¿Otro impuestazo en el país más gravoso del mundo?
Matías Olivero Vila
Abogado y Contador. Presidente de Lógica Argentina.




Mientras la enorme mayoría de los gobiernos del mundo se encuentran conduciendo en una misma autopista y en la misma dirección para estimular al sector empresario mediante inyecciones directas de fondos y alivios fiscales, hay un país que conduce a contramano, a alta velocidad, esquivando la oleada en contra, mientras dedica esfuerzos para sancionar un nuevo impuestazo contra el sector privado. 
Así, mientras por ejemplo quien conduce al Uruguay declara que imponer un tributo a los altos patrimonios y grandes empresas implicaría “amputar la posibilidad de los que van a hacer el esfuerzo para salir de la crisis” y que, al contrario, en una analogía ciclística, hay que “estimular a las empresas que van en la punta…porque serán los que hagan la inversión y darán trabajo”, ese país a contramano propone justamente lo que allá se condena.            
Pero el país a contramano no es uno cualquiera.  Es el país con el sistema tributario más gravoso del mundo. ¿Quién dice eso? El Banco Mundial, con el asesoramiento de firmas de reconocido prestigio internacional y de miles de otros expertos fiscales.
En un artículo que en dos partes publiqué pocos meses atrás en Doctrina Tributaria de Errepar (“La Argentina y el Sistema Tributario más Gravoso del Mundo”), he realizado un análisis (primera parte) y ciertas reflexiones (segunda parte) sobre la investigación “Doing Business 2020” (www.doingbusiness.org) del Banco Mundial, el estudio más amplio y transparente sobre el marco de negocios de los países, en el que Argentina ocupa prácticamente el último lugar en uno de los rankings. Se realiza a continuación un breve resumen de aquel trabajo para luego realizar ciertas reflexiones a raíz de este potencial nuevo impuestazo.
El Banco Mundial realiza esta investigación anual desde 2003. El proceso consiste en que especialistas de distintas áreas de 190 países responden un extenso cuestionario del equipo “Doing Business”, complementado con posteriores consultas. Luego el directorio del Banco Mundial envía la información a cada gobierno para que, en su caso, soliciten correcciones a través de un proceso transparente.
Desde 2003 han participado más de 43.800 profesionales. Para la “edición 2020” (realizada en 2019 con los datos al 2018) participaron  más de una decena de estudios contables y jurídicos internacionales de primer nivel y otros 14.900 profesionales. Por Argentina colaboraron 142 especialistas (11 tributaristas) de los sectores público y privado. Prácticamente, no hay margen para el error. 
Las áreas de negocios analizadas son 11 y una de ellas es la de “pago de impuestos”. Cada área es calificada por país de 0 a 100 puntos, de lo que surgen los rankings de cada una.  También se realizan calificaciones y rankings por sub-áreas. En el ranking general, el cual resulta del promedio de todas las áreas, Argentina fue calificada en el puesto 126 entre los 190 países, justo en la línea de los dos tercios. 
En el área “pago de impuestos” se consideran todos los tributos que una empresa debe afrontar obligadamente. Se consideran cuatros sub-áreas. Tres se refieren a la calidad operativa del sistema tributario y una cuarta a su faz cuantitativa, referida a la imposición total (“total tax rate”). En el ranking de “pago de impuestos” (promedio de las 4 sub-áreas) Argentina fue calificada en el puesto 170, es decir que queda un 10% de países con peor calificación. 
La sub-área de “imposición total” se calcula como un porcentaje cuyo numerador es el importe de los tributos totales y el denominador es el importe de utilidad comercial antes de impuestos. Para el cálculo se toma como “caso testigo” una empresa bajo ciertos datos y asunciones, tales como que produce macetas de cerámica, inició operaciones en 2017, cuenta con 60 empleados, tiene un margen bruto de ventas del 20%, etc. La intención es tomar el caso más representativo, al estilo de las “mesas testigo” electorales. En base a tales asunciones, los tributaristas de cada país realizan los cálculos, en paralelo también lo hace una de las denominadas “Big 4”, luego los datos son analizados por el equipo “Doing Business” y finalmente son revisados por los funcionarios de los respectivos gobiernos.
La metodología de cálculo es simple y práctica, en aras de la comparabilidad. Apunta a la carga fiscal de la empresa de forma mucho más directa que bajo el concepto macroeconómico de “presión fiscal” (recaudación total dividida por producto bruto interno), dado que en ésta la presión sobre el sector formal de la economía se ve licuada por el nivel de economía informal, que en el caso de Argentina es elevado.         
Si descartamos los 34 países con insignificancia poblacional (menos de 1 millón de habitantes), quedan 156 países.  A una mayoría de 82 países el porcentaje de imposición total les da muy bien, entre el 10% y 40%, incluidos Chile, Ecuador, Paraguay y Perú. A un segundo grupo de 66 países, les da entre el 41% y 70%, incluidos Uruguay y Brasil.  A un reducido tercer grupo de 7 países el porcentaje les da mal, entre 71 y 100%, incluyendo Colombia, Bolivia y Venezuela, donde los impuestos totales absorben una parte muy sustancial de las ganancias, pero al menos dejan alrededor de una quinta parte de utilidad.
¿Argentina no está incluida en ninguno de los 3 grupos anteriores? Efectivamente, ella en soledad conforma un cuarto ‘grupo’ con el 106% de imposición total. Es decir que, para el caso testigo, en Argentina los impuestos totales no sólo consumen toda la utilidad comercial sino que además absorben una porción del capital. No sólo grasa y músculo; también hueso. Prácticamente, se trata del único país donde esto ocurre. Y decimos “prácticamente” porque en realidad el que ocupa el último puesto (190) es Comoras, un puñado de islas con menos de un millón de habitantes, que sufrió una veintena de golpes de estado desde su independencia en los años ’70 y con una de sus principales islas que se sigue considerando dependiente de Francia.
Por lo cual, dejando de lado la ignota Comoras, puede decirse que Argentina ocupa prácticamente el último puesto del ranking de imposición total (189), teniendo el sistema tributario más gravoso del mundo. Esta situación no es nueva para Argentina: desde hace seis años que ocupa el último puesto y más de una década que el porcentaje supera el 100%, período en el cual no es casual que el país no haya crecido. Y a futuro, en la “edición 2021”, la cual se está realizando este año con datos al 2019, el porcentaje daría aún peor por efecto de la ley de emergencia sancionada a fines del año pasado.
Ese recurrente último puesto es indicativo de la confiscatoriedad global y la irrazonabilidad del sistema tributario argentino, aplicable a cualquier tamaño y sector de la actividad privada. Si en lugar de este caso testigo descripto se hubiera elegido cualquier otro, por ejemplo un caso de personas humanas de patrimonio algo relevante, la conclusión muy probablemente hubiera sido la misma.  
Para que no queden dudas sobre la valoración que el Banco Mundial, asesorado por miles de profesionales, hace de la faz cuantitativa de nuestro sistema fiscal, la calificación de la imposición total de Argentina, en una escala de 0 a 100 puntos, fue de “0,0” (cero coma cero). Una forma de decir que, con ese grado de carga fiscal, la Argentina no tiene algo que merezca denominarse “sistema tributario”.
El porcentaje de imposición total de Argentina es más del doble del promedio de Latinoamérica (47%) y más de la mitad del porcentaje de Brasil (65%), el cual es de los más altos (puesto 175); la brecha respecto del promedio de los tres países de la Región con los siguientes peores indicadores es amplia (40%). La comparación con el resto de los países de la Región nos deja entonces aún en peor situación relativa.
¿En la última década existieron otros países con ratios de imposición total superiores al 100%? Sí, además de Argentina, hubo otros cinco países en esa “zona roja”. Pero todos ellos fueron saliendo de allí mediante reformas tributarias que redujeron más o menos sustancialmente la carga fiscal sobre el sector privado. Burundi salió de dicha zona en 2010 (actualmente, 41%); Sierra Leona y Congo en 2011 (30% y 73%, respectivamente); República Centroafricana en 2013 (hoy, 50%); y, por último, Gambia en 2014 (48%). Desde entonces quedamos en el último lugar. Argentina debería aprender las lecciones de África.   
¿Cómo es que con ese 106% de imposición total se han seguido haciendo negocios y han seguido existiendo empresas en Argentina? La explicación es que el caso testigo asume, como fuera dicho, que el margen bruto (ventas menos costo de mercadería) es el 20%. Ese porcentaje funciona, en mayor o medida, en casi todos los países. Sólo en Argentina ese margen es inviable para hacer negocios.  De allí que en los sectores formales de la economía, para que pueda obtenerse una rentabilidad razonable, los márgenes deban ser sustancialmente mayores que en el resto del mundo. Eso quita toda competitividad a nuestras empresas y le hace pagar precios muy elevados a los millones de argentinos por los servicios y productos que adquieren dada la incidencia de los impuestos aplicados directamente sobre el consumidor e indirectamente a lo largo de la cadena productiva, llegándose en muchos casos a que el componente fiscal supera el 40% (y en varios casos hasta más del 50%) del precio final del producto.   
Habiendo resumido hasta aquí de qué se trata la investigación “Doing Business” y cómo ha sido calificado nuestro sistema tributario, volvamos a la Argentina de la pandemia para hacer cuatro reflexiones. Y ya que en estas últimas semanas no hemos pensado en otra cosa que no sea el coronavirus, utilicemos el  “lenguaje pandémico”, el único idioma con el que parece que nos comunicamos en estos dramáticos tiempos. Sólo que utilizaremos la palabra “epidemia” en lugar de “pandemia” porque, como fuera visto, en el último quinquenio el virus de la hiperfiscalidad sólo se ha propagado en la Argentina.
La primera reflexión: ¿quiénes son los responsables de esta epidemia fiscal argentina? Naturalmente que el Wuhan donde se ha originado este virus tan letal para el país es en los poderes emisores de normas, principalmente en el poder legislativo (nacional, provincial y municipal) y en el poder ejecutivo de turno (también en sus tres niveles).  Pero analizada la cuestión, resulta un problema mucho más profundo, de tipo cultural, donde todo el resto del “ecosistema fiscal argentino” se ha infectado. En efecto, el segundo  eslabón de contagio ha sido el de las autoridades fiscales que, en general, suelen dictar regulaciones e interpretaciones contaminadas de excesiva fiscalidad, muchas veces con efectos casi tan letales para el sector productivo como las normas emitidas por aquellos dos poderes. El tercer eslabón es el poder judicial que muchas veces no ha sabido poner en cuarentena a todos los anteriores; si lo hubiera hecho  en forma implacable y en tiempo oportuno (como lo amerita el último puesto), Argentina no hubiera estado desde hace más de una década con ese ratio de más del 100%. Y el cuarto y último eslabón de contagio es la comunidad empresaria, profesional y académica; si se hubieran impartido impecablemente los principios constitucionales y tributarios por la academia y se hubieran hecho sonar todas las alarmas en tiempo y forma por la comunidad empresaria y profesional, difícilmente la Argentina hubiera llegado a ese último puesto. Por las razones que fueren, ha existido en tales tres ámbitos una asimetría entre lo que se predicaba puertas adentro (entre pares) y lo que no se convencía puertas afuera (a los gobernantes de turno). Y, como decía Konrad Adenauer, “es importante tener razón, pero más importante es que te la den”.
Segunda reflexión: ¿nuestra epidemia fiscal siempre se comportó en forma tan negativa? ¿no hubo intentos de achatar la curva? Aunque el ratio de imposición total de Argentina nunca bajó del 100% durante la última década, sí hubo intentos de salir de esa “zona roja”. En efecto, en los últimos tres años existieron en lo fiscal tres intervalos lúcidos de nuestra dirigencia política.
El primero fue con la reforma tributaria de fines de 2017, por la cual se reducían alícuotas en forma escalonada (tales como en el impuesto a las ganancias corporativo) incluso hasta su eliminación (por ejemplo, el impuesto al débito y crédito), en línea con la disminución también escalonada de la alícuota del impuesto sobre los bienes personales que se había sancionado un año antes (del 0,75% al 0,25%).  Es cierto que aquella reforma tenía saber a poco (1.5% del PBI), pero parecía un buen primer intento de poner en cuarentena a nuestro sistema tributario.  Duró apenas un año. A fines de 2018, se derogaron varias de tales reducciones y a fines de 2019 se volverían a incrementar las alícuotas aplicables sobre los bienes personales. En tan sólo tres años la alícuota de este impuesto se multiplicaría cinco veces para  bienes locales y casi diez veces para bienes en el exterior. La epidemia fiscal creciendo exponencialmente.   
Un segundo intento fue el “Consenso Fiscal” (2017) que acordaba una disminución sustancial, también escalonada, de impuestos provinciales. Un paso histórico largamente reclamado por los sectores productivos. De hecho, una parte relevante de los 106 puntos de imposición fiscal de Argentina corresponden a impuestos provinciales. Dos años más tarde el gobierno entrante, junto con los gobernadores, violaron otra vez la cuarentena para suspender sus efectos.  
El tercer intento fue la “Ley de Economía de Conocimiento”, un régimen de incentivos fiscales para un sector capaz de aportar a la Argentina tanto como la explotación de “Vaca Muerta” (antes de la pandemia), el cual fue aprobado por el Congreso casi por unanimidad, en mayo de 2019. Una ley superadora de la “grieta”, todos de la mano en aras de uno los más importantes proyectos a largo plazo.  Decenas de conferencias sobre el tema, centenas de consultas, miles de horas insumidas para entrar al régimen. Pero, reglamentado cinco meses después, el régimen apenas duró un trimestre, ni llegó a ponerse en práctica. En enero 2020 el gobierno entrante decidió suspender el régimen y en febrero presentó un nuevo proyecto de ley que el tiempo dirá si alguna vez será tratado.  Otra violación a la cuarentena.
En conclusión: cada vez que el poder ejecutivo y legislativo de turno han intentado achatar la curva de nuestra epidemia fiscal, pretendiendo poner a nuestro sistema tributario en aislamiento, ha sido el propio poder político –del mismo o de otro partido- el que inmediatamente violó esa medida autoimpuesta. Hoy un juramento, mañana una traición. Especialmente en lo fiscal, nuestra clase política es incuarentenable.
Tercera reflexión: ¿por qué todos los demás países –incluso los africanos- han logrado erradicar su epidemia fiscal y nosotros no lo hemos logrado? ¿qué tiene tan peculiar el ADN de nuestra epidemia?  Como todo virus, el de la hiperfiscalidad argentina va mutando su composición genética. Así se han alternado períodos, como el de la administración anterior, donde los gobernantes parecían ser conscientes del diagnóstico de ser “uno de los países donde se paga más impuestos en el mundo” pero por la razón que fuere no supo o no pudo poner en aislamiento al sistema fiscal. Y cuando hacia el final pretendió aplicar tal medida respecto de nuestro gasto público –la otra cara de la moneda de los recursos tributarios- lo hizo con una economía y un capital político tan debilitados que ya no le fue posible.
Antes y después de tal administración el virus de la hiperfiscalidad argentino fue y es distinto. Se yerra desde el mismo diagnóstico. No se cree -o ni siquiera se sabe- que nuestro sistema fiscal es el más gravoso del mundo. De otra manera no puede entenderse cómo entre las primeras medidas del gobierno actual, a fines de 2019, se dictó un nuevo impuestazo para el sector privado, agravando la situación fiscal de las empresas y de los individuos, con incrementos de alícuotas (especialmente, las patrimoniales) y nuevos impuestos, para así engrosar la lista de los tributos que no existen en ningún otro país del mundo. Y se confirma que la actual administración no cree –o ni siquiera sabe- que estamos en el último puesto fiscal mundial cuando ahora nuevamente se proyecta un nuevo impuestazo sobre el sector privado por el que se gravarían altos patrimonios y grandes empresas, a tan sólo cuatro meses de aquél.
Si para muestra vale un botón, vale repasar los reportajes en los que uno de los principales redactores del proyecto oficial, el diputado Carlos Heller, repite por escrito (por ejemplo, reportaje en Clarín del 1.2.2020) y oralmente (por ejemplo, reportaje en “Animales Sueltos” del 7.4.2020) que “la Argentina no es cierto que tenga una presión impositiva mayor que otros países” o contesta “¿quién dice eso?” a la pregunta de si la presión fiscal en Argentina no es intolerable. En esto de minimizar nuestra epidemia fiscal valdría la pena reflexionar qué les está pasando a los países y gobernantes que han decidido minimizar la pandemia. Si se me permite la analogía, no es saludable que el próximo capítulo de la epidemia fiscal argentina lo esté redactando Bolsonaro.  
Ante esta situación, nuestro máximo mandatario y legisladores deberían hacerse una pregunta binaria. Una de dos: o el Banco Mundial está equivocado en esta investigación que viene realizando desde 2003, con decenas de firmas legales y de auditoría internacional y miles de otros expertos tributarios que lo vienen asesorando mal anualmente, y con casi 200 países que falsean periódicamente sus datos para que Argentina aparezca en el fondo del ranking de imposición total; o, de lo contrario, hay un sector del entorno presidencial y del Congreso que yerra en el diagnóstico, actuando bajo la asunción que la carga fiscal argentina no es un problema y que hay espacio para seguir elevando una y otra vez los impuestos.
Cuarta y última reflexión: ¿está todo perdido en materia fiscal? ¿no hay forma de achatar de una vez por todas esta fatídica curva de la carga fiscal? No caben dudas que la crisis que estamos enfrentando es muy grave, si es que no se convertirá en la más profunda de nuestra historia. Pero, por todo lo dicho, el camino de los recursos tributarios viene estando agotado desde hace más de una década, más el último impuestazo de fines de 2019 que nuevamente volvió a rebalsar el vaso.
Cuando se sancionan leyes desde el barrio del último puesto, representativo de la confiscatoriedad global de nuestro sistema tributario, es altamente probable que todo nuevo impuesto pueda ser más fácilmente atacado por inconstitucional, por lo cual poco o nada se recaudaría por este potencial nuevo impuesto. En su excelente trabajo “Coronavirus: por qué el Gobierno no debería crear nuevos impuestos” (El Cronista, 6.4.2020), Liban Kusa explica una serie de razones por las cuales muy probablemente ello será así. 
Podrá ser que algún otro país, también a contramano, establezca un impuesto de emergencia para afrontar esta pandemia. Tal sería el caso de Ecuador que está afrontando una situación trágica. Más allá de lo discutible de la medida, hay una sustancial diferencia: dicho país tiene una de las imposiciones totales más bajas de Latinoamérica (34%) por lo que tiene espacio para recurrir a sus facultades recaudatorias en estos terribles momentos. En cambio, la Argentina asfixia con más del triple de dicha imposición total, hace tiempo que se acabaron los respiradores.  
Pues entonces quedarán dos caminos para afrontar esta megacrisis.  El primero es el camino enfermizo de la pura emisión monetaria, en cuyo caso el virus de la hiperfiscalidad podrá mutar a mediano plazo en el virus de la hiperinflación, como consecuencia del cual millones de argentinos vagaríamos sin barbijo, infectándonos unos a otros a través de la infinidad de billetes emitidos, especialmente en los sectores más necesitados donde la letalidad sería mayor. El segundo es el sano camino de poner de una vez por todas en cuarentena a nuestro gasto público, tomando todas las precauciones y aplicando las medidas de rigor, como consecuencia del cual nos espera un  durísimo proceso, pero que al menos tiene esperanzas de vida para nuestro país.
Impensadamente esta crisis nos ofrece una oportunidad única de hacer, obligados por estas dramáticas  circunstancias,  lo que no se pudo o no se quiso hacer por voluntad propia de los últimos gobiernos de turno. Y cuando la pandemia haya pasado, que el gasto público reducido a la fuerza se quede ahí abajo, para que de una vez por todas –baja el agua, baja el corcho- la Argentina descienda radicalmente desde el máximo nivel de imposición total que tanto nos martiriza, para finalmente pasar a tener un verdadero sistema tributario como el resto del mundo. Sin más impuestazos.


Publicado en El Cronista.



 

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