¿Una moneda nacional digital?
Macario Schettino
Profesor de la División
de Humanidades y Ciencias Sociales del Tecnológico de Monterrey, en la ciudad
de México y colaborador editorial y financiero de El Universal (México).
Desde su aparición en 2009, el bitcoin ha cautivado a un número creciente de observadores y participantes de los mercados financieros. El interés de los inversionistas se ha reflejado en el espectacular aumento en el precio de ese instrumento durante los años recientes, si bien afectado por fluctuaciones severas.
Los creadores del bitcoin buscaron ofrecer una versión de efectivo electrónico que permitiera realizar pagos directos entre usuarios, sin intermediación de las instituciones financieras. Para ello, idearon una plataforma abierta y descentralizada, con privacidad de datos, para contrarrestar la desconfianza en los bancos y otros intermediarios que imperaba a raíz de la Gran Crisis Financiera surgida en 2007.
El nuevo programa se sustenta en la verificación de las transacciones en una red de nodos mediante criptografía, así como en el almacenamiento de la información sobre la propiedad de los activos digitales en un libro electrónico llamado blockchain, manejado por administradores anónimos. Por las peculiaridades anteriores se le suele referir como ‘criptomoneda’.
No obstante que respondió a una necesidad real, el bitcoin no se ha convertido en un signo monetario. De hecho, el término de moneda no parece apropiado para este instrumento, ya que, por lo menos hasta ahora, no cumple cabalmente con las características del dinero.
En concreto, el bitcoin no es un medio generalmente aceptado de pago, pues su aplicación transaccional se limita a pocos artículos. Tampoco es un evidente almacén de valor, porque la volatilidad en su precio ha sido muy superior a la de cualquier moneda, incluso a la del oro, con el cual frecuentemente se le compara. Finalmente, no se utiliza como unidad de cuenta ni como estándar para pagos diferidos, por ejemplo, en contratos crediticios a largo plazo.
Además, a diferencia de los activos tradicionales, el bitcoin no ofrece un flujo de ingresos, ni un servicio, ni una utilidad clara. De ahí que sea, más bien, un objeto primordialmente de especulación, a partir de la expectativa de su posible apreciación. La ausencia de un valor intrínseco y el atractivo basado en la percepción de que su precio continuará subiendo de forma indefinida lo han insertado en una “burbuja financiera” en espera de su implosión.
A pesar de las limitaciones anteriores, el bitcoin se ha constituido en un catalizador de innovación financiera, lo cual se ha manifestado, al menos, en dos ámbitos.
El primero ha consistido en el impulso, particularmente entre empresas tecnológicas, a crear alternativas digitales al dinero que emite la autoridad. Ello ha dado lugar a una proliferación extraordinaria de criptomonedas que buscan competir con el bitcoin mediante sistemas menos costosos de operar, manteniendo algunos atributos como la privacidad.
Sin desconocer los riesgos de fraude y actividades ilícitas, el desarrollo de estos nuevos instrumentos hace posible que, en un futuro no muy lejano, alguno satisfaga, en un grado aceptable, las características monetarias.
El segundo campo, más destacado aún, ha sido el de los bancos centrales. Según lo informa el Banco de Pagos Internacionales (BIS, por sus siglas en inglés), un elevado número de institutos centrales realiza investigaciones e incluso experimenta con la creación de monedas digitales propias, incluyendo las diseñadas para las personas y los negocios. Es muy probable que esta tendencia sea una respuesta, en buena medida, a la amenaza de desplazamiento por parte de las criptomonedas.
Una posibilidad de este dinero digital radicaría en la apertura universal de cuentas al público en el banco central, las cuales serían un pasivo de éste y gozarían, como el efectivo, de su carácter de curso legal. Los posibles beneficios incluirían la eficiencia en los pagos, la inclusión financiera, y la preservación de las ganancias de la autoridad por la creación del dinero, entre otros.
Otra alternativa delegaría la apertura y el manejo de las cuentas digitales, respaldadas por el banco central, a los bancos comerciales. Esta opción tendría la ventaja de evitar una desintermediación de los bancos, al tiempo que reemplazaría el seguro de depósitos con la garantía explícita de la autoridad. Esto último permitiría avanzar hacia un sistema bancario con cien por ciento de reservas, modelo que, por casi un siglo, los economistas han propuesto como requerimiento para evitar crisis financieras recurrentes.
Aunque aún se vean lejanas su emisión y, sobre todo, su amplia utilización, las monedas digitales de los bancos centrales representarían una alternativa moderna al efectivo, edificando sobre la confianza que éstos han logrado. Si ello ocurre, deberíamos agradecer al bitcoin por el estímulo a la competencia y a la disciplina monetarias.
Este artículo fue publicado originalmente en El Financiero (México) el 28 de abril de 2021 y en Cato Institute.
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