados a lograr las ventajas de la libertad individual son los dueños del capital necesario y suficiente para conformar la “burguesía”. Mientras que “los trabajadores” y los “asalariados” están excluidos e imposibilitados de lograr los beneficios que la libertad individual trae aparejados. Así, los detractores del liberalismo entienden que los liberales aspiramos a una sociedad dividida en castas, en la que algunas podrán alcanzar el bienestar pero a costa de las otras. Y la búsqueda del “bien común”, o de la “justicia social”, debe imponerse como el antídoto contra tal espeluznante objetivo.
 
Pero, concretamente, ¿qué es la justicia social? Hayek [1] enseña que “Casi nadie duda que esta expresión tiene un significado bien preciso, de que describe un alto ideal, y de que delata los defectos del orden social existente, que necesita urgentemente ser corregido. Aunque hasta hace poco tiempo se habría buscado en vano, en la amplia literatura existente, una clara definición de la misma, parece que no hay la menor duda, tanto entre la gente común como entre la gente culta, de que la expresión tiene un sentido pleno y bien definido”.
 
            Pero más allá de los aportes teóricos que demuestran no sólo la inviabilidad, sino lo contraproducente del concepto, la “justicia social” se impuso como un objetivo indiscutido: “El término social vino cada más a significar la virtud preeminente, la cualidad en que destacaba el hombre bueno  y el ideal que debía siempre guiar a toda acción de la comunidad”[2]. Y el Profesor Alberto Benegas Lynch ilustra más aún la problemática del concepto al decir que la justicia social es “una grosera redundancia, puesto que la justicia no puede ser vegetal ni mineral”[3].
 
Marx realiza su “importante” aporte a esta visión anti-liberal desarrollando el concepto de conciencia de clase, la que sirvió de fundamental sostén a las ideas colectivistas. ¿A qué clase pertenecemos? ¿Dónde empiezan y dónde terminan cada una de ellas? Y más aún, ¿quien tiene la suma del conocimiento absoluto como para determinar, con precisión matemática, estos límites?
 
            Pero todas estas preguntas demandan un pensamiento elaborado; una visión crítica de las ideas (marxistas o liberales) que es muy costosa (en términos relativos) para la gran mayoría de las personas, quienes tienen intereses más mundanos e inmediatos como procurarse el alimento, la vivienda y la satisfacción de las necesidades más elementales.
 
Ludwig von Mises sugiere que el éxito de las ideas colectivistas estriba en la condición neurótica de quienes adhieren a las mismas: “La raíz del antiliberalismo no puede, sin embargo, ser aprehendida por vía de la razón pura, pues no es de orden racional tal oposición, constituyendo, por el contrario, fruto de patológica disposición mental que brota del resentimiento, de neurasténica condición, que cabría denominar el complejo de Foruier, en recuerdo del conocido socialista francés”. [4]
 
El mismo Mises admite que la investigación sobre este fundamento corresponde a psiquiatras o psicólogos, por lo que me excede largamente pronunciarme a favor o en contra de esta identificación de las causas del anti-liberalismo.
 
Sin embargo, es racional entender que la apreciación por las ideas socialistas puede surgir de su característica más visible: las teorías colectivistas, en general, son simples. Fáciles de consumir y de digerir. Se plasman en preceptos sencillos y lineales, apelan a la emocionalidad, en lugar de la racionalidad, y se presentan como respuestas inmediatas a la mínima inquietud sobre el estado de las cosas en temas sociales. No requieren meditaciones elaboradas, ni exigen una inversión de tiempo y esfuerzo para llegar a conclusiones más o menos acertadas: “Donde hay una necesidad, hay un derecho”. Y brindan una sensación de satisfacción inmediata a la terrible incertidumbre a la que cotidianamente nos enfrentamos los seres humanos, en todos los aspectos de nuestras vidas.
 
 
 
Los liberales son insensibles a las necesidades sociales.
 
            Los críticos remarcan que el liberalismo no puede divorciarse del capitalismo. Para ser liberal se debe, ineludiblemente, si no se quiere caer en incongruencias insalvables, ser capitalista. Esto es, o bien ser el dueño del capital, o bien ser afecto al consumismo de los bienes y servicios consecuentes de la producción generada por los dueños del capital.
 
Están en lo cierto. En tal sentido, el liberalismo económico rechaza el intervencionismo estatal en las actividades de producción y de consumo, el que se impone por regulaciones o por carga impositiva. Tanto las unas como las otras, para la visión colectivista de la sociedad, son las herramientas necesarias para el combate contra el individualismo “rampante” que promueve el liberalismo, y -consecuentemente- resultan el mecanismo idóneo para la implementación de la solidaridad, la prosecución del bien común y el logro de la “justicia social”.
            Así, quienes luchamos contras esas “herramientas” no podemos ser catalogados más que como egoístas, e insensibles a la escasez y al sufrimiento ajenos.
 
            Sin embargo, esta exitosísima visión de las cosas resulta completamente equivocada.
            Mientras los colectivistas fundamentan su lucha por el bien común y la justicia social,en una visión estanca de la vida en sociedad, donde todos pertenecemos  a una u otra clase social, los liberales rechazamos esa percepción determinista de la realidad, y creemos que los individuos, independientemente del género, raza, religión, origen o circunstancias tenemos no solo la capacidad sino el potencial de posicionarnos en el lugar y en la situación a la que nuestra escala de preferencias nos lleve.
 
Pero llegar a esta conclusión demanda tomar partido por un determinado posicionamiento filosófico, por un paradigma moral: ¿qué vemos los liberales cuando vemos “al otro”? ¿Qué vemos cuando vemos a un “pobre”, o a “los que menos tienen”, o a “los humildes”?
 
La respuesta a esta pregunta dependerá de la mayor o menor adhesión al principio de “libre albedrío”. En esencia, los liberales confrontamos el determinismo, y promulgamos la existencia -indiscutible- de las condiciones naturales de los seres humanos, que se reflejan en la toma de decisiones cotidianas. El libre albedrío, entonces, es el que nos posiciona en uno u otro lugar. Dependerá, luego, de las condiciones de información, formación, inteligencia, voluntad, circunstancias y coyunturas de las que cada uno de nosotros dispongamos.
 
Indiscutiblemente, todas estas varían de persona en persona. Y es entonces donde “el conflicto de visiones” en términos de Thomas Sowell[5] entra en ebullición, plasmando la dialéctica presente entre liberales y socialistas. O mejor dicho, entre individualistas metodológicos y colectivistas.
 
El libre albedrío, ese elemento de naturaleza humana por excelencia y excluyente para todos los demás seres vivos, impone la consideración de los medios y fines disponibles para y por los miembros de una determinada sociedad. Y también de las preferencias infinitas en cada uno de nosotros. De hecho, las reglas, leyes, normas e imposiciones (positivas o normativas) no tendrían ninguna razón de ser si el hombre no tuviera libre albedrío. Precisamente, son esas reglas de conducta las que orientan las acciones humanas, en atención a los incentivos y al posicionamiento ético de las personas, y que unas y otras postulan al hombre puesto en una situación deliberativa. El hombre elige qué camino tomar; qué conducta desarrollar y por ende, las normas y regulaciones advierten sobre las consecuencias de una u otra opción.
 
Y he ahí la diferencia entre liberales y colectivistas. Mientras los primeros tenemos como punto de partida axiológico la capacidad universal de discernir entre las múltiples alternativas existentes para la generación de recursos y la satisfacción de necesidades, los segundos perciben a “los pobres” como absolutamente incapaces de hacerlo, precisamente, por su condición de “pobres”.
 
Así, la condición de “pobre” o de miembro del sector “más vulnerable” (en terminología altamente apreciada por la corrección política colectivista) es condición sine qua non para ser merecedor de la tutela de la justicia distributiva a la que apela la izquierda. Los “pobres” están determinados a ser pobres; mientras que los ricos están también determinados a ser ricos. Y de ahí el error en la ética consecuencialista, o utilitarista, para ser más exactos, a la que adhieren los colectivismos. Es ético y válido interpretar a un individuo (los “ricos”) como medio para que el logro de los fines de otro (los “pobres”).
 
Por el contrario, los liberales despreciamos todo tipo de determinismo.
 
Taylor mismo acepta que la teoría liberal es una teoría igualitaria: “Con el tránsito del honor a la dignidad sobrevino la política del universalismo que subraya la dignidad igual de todos los ciudadanos, y el contenido de esa política fue la igualación de los derechos y los títulos”[6]. Resulta lamentable que el autor la considere equivocada, en tanto su rechazo abona el multiculturalismo que, precisamente, se opone al universalismo por fundamentar la asignación de derechos y obligaciones dependiendo de las peculiares características, principios, valores y preferencias de los grupos a los que unos y otros individuos pueden pertenecer.
 
Acierta Taylor al identificar al liberalismo con el universalismo, entendido como filosofía que pretende ser de aplicación general, con el único requisito de tratarse de seres humanos los beneficiarios (y obligados) por la libertad de la que a cada uno es titular. El liberalismo sostiene la filosofía de la igualdad ante la ley, la igualdad ontológica y sus fundamentos van más allá de la simple normativa, o de una posición deóntica.
 
Fue Hayek quien expuso esos fundamentos con una claridad indiscutible: los liberales no sólo no somos insensibles ante el dolor, la pobreza y la escasez de algunos, sino que vemos a “los otros” exáctamente iguales y capaces de producir y generar riqueza, individual y agregada, porque sin importar el origen, la raza, el género o las condiciones de cada uno de nosotros todos tenemos el conocimiento necesario para la mejor y más acertada asignación de recursos.
 
En “El uso del conocimiento en la sociedad” [7] Hayek explica que la oferta y la demanda,  los intercambios voluntarios de bienes y servicios, pueden tener una mayor o menor escala dependiendo -básicamente- del conocimiento que cada uno de los miembros de una sociedad tiene. Pero este conocimiento tiene la particularidad de tratarse de un conocimiento desagregado en pequeños bits de información; no es un conocimiento académico, científico, metódico y ordenado; y las más de las veces, es un conocimiento que quienes lo ostentan ni siquiera saben que lo hacen. Es decir, es el conocimiento de las “circunstancias de tiempo y lugar” propias de cada uno de nosotros.
 
Ese conocimiento no distingue razas, religiones, géneros o condiciones socio-económicas. Ese conocimiento se tiene, por el mero hecho de ser seres humanos.
 
Sin embargo, se requiere de un proceso de descubrimiento, tanto de las necesidades o preferencias (la demanda) como de los mejores modos de producción (la oferta) para satisfacerlas. Y muchas veces ese “descubrimiento” se prueba equivocado, al haber realizado una mala lectura de las necesidades o preferencias  identificadas por el “descubridor”, que no es otro que el emprendedor que asigna sus recursos (escasos) a la producción de los bienes y servicios orientados a satisfacer las demandas presuntamente distinguidas. Y muchas otras, esa identificación es acertada, por lo que es indiscutible la tendencia equilibrante entre la oferta y la demanda.
 
En consecuencia, el hecho de ser “pobre”, “humilde” o parte de “los que menos tienen” no es óbice para llevar adelante este proceso de descubrimiento en el mercado, siendo que todos disponemos de ese conocimiento de las circunstancias del tiempo y del lugar en el que nos toca vivir.
 
Esta premisa permite la comprobación empírica, si observamos los mercados identificados como “La Salada” y sus multiplicaciones locales en los barrios más humildes del Gran Buenos Aires en centros denominados “Saladitas”. O los vendedores de “tortillas”, en improvisadas parrillas ubicadas en las esquinas de mayor circulación. O los kioskos instalados en las ventanas de las casas de esos mismos barrios humildes. Y aún parrillas improvisadas en las veredas, con absoluta impunidad en el uso del espacio público de esos mismos barrios.
           
Y cómo obviar el inmenso mercado de productos y servicios desarrollados en las villas y asentamientos de las ciudades y periferias más importantes de la Argentina.
 
            Como nota de tapa del diario La Nación del domingo 24 de Febrero, se informa que el gobierno suspendió el otorgamiento de 12.000 planes sociales por incumplir con los requisitos educativos.
 
            La primera reacción fue de gran satisfacción, no sólo por la justicia involucrada en esta medida, sino porque la eliminación del asistencialismo (junto con medidas simultáneas de eliminación de barreras regulatorias de entrada, la baja de la carga impositiva y la apertura de la economía) redundaría en los beneficios del emprendedorismo y la auto-sustentación de “quienes menos tienen”. Pero más importante aún, significaría la restauración de la dignidad añadida al trabajo y a la asunción de los riesgos.
 
            Sin embargo, la noticia informa que esos 12.000 planes asistencialistas suspendidos representan tan sólo el 3% de los 400.000 planes asignados (destinados a personas que lleven adelante capacitaciones laborales), con un ingreso de $6.000 por beneficiario. Este plan tiene un presupuesto previsto para 2019 de $ 39 Mil millones. Por su parte el plan de Asignación Universal por Hijo, otorgado a 4 Millones de niños, tiene un presupuesto de $110.000 Millones para este año.
 
            Estas cifras espantan, pero no porque los liberales seamos “insensibles” a las necesidades de las personas beneficiarias de esta miríada de planes sociales, exponencialmente incrementados durante el gobierno Kirchnerista. Sino porque entendemos que el asistencialismo beneficia, y es una herramienta de gran utilidad, a los políticos clientelistas.Y un desmedro inter-generacional de los “beneficiarios” de los mismos. Además, está también empíricamente demostrado que las políticas asistencialistas no arrojaron jamás los resultados esperados. Bien por el contrario, generan los incentivos perversos a la continuidad y permanencia en la pobreza,  y a la concepción cada vez más arraigada de tener “derechos adquiridos” a recibir esa limosna del estado. En realidad, de los gobiernos de turno.
            Pero lo más espeluznante de la noticia resultó el dixit del diputado peronista Daniel Arroyo, es ministro de Desarrollo de Buenos Aires: “la AUH va camino a consolidarse como una política de Estado. El actual Gobierno incorporó nuevos niños y, seguramente, los próximos gobiernos van a seguir. Esto, sin duda es una buena noticia”.
 
            La inmoralidad de esta frase no conoce límites. ¿Es una “buena noticia” que el asistencialismo se instaure como política de estado? ¿Que los próximos gobiernos lo continúen y aún engrosen? ¿Qué nivel de “sensibilidad social” se desprende de esta premisa?
 
Mientras los políticos y los colectivistas, en general, aplauden esta visión, o éste entendimiento de la solidaridad, quienes adherimos a las ideas de la libertad individual lo encontramos denigrante, malicioso e insultante de las capacidades y habilidades de las personas, de los sujetos que son considerados como “inferiores” al resto de los miembros que componen una sociedad. Entendemos que la expansión y continuidad de los planes asistencialistas atentan de manera frontal y directa contra un sector de la sociedad que -como está comprobado- resultan tan o más capaces que muchos de nosotros que escribimos y leemos estas líneas. Personas con la idéntica entidad ontológica que la propia. Personas con el potencial de crear riqueza, de generar más recursos que los existentes, de satisfacer necesidades y demandas. Personas, en suma, iguales a cada uno de nosotros. Personas que vienen sufriendo el embate del clientelismo político, magistralmente ejecutado desde hace 70 años, y que afecta a varias generaciones de Argentinos.
 
Los liberales no discriminamos. No sólo no pretendemos la exclusión de los pobres, sino que demandamos la restauración de su dignidad, de su percepción como personas enteramente capaces de producir, de satisfacer sus propias necesidades y mediante su producción las necesidades de los demás.
 
Exigimos la consideración de “los pobres” como miembros activos, hábiles y responsables de la sociedad, porque nuestra visión universalista implica la verdadera inclusión de estas personas a un mercado extendido, en el que sus recursos y habilidades permitan una mayor división del trabajo y el aumento de la oferta de bienes y servicios puestos a satisfacer las necesidades de otros.
 
En síntesis, los liberales, en realidad, nos “solidarizamos” con “los pobres”, y levantamos la voz por ellos, ante el maltrato y la indignidad a los que la izquierda, el peronismo y el populismo los viene sometiendo, al percibirlos -sostenidamente- como seres inferiores; como el pez más chico al que deben proteger de ser comidos por el pez más grande. Y mientras así declaman, con esta visión ontológica del otro son, en realidad, el lobo disfrazado de oveja que sin prisa pero sin pausa, aniquilan a “los más vulnerables”, sometiéndolos a la esclavitud de la necesidad, a la idea de ser titulares de los “derechos” a recibir las migajas que como una limosna el gobierno les arroja mediante “el plan”. Y a servir de medios para alcanzar los fines propios de políticos y politiqueros que encuentran en la defensa de “los pobres” un excelente negocio.


[1] HAYEK, F.A, “Derecho, Legislación y Libertad”. Unión Editorial. Madrid, 2006. P 267.
[2] HAYEK, F.A, Ob.Cit. p.281
[3] BENEGAS LYNCH (h), A. “La “Justicia Social” como antítesis de la justicia” https://independent.typepad.com/elindependent/2009/10/la-justicia-social-como-ant%C3%ADtesis-de-la-justicia.html
[4] MISES, Ludwig, V. “Liberalismo”. Unión Editorial. Centro de Estudios para la Libertad. Buenos Aires. Madrid, 1975. P.29.
[5] SOWELL, Thomas. A conflict of visions. Basic Books. New York. 2002.
[6] TAYLOR, Charles. El multiculturalismo y la “política del reconocimiento”, 1993.Ed. Fondo de Cultura Económica, México.
[7] HAYEK, F.A. “El uso del conocimiento en la sociedad”. American Economic Review, XXV, 4 de Septiembre de 1945, pp. 519-530.

 

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