Utopía antielitista
Macario Schettino
Profesor de la División
de Humanidades y Ciencias Sociales del Tecnológico de Monterrey, en la ciudad
de México y colaborador editorial y financiero de El Universal (México).
La idea de que los seres humanos somos hermanos y podemos vivir en comunidad es algo muy preciado para muchas personas. No se ha propuesto una vez, sino decenas de veces. Cuando la religión era el mecanismo que reducía los conflictos al interior de los grupos, las comunidades eran de corte religioso: sectas puristas al interior de cada religión. Esenios o ebionitas entre los judíos, cátaros o hussitas entre cristianos, amish o menonitas entre los anabaptistas, etcétera.
Cuando la religión dejó de ser la fuente principal de legitimidad en el orden social, hubo intentos de construir comunidades alrededor de la naturaleza (en el romanticismo, de ahí la visión romántica de la comunidad en los últimos dos siglos), o alrededor de la clase social (por eso el socialismo utópico o los falansterios). En las últimas décadas, hubo intentos que se califican como new age, y son una mescolanza de varios de los anteriores.
En este momento, es decir desde 2008-2011, el elemento cohesionador de las comunidades es el antielitismo. La Gran Recesión echó abajo el modelo de realidad que habíamos construido desde 1968: que podíamos tener una sociedad democrática, centrada en los derechos humanos, y sostenida por un mercado cada vez más libre. Esa gran crisis hizo dudar a muchos de que el modelo realmente representara la realidad. Sus dudas crecieron cuando fueron acumulando información que desacreditaba el modelo.
Esa información tiene tintes de verdad, pero es esencialmente falsa. Por ejemplo, aparecieron los académicos que insistían en que la desigualdad había crecido durante todo ese tiempo. Para defender ese argumento, utilizaban información seleccionada. Por ejemplo, el gran incremento de riqueza de un puñado de personas, o el estancamiento relativo del ingreso de los obreros de manufacturas en EE.UU. Sin duda, se trata de datos correctos, pero que no muestran la realidad completa: la inmensa mejoría de 3 mil millones de seres humanos, la mayor reducción de pobreza en la historia humana, el mayor incremento de países bajo sistemas democráticos.
Se sumó a este ataque el alarmismo climático, que continúa creciendo. Es indudable que la temperatura del planeta es mayor hoy que en el pasado, y también que hemos acumulado cantidades muy grandes de bióxido de carbono y metano en la atmósfera. Pero de ahí no sigue la garantía de que los océanos aumentarán su nivel en varios metros, ni que se incrementen los desastres naturales, o que sea insostenible la vida humana en pocas décadas. Igual que en el caso anterior, de unos pocos datos ciertos se construye una amenaza.
Estos dos temas son realmente importantes porque detrás de ellos no hay sólo políticos, sino académicos devenidos en figuras públicas. Al simplificar de forma abusiva temas realmente complejos, enfatizando elementos llamativos, han ayudado a desacreditar a la ciencia y a los expertos. Es por eso que líderes absolutamente inescrupulosos han podido inventar realidades paralelas. El fin de los expertos no es sólo producto de estos políticos, sino también de los académicos que, buscando fama, fortuna y poder, minaron las bases de su propia ciencia. Para no dejar en el aire el señalamiento, es el caso de Michael Mann en materia climática (hoy sujeto de varios juicios por falsificar datos) o de Thomas Piketty y Gabriel Zucman, en el tema de desigualdad.
Gracias a la tecnología comunicacional, las redes sociales, hoy la información puede moverse de forma instantánea, con múltiples fuentes y destinos. No es posible saber si esa información es real, o es una construcción que busca cambiar nuestro estado de ánimo, nuestra opinión, o nuestro voto. Sin duda vivimos en este espacio de noticias falsas, alimentado por políticos y académicos inescrupulosos. Por eso, sin modelo de la realidad, sin referencias claras, lo que priva es el miedo, la angustia, el enojo.
Este artículo fue publicado originalmente en El Financiero (México) el 20 de noviembre de 2019 y en Cato Institute.
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