Cepo a la palabra
Carlos Mira
Periodista. Abogado. Galardonado con el Premio a la Libertad, otorgado por Fundación Atlas para una Sociedad Libre.


La increíble presentación de Lázaro Báez para solicitarle a la Justicia que los medios no puedan nombrarlo ni a él ni a sus empresas -en relación con las investigaciones de Hugo Alconada Mon en el diario La Nación- ha disparado una serie de señales y de conductas en el gobierno que confirman varios perfiles que ya venían conformándose.

En primer lugar el hecho mismo de pretender dominar lo que se dice por la prensa. Se trata de una pretensión típica de los regímenes absolutos que no toleran el control social de la gestión y pretenden que su nomenklatura quede fuera del alcance de investigaciones o sospechas, para que, en esa impunidad, puedan manejarse con completa libertad y absueltos de cualquier responsabilidad. Resulta paradójico cómo los sistemas que anulan las libertades de los ciudadanos se las aseguran para sus propios militantes. Tan paradójico y risible como que una persona con estrechos vínculos con el gobierno se valga, para defenderse de la prensa, nada mas y nada menos que de aquel tipo de garantías que el gobierno pretendió eliminar para que los ciudadanos se defiendan de él: las medidas cautelares.

La pretensión de Báez quiere impedir que una investigación periodística continúe enterando al ciudadano común sobre los posibles vínculos de su persona y sus empresas con las personas y las empresas de la familia presidencial. Recordemos que Báez es el beneficiario prácticamente exclusivo de la obra pública en el Sur, y que esa posición de privilegio le viene asegurada desde el propio poder. Cuando se descubre que luego el propio Báez paga millones de pesos a los Kirchner por alquilar por adelantado cientos de habitaciones de hotel que luego no ocupa nunca, la duda es obvia: Báez devuelve por un lado lo que recibe por otro, separando antes, seguramente, alguna “comisión” por su intermediación.

Y es aquí donde surge otra de las cuestiones disparadas por esta insólita ocurrencia. El jefe de gabinete -y el razonamiento del propio Báez en su presentación- ha planteado que los hechos ventilados en La Nación son cuestiones privadas en las que el poder de investigación del periodismo no puede meterse. Al mismo tiempo, Capitanich -no sin una importante cuota de contradicción- se preguntó por qué se habla siempre de la corrupción política y nunca de la corrupción “empresarial”, como si lo que importara no fuera la existencia de delitos sino que se hable de lo que ocurre en la política.

Parecería que el jefe de gabinete ha olvidado que lo que le importa a la sociedad en términos de su interés colectivo es si se cometen delitos con su dinero; si los empresarios se roban entre sí o le roban a otro particular, es un caso que a la sociedad como tal no la afecta porque allí no hay dinero de sus impuestos involucrado.

Pero Capitanich con sus dichos no hace otra cosa que volver a plantear una estúpida aspiración del gobierno en el sentido de establecer una especie de partido entre el “sector público” y el “sector privado”, como si de ese “match” debiera salir un ganador que demuestre quién es mejor, más eficiente, más moral, mejor administrador, más inteligente y mejor dotado.

La presidente ha sido una especie de abanderada de este sinsentido. Lo ha planteado en cuanta oportunidad tuvo y, con sarcasmo, se ufanó de que es “la política” la que siempre tiene que venir a solucionar los problemas que causa “el mercado”.

Se trata de la manifestación de una reverenda ignorancia. En primer lugar porque el sector público debería ser el primero en no platear esas comparaciones porque resulta obvio que sale perdedor en cualquiera de las áreas que quieran analizarse. Pero además, porque el éxito de los países no surge del enfrentamiento entre el sector privado y sector público sino de que cada uno de ellos haga bien el tipo de trabajo para el que su naturaleza los dotó con mayores herramientas y recursos: el sector público para administrar los intereses comunes y el sector privado para trabajar y producir.

Tampoco se entiende bien el siguiente párrafo de las declaraciones del ya a esta altura descolorido jefe de gabinete. En una nueva incitación a la violencia y a la división acusó a los empresarios de presentar productos con ligeros cambios en su composición para eludir, de ese modo, el control de precios a sabiendas de que con eso se perjudica a un “hermano”.

No sé si Capitanich ha estado al tanto de las noticias de estas últimas semanas en la Argentina, pero hordas de gente que hasta días antes hacian sus compras en determinados comercios salieron a asaltarlos y robarlos en banda, ante la mirada atónita de la platea nacional y hasta del propio gobierno.

A ver, a ver, ¿cómo cree Capitanich que caerán sus declaraciones en gente verdaderamente necesitada?, ¿y cómo cree que puede reaccionar esa gente cuando desde lo más alto del poder se señala a los empresarios como los que perjudican a sus “hermanos”?

Tampoco queda clara la contradicción de pedir que se hable de la corrupción empresarial cuando se le preguntaba su opinión sobre las investigaciones  a las empresas de Báez y de los hoteles de los Kirchner, cuando el argumento de Báez es, justamente, que se trata entre negocios privados (sin dejar de lado que al Zar de la obra pública patagónica se le escapa el pequeñísimo detalle de que uno de los privados es la familia presidencial).

Es de esperar que la Justicia (Báez hizo su presentación en Santa Cruz) reflexione y rechace in limine esta pretensión. De lo contrario los jueces se pondrán del lado de la inconstitucionalidad y del cepo a la palabra en la Argentina. Además un eventual respaldo a lo que Báez pide refrendaría la pretensión de una casta privilegiada a ser solo ella la que puede vivir en libertad en el país, sin rendir cuenta ni siquiera en el caso en donde parte de sus fortunas podría explicarse por el desvío de los dineros que toda la sociedad aporta con enormes sacrificios.
 

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