Educar para producir
Macario Schettino

Profesor de la División de Humanidades y Ciencias Sociales del Tecnológico de Monterrey, en la ciudad de México y colaborador editorial y financiero de El Universal (México).




El mejor estudio que conozco acerca de la productividad es el libro de Bill LewisEl poder de la productividad. Lo es porque resulta de un estudio detallado de la productividad por sector en diversos países del mundo, y no viene ni de trabajo de gabinete ni del cálculo simple de dividir lo producido entre el número de trabajadores, como es frecuente. 
Lewis presenta dos conclusiones que me parecen fundamentales. La primera es que la productividad está asociada a las reglas. Una persona es más o menos productiva dependiendo de la eficiencia y claridad de las reglas que operan en su trabajo. Pone incluso el ejemplo de un mexicano, analfabeta, que llega a Houston a trabajar en la industria de la construcción, y sin aprender a leer y escribir, ni a hablar inglés, se vuelve tres veces más productivo, porque su actividad está más claramente definida, y su trabajo puede ser más eficiente.
La otra conclusión es que, si bien educación e inversión en capital físico son importantes, lo son en realidad cuando existe competencia económica. Mientras no hay con quién competir, nadie utiliza a fondo ni su capital humano ni sus herramientas. Pero cuando aparece la competencia, esos elementos resultan decisivos. 
La educación en México, como usted sabe, no nos permite competir. De acuerdo con la prueba PISA, el nivel promedio de los jóvenes mexicanos (15 años) es uno de los más altos de América Latina, apenas debajo de Chile y Uruguay, pero la proporción de jóvenes en nivel de excelencia es casi la peor del continente, sólo por encima de República Dominicana. Esto significa que México cuenta con una cantidad importante de personas preparadas moderadamente, que son capaces de participar en la producción, pero en actividades no muy demandantes. Más claro: podemos competir en ensamblado, y por eso una cantidad importante de empresas internacionales han ubicado en México esa parte del proceso productivo, pero no otras. 
Podemos ensamblar autos, celulares, satélites, computadoras, pero no podemos inventarlos. Apenas el 0,3 por ciento de los jóvenes mexicanos terminan en nivel de excelencia. Compare usted con Brasil, que en el promedio está por debajo de nosotros, pero que logra ubicar en ese nivel al 1,5 por ciento de sus jóvenes. Y puesto que tienen una población del doble de la nuestra, esto quiere decir que hay 10 brasileños en ese nivel por cada mexicano. 
La causa de esta aparente paradoja (promedio alto, excelencia baja) me parece que resulta de un sistema educativo que premia la mediocridad. Al maestro no se le evaluaba por el número de alumnos excelentes, sino por la homogeneidad de sus resultados. Y en la escuela, la única manera de ser iguales es hacia abajo. 
No es extraño que un sistema educativo construido en los años treinta del siglo pasado se haya centrado en la homogeneidad. Se trataba de producir una clase trabajadora hasta entonces inexistente. Además, había que adoctrinarlos en el respeto al gobierno emanado de la Revolución, y por eso se dedicaba el 25 por ciento del tiempo de niños y jóvenes a estudiar historia, geografía y civismo, después agrupadas en Ciencias Sociales. 
Pero este mismo sistema es hoy un lastre, y por eso había que transformarlo. Y el primer paso era terminar con intereses laborales y políticos construidos a su alrededor. De eso se trataba la reforma educativa. Pero los afectados supieron organizarse, apoyar a un candidato, y cobrarle el favor. Nada difícil, siendo que ese candidato tiene un mapa mental ubicado precisamente entre los años 30 y 70 del siglo pasado. 
Se ha condenado a México a dedicarse a actividades que hoy empiezan a escasear, y que desaparecerán en el futuro. Se ha condenado a los niños y niñas de este país a décadas de pobreza.



Este artículo fue publicado originalmente en El Financiero (México) el 25 de septiembre de 2019 y en Cato Institute.
 

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