La Justicia social destruye los derechos humanos
Rogelio López Guillemain
Autor del libro "La rebelión de los mansos", entre otras obras. Médico Cirujano. Especialista en Cirugía Plástica. Especialista
en Cirugía General. Jefe del servicio de Quirófano del Hospital Domingo Funes,
Córdoba. Director del Centro de Formación de Cirugía del Domingo Funes
(reconocido por CONEAU). Productor y conductor de "Sucesos de nuestra
historia" por radio sucesos, Córdoba.
“En
tiempos de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario”
George Orwell
“Un poco de rebelión de vez en cuando es buena cosa”
Thomas Jefferson
¿Para qué tenemos un
Estado?, ¿Cuál es el sentido de su existencia?
Durante miles y miles
de años, los grupos humanos fueron gobernados por un hombre o por un conjunto
de hombres que imponían su voluntad sobre el resto, ejerciendo su poder físico,
monetario, psicológico o el que fuese para decidir por ellos. En ese entonces, los derechos individuales a
la libertad, a la vida y a la propiedad privada no existían (mejor dicho, no se
reconocían), se vivía bajo el imperio de la ley del más fuerte, algo más cercano
a lo animal que a lo humano.
Hace unos 4 siglos, durante
la Escolástica Tardía, sus pensadores comenzaron a promover la idea de que
todos los hombres eran iguales en naturaleza, por los que debían ser iguales
ante la ley. De este modo, colocaban a la
ley natural por sobre la ley escrita (derecho positivo).
Esto de la igualdad hoy
suena muy lindo, pero hace 4 siglos era un claro ataque a los privilegios de
quienes detentaban el poder (los reyes, los aristócratas y la iglesia). No resultó nada simple llevar a los hechos
estas ideas, fueron necesarias varias revoluciones, entre ellas la inglesa, la
norteamericana y la francesa.
El corolario del
principio de igualdad de derecho, es que nadie puede mandar sobre otro sin su
consentimiento (y hasta ahí nomás). Esto
generó en las relaciones interpersonales un problema arbitral y logístico.
Fue necesario darle
autoridad a algo que esté por sobre todos los hombres y arbitre sus disputas,
ese algo fue la ley. Esta debía ser la
misma para todos, además de justa e imparcial, algo muy difícil de lograr, más
si recordamos de donde se venía (basta nombrar a Luis XVI).
Por otra parte, estaba
el tema logístico de aplicación, era necesario evitar la acumulación de poder
en pocas manos y para lograrlo se dividió este en tres: ejecutivo, legislativo
y judicial.
Hasta acá todo parecía
ir sobre ruedas. Sin dudas el sistema no
era perfecto ni infalible, pero lo bueno que tenía es que su propia dinámica
tendía a corregir las fallas.
El secreto del éxito de
este andamiaje era simple: todo debía
tender a la defensa de los derechos humanos (vida, libertad y propiedad),
derechos que no implicaban por parte de un tercero otra acción más que su
respeto, o sea la no interferencia (inacción).
Es por eso que estos derechos son llamados “negativos”. Las normas que
los contemplan deben ser “reactivas” y velar por su protección. La ley es la reina, el estado su soporte
logístico y los gobernantes sus efectores materiales.
Pero aparecieron los
ideólogos del socialismo y del constructivismo, pregonando su arrogante
ingeniería social, creyéndose una suerte de Zeus contemporáneo. Para ellos la “actitud pasiva” del Leviatán
era insuficiente, este debía convertirse en una suerte de “Olimpo” (papá estado), hogar de los dioses-gobernantes quienes
desde allí arriba, debían regir el destino de los hombres, calmando sus
necesidades insatisfechas, remediando las desigualdades de resultado (también
llamadas de hecho) y por qué no castigando a quien los desafiara.
Las dádivas de estos
dioses-gobernantes adquirieron un nuevo formato, más sutil y adictivo. Transformaron graciosamente las necesidades
en derechos sociales (derechos truchos).
Estos derechos de segunda, tercera y cuarta generación (también llamados
derechos positivos), para ser satisfechos, precisan de la “intervención activa” del estado en la vida de las personas. Para esto, la ley ya no solo debe velar por el respeto de los derechos, ahora debe
procurar cubrir estos otros nuevos.
El problema de querer
que el estado sea una especie de Papá Noel, es que este no tiene duendes que
fabriquen los regalos. Para satisfacer las
necesidades transmutadas en “derechos
truchos” es preciso contar con recursos materiales, pecuniarios y
laborales; recursos que el Leviatán no genera.
Por lo tanto, para poder “redistribuir”
la riqueza, lo primero que el estado debe hacer, es “extirpársela” a los que la producen.
Acá aparece un nuevo
problema. Para poder “sacarle” a unos para “dárselo” a otros (como decía Marx: “de cada quien según su capacidad, a cada
quien según su necesidad”) precisan redactar leyes que vayan en contra del
derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad (los únicos y verdaderos
derechos humanos). O sea, los políticos
populistas necesitan generar un poder similar al de los reyes absolutistas del
medioevo, un poder que les de la “autoridad”
necesaria para colocase por sobre los ciudadanos de a pie y poder jugar a
los dioses, repartiendo lo ajeno como si fuese propio, lanzando migajas de
miseria a quienes lloran pobreza.
Pero para que esto
funcione sin que “los que ponen el
esfuerzo y la tutuca” se enojen, para que los que producen no se resistan e
incluso se dejen esquilmar en forma voluntaria, es preciso “convencer” a la población en general de que estos actos son justos.
Por eso se machaca en las escuelas, las
universidades y los medios sobre conceptos tales como justicia social, equidad,
solidaridad y desigualdad; al tiempo que se generan y explotan los sentimientos
de culpa y vergüenza entre quienes deben dejar de ser “tan egoístas”. Como decía Voltaire: “Es difícil liberar a los necios de las cadenas que veneran”.
Hemos vuelto al
medioevo. Así como fue entonces hoy existe
una “aristocracia” que disfruta de
privilegios y que decide acerca de la vida sus súbditos. Hemos perdido el derecho a la vida, a la
libertad y a la propiedad, enredados en una retórica tramposa y letal.
Los actuales monarcas
aprendieron la lección. A diferencia de
aquellos nobles de hace 4 siglos, los actuales políticos-reyes no nos someten
por la fuerza ni nos amenazan con ir al infierno. La estrategia que procuran aplicar es la de
lavarnos la cabeza; quieren convencernos de que somos malvados, de que somos
ineptos para vivir en armonía sin su tutela; quieren convencernos de que somos
incapaces de alcanzar por nosotros mismos nuestra felicidad.
Pero no. Muchos de nosotros creemos en nuestras
capacidades y valores, muchos de
nosotros preferimos vivir “una libertad peligrosa a una servidumbre tranquila”;
muchos de nosotros decimos ¡basta! y declaramos aquí y ahora el inicio de La Rebelión de los Mansos.
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