Por qué deberíamos apreciar las transiciones pacíficas de poder
Chelsea Follett
Editora de HumanProgress.org, un proyecto del Instituto Cato que busca educar el público acerca del progreso humano a nivel mundial.
Esta última elección en EE.UU. fue como ninguna otra en la historia contemporánea en un aspecto importante: algunos ya no sentían que el país presenciaría una transición pacífica de poder desde el presidente en ejercicio hacia el presidente-electo. Muchos temían que una reelección del presidente Trump provocaría disturbios y saqueos a gran escala, lo cual condujo a muchos negocios en las zonas urbanas a proteger sus vitrinas y puertas de vidrio con tablas de playwood. Incluso ahora que Biden ha asegurado una victoria —aún cuando esta podría estar sometida al recuento de votos en algunos estados— algunos comentaristas se preocupan de que algunos partidarios de Donald Trump podrían negarse a aceptar los resultados de la elección.
Mientras que las preocupaciones acerca de los disturbios civiles valen la pena ser tomadas en serio, y muchas supuestas anomalías de la elección deberían ser investigadas a profundidad, deberíamos también notar que las transiciones pacíficas de poder —alguna vez algo extraño— se han vuelto más frecuentes alrededor del mundo. Aún así, las transferencias pacíficas de poder están lejos de ser la norma. Según un análisis publicado por The Economist, en los últimos 100 años, solo alrededor de la mitad de los países del mundo lograron incluso una sola transferencia de poder libre de golpes, guerras civiles o crisis constitucionales. La buena noticia es que una vez que un país logra asegurar un cambio pacífico de gobierno, la práctica suele volverse establecida a través del tiempo y genera un ímpetu positivo para que se den las transferencias pacíficas de poder de manera continua.
Consideremos una perspectiva histórica de largo plazo. A lo largo de gran parte de la existencia de la humanidad, la autoridad tradicionalmente cambiaba de manos mediante la fuerza. Los reyes muchas veces asesinaban a sus antecesores, incluso matando a familiares cercanos de los monarcas removidos, o derrotaban al gobernante anterior en una batalla. Considere la Roma antigua durante lo que ha llegado a ser conocida como la Crisis del Siglo Tercero, un periodo de tumultos y transiciones políticas particularmente problemáticas. Tómese un momento para reflexionar acerca de los destinos de los catorce emperadores entre Maximinus (gobernó 235-238 EC) y Aurelio (gobernó 270-275 EC).
Luego del asesinato de Maximinus, los co-gobernadores Pupienus y Balbinus reinaron durante tres meses antes de que sus propios guardias pretorianos los asesinaran. El siguiente emperador, Gordiano III, o murió en una batalla o murió traicionado —esto no está muy claro. El emperador posterior, Felipe el Árabe, fue asesinado por Decius, quien gobernó hasta que él y su hijo co-gobernador Herennius Etruscus ambos murieron luchando contando los Godos. El otro hijo de Decius, Hostiliano, brevemente condujo al imperio hasta que murió ya sea de una plaga o asesinado —nuevamente no queda claro. El siguiente emperador, Trebonianus Gallus, fue asesinado por sus propios soldados. Tres meses luego de haber llegado al poder, el siguiente emperador Aemilianus también fue asesinado por sus soldados. ¿Nota un patrón aquí?
El próximo emperador, Valeriano, fue tomado prisionero por los Sasánidos y asesinado. En algunas versiones de la historia, sus captores lo despellejaron vivo, en otras, lo ejecutaron obligándolo a beber oro líquido. El hijo Gallienus eventualmente fue víctima de una cospiración de asesinato. Su sucesor Claudius Gothicus murió de la plaga luego de aproximadamente un año. Su hermano Quintillus reinó durante unos pocos meses antes de reunirse con un fin inoportuno. Los reportes en conflicto sugieren que o cometió suicidio, o cayó presa de un asesinato por parte de rivales políticos, o sus propios soldados lo mataron. El próximo emperador, Aurelio, también fue últimamente por su propia gente.
La Crisis del Tercer Siglo sirve como un ejemplo extremo de una transición de poder abrupta, muchas veces violenta tras otras y en un periodo relativamente corto. Pero el hecho sigue siendo que las transiciones violentas de gobierno alguna vez fueron algo normal.
La tendencia mediante la cual las transiciones pacíficas de poder se volvieron más comunes alrededor del mundo —aunque, desafortunadamente, todavía no son algo normal en todas partes— está relacionada con el auge global de la democracia liberal. Ese sistema de gobierno es mucho más eficaz para producir cambios pacíficos de régimen que los sistemas autoritarios. Entre otros beneficios, el proceso electoral provee un medio para que los opositores internos del actual régimen para tomar control sin que se derrame sangre. Al reemplazar los planes de asesinatos con estrategias de campaña, y a los asesinos con consultores políticos, una democracia liberal en funcionamiento reemplaza la fuerza letal con la persuasión pacífica.
Desafortunadamente, la tendencia a largo plazo de democratización se ha revertido recientemente —y por primera vez desde el inicio del milenio nuevo, las autocracias nuevamente superan en número a las democracias liberales. El Varieties of Democracy Institute en la Universidad de Gothenburg en Suecia ahora clasifica a Honduras, Hungría, Nicaragua, Níger, las Filipinas, Serbia, Tailandia, Turquía, Venezuela y varias otras otrora democracias como autocracias, cuando se define estas como un puntaje por debajo de 0,5 en el Índice de Democracia Electoral (escala de 0 a 1). En algunos casos, como el de Hungría, el Instituto reporta que un auge de una forma iliberal del populismo está detrás de este cambio.
Las transiciones pacíficas de gobierno mediante las urnas nunca deberían darse por sentado. A nivel global, están lejos de ser la norma, incluso en la historia moderna. Incluso una vez que un país establece una tradición de transferencias pacíficas de poder, no hay garantías de que la tradición continuará. En su Carta de Despedida presidencial que precipitó la primera transición pacífica de poder en la joven república estadounidense, George Washington habló acerca de los peligros de la política que giran en torno a la lucha intensa entre facciones. Él describió el espíritu divisivo como “un fuego que no se extinguirá”, y advirtió que este “demanda una vigilancia uniforme para prevenir que estalle en llamas, a menos que, en lugar de calentarse, debería consumir”.
No es algo fácil para una comunidad democrática mantenerse a sí misma a pesar de los inevitables conflictos internos. Conforme EE.UU. aborda el resultado de la elección, sus ciudadanos deberían tener esto en cuenta. Una tradición de transiciones pacíficas de poder debe ser apreciada y protegida mediante un esfuerzo consciente, o, como Washington lo expresó, con vigilancia.
Este artículo fue publicado originalmente en National Interest (EE.UU.) el 15 de noviembre de 2020 y en Cato Institute.
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