El liberalismo es más o menos una porquería
Alejandro Bongiovanni
Director de Políticas Públicas de la Fundación Libertad.



Asumo que todos conocemos la fábula de Esopo –adaptada luego por La Fontaine– de la cigarra y la hormiga. Es verano y una cigarra canta alegremente a la sombra mientras una sudorosa hormiga traslada trabajosamente hojas y semillas hacia su morada. Luego llega el invierno y la cigarra sufre frío y hambre. Va a pedirle ayuda a la bien provista hormiga quien le replica: “Mientras yo trabaja todo el día, tú cantabas a la sombra. Ahora tienes lo que mereces” y le cierra la puerta en la cara.
Hace pocos días, frente a un grupo de chicos pregunté: ¿cuál actuó según los principios liberales: la hormiga o la cigarra? La respuesta fue inmediata y casi unánime. Todos –menos un chico, que me miraba con cara extrañada– respondieron en coro: la hormiga. Porque fue previsora, porque trabajó duro, porque dispuso de los frutos de su esfuerzo, porque no pidió nada a nadie, fueron las respuestas. ¿Y la cigarra por qué actuó de manera contraria al liberalismo?, pregunté. Porque en lugar de trabajar estuvo descansando, porque quiso parasitar el fruto del trabajo ajeno. Incluso una chica hizo un análisis comparativo entre las virtudes de los productores y el vicio de los artistas.
Sólo faltaba la opinión del chico que me miraba con cara recelosa, hasta que finalmente levantó la mano: “Perdón, pero no veo ninguna relación entre la conducta de la cigarra y la hormiga con el liberalismo”. Le sonreí y lo felicité.
El liberalismo es una corriente doctrinaria que pretende maximizar, obviamente, la libertad. No busca imponerle a otros una determinada idea de cómo deben vivir sus vidas, ni una concepción de cuál debe ser el bien, sino que se centra en el respeto de ciertas condiciones normativas bajo las cuales las personas puedan perseguir sus necesariamente plurales y heterogéneas visiones acera de cómo vivir.
Esto, que para algunos (levanto mi mano) hace al liberalismo enormemente atractivo, resulta una porquería para la mayoría de la gente. Y es que las personas no sólo quieren vivir, sino vivir correctamente. Esto tiene dos inconvenientes. El primero es que siempre existieron muchísimas ideas distintas sobre qué es vivir correctamente. El segundo es que las personas tendemos a creer que, a falta de una vara objetiva, la existencia de una mayoría es vista como un proxy de lo correcto, por lo que es muy natural la pelea de todos contra todos por lograr imponer a la mayoría su particular visión sobre cómo se debe vivir.
El liberalismo, por el contrario, propone una ética mínima convivencial, un set de reglas para que no nos robemos, lastimemos o matemos entre todos, como hicimos durante la mayor parte de la historia, y para que pueda florecer, allí donde haya voluntad, cooperación humana. No busca fijar los fines generales de la sociedad, sino el esquema general en el que cada uno buscará sus propios fines. Nomocracia en lugar de teleocracia, a decir de F. A. Hayek. La utopía liberal es el arreglo institucional mínimo que permite que cada uno persiga su propia utopía, a decir de Robert Nozick. En otras palabras, el liberalismo quiere ser el marco, pero nunca, nunca, nunca pretende ser la pintura. La pintura es responsabilidad de cada persona. Cada uno es el pintor de su propia vida y puede hacer en su lienzo lo que quiera, sólo cuidándose de no salpicar de pintura al resto de los lienzos.  
A mí esta idea siempre me resultó terriblemente atractiva y liberadora. Pero para muchísima gente esto tiene sabor a poco. El liberalismo sólo me dice qué no hacer, pero no me explica qué sí debo hacer. Sólo respetar la esfera de privacidad ajena no me basta para ser feliz, para sentirme realizado y ni siquiera me da la sensación de estar en la vereda del Bien (con mayúscula).
Yo creo que estas objeciones son correctas. El liberalismo no es –ni pretende ser– una receta para ser feliz. La felicidad (lo que sea que signifique el término) sólo importa al liberalismo en términos de despegar su búsqueda de interferencias de terceros. Si la persona logra o no la felicidad (lo que sea que signifique el término) es algo independiente del liberalismo. Las éticas de máxima, las virtudes o la militancia de algún concepto de Bien son tan ajenas al liberalismo como la forma correcta de hacer una pizza o la disputa estética entre dos corrientes musicales.
Por supuesto, esto no implica que no deba haber planteos más allá de la cuestión de respetar al otro en su persona y propiedades, sino sólo que las respuestas a dichos planteos, mientras sean respetuosos con la libertad ajena, no encontrarán en el liberalismo recetas concretas.
Volvamos, por ejemplo, a la fábula de la cigarra y la hormiga. ¿Es mejor trabajar sin descanso como la hormiga? ¿O es mejor vivir acorde al carpe diem de la cigarra? ¿Cuál es la tasa de descuento hiperbólico correcta? Si en lugar de llegar el invierno hubiera llegado un fumigador y ambas, hormiga y cigarra, hubieran perecido, ¿la cigarra habría vivido el verano mejor que la hormiga? ¿Hizo mal la cigarra en pedir provisiones a la hormiga? ¿Hizo mal la hormiga al rehusarse a compartir? Ninguna de estas cuestiones, como advirtió el perspicaz chico, pueden responderse desde el liberalismo, porque al no haber ningún intento de violación de esferas privadas el liberalismo no tiene nada que decir al respecto. Por supuesto, distinto sería si la cigarra hubiera utilizado la fuerza (propia o del Estado) para obligar a la hormiga a “compartir” sus avituallas, como sucede con frecuencia en nuestros países.
Otro ejemplo: el liberalismo ni siquiera está necesariamente a favor del mercado, sino de la libertad. Por supuesto, el mercado es el proceso más exitoso para producir bienes y servicios, es la forma más sofisticada y extensa de cooperación social. Pero, vamos, que si hay personas que prefieren autoabastecerse en granjas comunitarias, el liberalismo no tiene nada contra eso. Como apunta Juan Ramón Rallo, la experiencia de los falansterios de Fourier, comunidades cooperativas pero de entrada y salida libre, no tenían nada de iliberal.
Esta noción de libertad como marco, dejando la pintura a cargo de las personas hace que el liberalismo sea visto más o menos como una porquería para la izquierda (hay gente con necesidades insatisfechas y hace falta solidaridad. Abajo el liberalismo. Necesitamos un proyecto comunitario de justicia social) y para la derecha (la gente necesita un sendero de virtud. Abajo el liberalismo. Necesitamos un proyecto comunitario de patria). Y la verdad es que, en lo que respecta a la observación de la demanda, razón no les falta. La mayoría de las personas demandan un sentido de comunidad y pertenencia, y construyen su identidad a través de narrativas y mitos colectivos, como apunta Jonathan Haidt. Es cierta esta observación del conservadurismo. Y la mayoría de las personas cree que si uno no alcanza cierto nivel mínimo socioeconómico no se puede hablar de libertad alguna. Es cierta esta observación de la izquierda.
El liberalismo mira estas disputas y pretende que se arreglen sin el uso de la fuerza. Esta porquería que para muchos es el liberalismo cincha hacia el lado de la libertad a las cosmovisiones morales que pretenden hacer ingeniería social con la vida de los individuos. Mientras ganan cada vez más fuerza los grandes proyectos maniqueos, el liberalismo es un tironeo constante hacia lo pequeño, lo mínimo convivencial. Mientras los líderes de ayer y hoy pretenden imponer formas de vida correctas para sociedades de millones de personas, el liberalismo sostiene que cuanto más extensa es la Gran Sociedad, más escasas, escuetas y abiertas deben ser sus normas.
A mí me sigue pareciendo una idea hermosa. Contraintuitiva, soñadora, acaso demasiado intelectual y destinada quizás a nunca tener éxito político. Pero hermosa. Y necesaria. 
 

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