¿De qué está hecha tu nación?
Alejandro Bongiovanni
Director de Políticas Públicas de la Fundación Libertad.
Vivir una vida totalmente carente de mitología no es cosa fácil. La angustia que nos produce sabernos seres finitos ha llevado a nuestra especie a desarrollar todo tipo de mitos que prometen a las personas la “trascendencia” –un sucedáneo a la inmortalidad– simplemente si pertenecen a algún aglutinante con propiedades ficticias. El individuo perece, pero el colectivo sobrevive. Pertenecer es, de algún modo, vivir para siempre. Una ilusión nada desdeñable. Basta entonces suscribir a algún mito que tengamos a mano, asirnos de la idea de “algo más grande que el individuo” para lograr dormir un poco mejor. Además de darnos ilusión de continuidad, los mitos nos otorgan un sentido de pertenencia –esencial para nuestra especie– y un certificado de calidad moral, dado que los buenos siempre son los que pertenecen al grupo, frente a los malos que están afuera.
Afortunadamente, antes de que uno aprenda a andar en bicicleta ya es heredero de una mitología particular. Previo a adquirir las mínimas herramientas para formar un juicio crítico, nos aprovisionan de dioses que venerar y dioses que rechazar, banderas y colores a los que rendir tributo, héroes a admirar, villanos que detestar, pueblos por los cuales sentir amor y quizás otros por los cuales sentir tirria. Vamos, uno no aprendió a caminar del todo bien pero ya es –sin saberlo– fanático de un equipo deportivo.
Así las cosas, el siglo pasado fue contexto de una gran variedad e intensidad de mitos tan antiunivesalistas como antimodernos. El mito del “volkgeist” y el populismo; el culto al indigenismo y al buen salvaje; el tercermundismo; el pobrismo; son algunos casos conocidos que aún se reinventan permanentemente. Pero acaso el más exitoso y nocivo de todos los mitos haya sido el del nacionalismo.
Las teorías nacionalistas se basan en la ficción del “ser nacional” como categoría ontológica, como una esencia eterna e inalterable, que palpita en las almas de todos los habitantes que habitan un mismo suelo. “Las naciones tienen un alma general y una verdadera unidad moral que las constituye en lo que son” decía el acérrimo enemigo del liberalismo, Joseph de Maistre. Johann von Herder, acaso el primero en hablar de “espíritu nacional” sostenía “el centro de la felicidad, así como cada esfera tiene su centro de gravedad”. Los individuos no somos más que pequeñas partes de un todo nacional, con una mítica historia y un futuro de gloria inevitable, que si se posterga es producto exclusivo de los “enemigos” de la nación. La creación del enemigo es un aporte fundamental del nacionalismo, toda vez que el enemigo nos da fuerzas y vitalidad, como expresaba claramente el prestigioso intelectual antiliberal, Carl Schmitt. “Der Feind ist unsere eigene Frage als Gestalt" ("el enemigo es nuestro propio problema en forma visible”). En nuestra naturaleza tribal fluye la necesidad de definirnos por una negativa, en ser en el no ser. La batalla contra el que no es (no es “pueblo”, no es “nación”, no es “género”, no es “clase social”) nos excita y es la base de todos los totalitarismos del siglo pasado (y de los muchos de los problemas de éste). “El valor de la vida no lo engendra el razonamiento; brota de situaciones bélicas, en las que los hombres combaten poseídos por el mito” ruge Schmitt.
¿Pero qué diablos es la nación? Juan José Sebreli tajea el mito y muestra que no es más que la representación ideológica del Estado. “La nación es un artefacto, un artificio, producto de ingeniería social y manipulación ideológica”. Ni nación ni nacionalidad son entidades naturales, primarias ni invariables, sino históricas, sociales y culturales construidas, inventadas.
¿Y hechas para qué? El fortalecimiento del Estado exigía la creación de una nacionalidad. No era posible gobernar sólo por la obediencia voluntaria a la ley o el miedo a la coerción. “Era necesario que los habitantes del país se sintieran consustanciados con el Estado. Crear un lazo emocional. Pero no se puede amar a una institución, nadie da la vida por una administración, se imponía inventar un lazo emocional, inculcar una idea de patria, para suscitar amor por ella. Al Estado se lo obedece, pero a la patria-nación se la ama. El patriotismo es la manifestación emocional del nacionalismo, que, a su vez, es la expresión ideológica del estatismo” concluye Sebreli.
¿De qué está hecho el mito de la nación?
¿De la lengua? Parecería lo lógico que al ser el idioma el principal vínculo de comunicación entre los hombres, quepa identificar lengua con ser nacional. Pero lo cierto es que las lenguas no son nacionales, sino que provienen de antecedentes comunes. El castellano, el inglés, el francés, el alemán, el ruso, el italiano, el portugués, el griego, el armenio tienen raíces comunes. No hay ninguna lengua homogénea que sea producto de un solo pueblo. La lengua es un orden espontáneo, vivo, abierto y ciego. Hay pueblos que cambiaron de lengua en su historia. Otros, como la India, no tenían idioma sino una enorme variedad de dialectos. Los hay con varias lenguas. Un idioma nacional es menos un hecho espontáneo que político. Que el holandés sea un idioma se debe a que Holanda hay logrado constituirse como Estado, sino sería un dialecto del bajo alemán. Si los Reyes católicos hubieran sido menos poderosos o la nobleza catalana más fuerte, la lengua de España sería el catalán y el castellano un dialecto, y hoy Vox declamaría que el catalán es la expresión unívoca del ser nacional español.
Si no puede hallarse la nación en el idioma ¿quizás pueda hallarse en la cultura? Mucho menos. De nuevo Sebreli nos recuerda el mito de la cultura nacional. Giovanni Papini decía que “sólo los nacidos en Florencia eran capaces de entender a fondo al Dante”; el inefable Maurras decía que un judío francés era incapaz de entender los versos de Rancine y Menéndez Pelayo excluía del “genio español” a los escritores judíos. Lo cierto es que la cultura es promiscuidad y no monogamia. Bach estaba influenciado por los italianos Frescobaldi y Vivaldi. Debussy, la quintaesencia de la música francesa no sería él sin el ruso Músorgsky. Shakespeare se inspiraba en temas italianos, daneses y griegos. El más gauchesco de los poemas argentinos, Martín Fierro, está basado en el Antiguo Testamento, los Evangelios, el Corán, Confucio y Epícteto. La enorme sombra de Jorge Luis Borges abarcaba la cábala, las mil y una noches, Kafka, De Quincey, Stevenson, Berkeley, el budismo, la enciclopedia británica y las milongas orilleras. El arte hoy está tan globalizado como todo lo demás. Los temas son universales porque universal es el mercado. En países de Medio Oriente disfrutan a Batman y en parís una se escucha música zen. El suponer que existe una cultura nacional es no comprender bien qué significa cultura. Pero sobre todo, el considerar que cultura es lo mismo que nación resulta una tontería.
¿Será entonces que la nación es el suelo? El territorio también ha cambiado mucho a lo largo de la historia. Mi país, por caso, fue sucesivamente espacio de tribus indígenas desconectadas entre sí. Luego un espacio marginal del Virreinato del Alto Perú y por último parte del Virreinato del Río de la Plata, cuyos límites no coincidían con los actuales y su unidad una ficción jurídica. Abarcaba territorios desintegrados, desiertos y zonas donde el Estado carecía por completo de poder. El Río de la Plata que hoy parece una frontera natural entre dos países, era antes un río interior que unía dos provincias. Formosa es argentina y no paraguaya como resultado de una guerra. Esto no es muy distinto en el resto de los países.
Las peleas por tierras –dice Sebreli– no son problemas éticos o metafísicos, ni responden a una predestinación telúrica, sino meros problemas prácticos que dependen de una relación de fuerzas. A pesar de que el nacionalismo nos quiere hacer sentir que deberíamos amar suelo que jamás hemos visto y jamás veremos, lo cierto es que la cuestión del territorio siempre fue mucho más superficial que lo que el mito de la nación pretende hacerlo ver. En el siglo XIX EE.UU. compró Luisiana a Francia, Florida a España y Alaska a Rusia. EE.UU. y Gran Bretaña se intercambiaron territorios al sur y norte del paralelo 49. El territorio de Israel es, en gran parte, producto de una compra a terratenientes palestinos. El nacionalismo pretende decir que la tierra es casi un sujeto, de los cuales los habitantes serían un mero atributo. Un desatino total.
¿Será que nación es igual a pueblo? Tampoco. En un mismo régimen político y legal conviven variadísimas formas de ser, relacionarse, sociabilizar, consumir, recrearse, etc. Un jujeño argentino puede que comparta más tradiciones y gustos con un boliviano que con un porteño, que quizás sea muy similar a un uruguayo de Montevideo. Los vascos, los gallegos, los andaluces o los valencianos no tienen una identidad cultural común que los haga sentir un solo pueblo. ¿Los irlandeses, galeses, ingleses y escoceses son un pueblo idéntico de Gran Bretaña? ¿Lo son los calabreses y los venecianos? No. Si buscamos la nación, tampoco la encontraremos en el escurridizo concepto de pueblo. La psicología de los pueblos es una patraña. Es la “generalización abusiva de datos circunstanciales para crear una metafísica del ser nacional”, sostiene Sebreli.
Por último, el nacionalista apelará entonces a la historia. Las naciones tienen una historia común, mítica generalmente, que se remonta a un pasado inexistente y un futuro brillante. Esto también es una mentira. No existe la historia natural de las naciones. “La existencia de la nación francesa en el fondo del alma francesa, antes de existir el Estado francés, es ilusoria”. El borgoñés era borgoñés, no francés.
Concluyendo, cabe subrayar que el nacionalismo fue una ideología elaborada luego del desarrollo del proceso virtuosamente desintegrador que llevaron adelante la burguesía y la economía capitalista, que pusieron a los individuos cada vez más en el centro. El nacionalismo –tan en boga hoy, gracias al miedo que genera la globalización y la diversidad producto del capitalismo– fue creado para justificar la autoridad estatal. Es la religión del Estado (tanto como una forma que usa la religión para hacerse lugar en el Estado).
El ser nacional, como la conciencia de clase del marxismo, no son más que patrañas. No han existido nunca, más que en las calenturientas cabezas de personas dispuestas a sentirse superiores por el fortuito hecho de pertenecer a un colectivo imaginario y dispuestas a hacer respetar dicha superioridad con agresividad.
Publicado en Cato Institute.
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