Los monos de Campbell, la pandemia y el espíritu humano

Luis Franco
Investigador Asociado de Fundación Atlas. Licenciado en Ciencias Políticas, magíster en Economía y Ciencias Políticas por Eseade. Ex asesor en la Cámara de Diputados de la Nación.
Los monos de Campbell (Costa de Marfil) tienen un
lenguaje complejo que les sirve para advertir a su grupo sobre situaciones
peligrosas. Los científicos estiman que los homínidos han desarrollado formas
de comunicarse desde hace unos 60.000 años y que las voces de alerta para subir
a los árboles o correr a la caverna ante la aparición del depredador o situaciones
imprevistas, están arraigados desde la prehistoria del Homo sapiens. Hay
abundantes datos: el encierro en el refugio ha sido el recurso más básico del
instinto. Sin embargo, el hombre primitivo
se guarecía en la caverna hasta que los alimentos se terminaban. Luego, ya sin
opciones, debía asumir el riesgo y salir.
Va de suyo que esconderse del peligro para
sobrevivir suele ser una necesidad primaria, pero las prioridades cambian en el
tiempo. La vida –propiedad primigenia– es el derecho más básico de los humanos
y su protección responde a la dinámica de los acontecimientos. La supervivencia
un día puede estar en la caverna y al otro en el ingenio para intentar vencer
al depredador y procurar los alimentos imprescindibles. Por consiguiente, no
hay contradicción entre salud (vida) y administración de recursos (economía).
Es un falso dilema.
Desde que el SARS-CoV-2
se extendió por todo el planeta se ha buscado preservar la vida con una
herramienta ancestral. Tal vez fue correcto no considerar la evidente
destrucción económica para dar prioridad a otras urgencias e instintos en tanto
se elaboraban estrategias y alternativas. Pero
el depredador que ronda la caverna parece hábil y muta en tanto los recursos se
agotan.
El mundo está emitiendo moneda y deuda a gran escala,
miles de empleos se destruyen y hay países, como por ejemplo la Argentina, que
ya no tienen cómo sostener un encierro sin agravar los fundamentos del
entramado social.
Las estadísticas son inferencias sobre datos
recogidos, y las inferencias son conclusiones, juicios que llevan a decisiones,
pero cifras reunidas de una determinada manera muchas veces “dicen” lo que no
“dirían” si se las vincula de otra forma. No es lo mismo medir muertos en un
conglomerado con una pirámide de población de base angosta (envejecida) que
otro con un formato distinto. Los datos de una región con población afectada
por asbestosis, como el norte de Italia, no son relevantes para otra sin esas
particularidades. El aumento de contagios en una comunidad masiva y
sistemáticamente hisopada no puede compararse con los de una que no realiza pruebas
o que diseña las muestras sin rigor metodológico. La relación contagios e
individuos asintomáticos puede estar indicando algo si se lo quiere ver, o el
trágico nexo entre muertos y contagiados tal vez podría llevar a conclusiones
útiles si se intenta arribar a ellas. Todo puede y debe ser discutido, pero no es posible negar que el mundo navega sin
considerar –y tal vez sin poder obtener– infinidad de datos de un número
elevadísimo de víctimas causadas por lo que se podría llamar “el efecto
caverna”.
Nadie conoce el número de muertos por no
diagnosticarse a tiempo enfermedades, por interrumpir tratamientos, por
secuelas psicológicas, ni las consecuencias por la suspensión de la formación y
maduración de los niños; miles de variables soslayadas parecen escaparse de las
ponderaciones de los estados y eso tendrá consecuencias muy graves para la
humanidad en general y los países más vulnerables –como el nuestro– en
particular.
Según un estudio publicado en la prestigiosa revista
The Lancet, la crisis “subprime” o de las hipotecas (2008)
produjo unos 260.000 fallecimientos que no hubieran ocurrido sin la recesión.
La cifra sólo contempla a los países que integraban la Organización para la
Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Baste este ejemplo como muestra
para considerar la incidencia de las crisis económicas en la salud y estimar lo
que a veces no se pondera al decidir qué hacer en una situación como la que hoy
atraviesa la humanidad.
Las presentes líneas han comenzado por describir la
vida de los primates pero aspiran a terminar en nosotros.
El médico psiquiatra Viktor Frankl realizó un enorme
aporte al sugerir la dimensión espiritual humana. Su posición, forjada dentro
de los campos de concentración nazis, no pretendió imprimir un sentido
confesional a su aporte, sino a algo más operacional respecto de lo profundo
fuera o dentro del ser humano, lo que llamó “el interlocutor de nuestros
soliloquios más íntimos”.
Una de las
consecuencias que emergen del difícil momento que atraviesa la humanidad podría
ser una profundización de la pérdida del sentido de la vida.
Frankl dedicó sus años después del Holocausto experimentado en carne propia, a
que las personas busquen sentido a sus vidas. Quizás eso podría ser un punto de
partida a considerar, ya que ante la incertidumbre lo más apropiado bien podría
ser continuar con disciplina, respeto y cuidado de uno mismo y los demás, con
el proyecto de vida de cada uno a pesar
del precio que suelen cobrar las pandemias, menos el descuento que la ciencia
concreta permita alcanzar.
Frankl afirmó: “¡Diría que nuestros pacientes nunca
se desesperan realmente por el sufrimiento en sí mismo! En cambio, su
desesperación surge en cada instancia de una duda en cuanto a si el sufrimiento
es significativo. El hombre está listo y dispuesto a soportar cualquier
sufrimiento tan pronto como pueda ver un significado en él”.
La mejor respuesta a la pandemia podría ser
simplemente Salir y VIVIR con propósito en la seguridad de que el asunto es muy
serio y requiere del compromiso de todos pero no de un encierro compulsivo de
consecuencias imprevisibles.
Es posible que la enseñanza más valiosa en la
gestión de esta pandemia sea qué es lo
que NO debe hacerse la próxima vez que un virus se disemine por todas partes, y
dejar el recurso de la caverna en el pasado al que pertenece.
Publicado en diario Perfil.
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