Ultraderecha
Karina Mariani
Directora del CLUB DE LOS VIERNES Argentina.


A raíz de los resultados electorales chilenos, una andanada de titulares mediáticos convinieron en denominar al ganador de la primera vuelta presidencial José Antonio Kast como un político de ultraderecha. La palabra ultraderecha suena más bien a comic, se trata de un recurso retórico que utiliza el prefijo ultra para indicar algo que supera los parámetros normales de alguna cosa. Proviene de hecho del latín que significa “más allá de” o “que excede”. La cosa es que la inmensa mayoría de los textos periodísticos han elegido describir al candidato chileno como una persona que “excede la derecha”.¿Qué querrán decir?
La tara no es nueva, para que tantos medios repitieran como loros la misma palabra, es necesario que antes dichos medios tengan un preconcepto acerca de cómo se determina el arco político con un diccionario que no exceda las 50 palabras incluyendo preposiciones. Por eso, lo mismo ocurre cuando deben dar noticias acerca del partido Vox, de España o cuando deben referirse al Presidente de Brasil: Bolsonaro. Igual actitud tomarían si tuvieran que hablar del partido portugués Chega! o del británico Ukip, esto claro, si los conocieran. De hecho, no han dudado en señalar como de ultraderecha al diputado electo Javier Milei a quien no habían adjetivado así cuando no era candidato ni hacía política.
Aunque la demos por obvia, la distinción entre lo que es derecha e izquierda presenta serias dificultades de clasificación si pretendemos obtener términos absolutos. Incluso el remanido origen histórico de la denominación tiene en la actualidad problemas de ajuste. Si consideramos que fue la ubicación de los delegados en La Asamblea Nacional Constituyente de Francia proclamada el 4 de julio de 1789, notaremos que la acepción está un poco desvencijada. En efecto, en oportunidad de debatir sobre el peso de la autoridad del Rey en la futura constitución, los partidarios del veto real (o sea de un mayor poder del Estado) se sentaron a la Derecha y quienes se oponían se ubicaron a la Izquierda. O sea que desde el vamos, quienes son de derecha e izquierda hoy, respecto de su postura acerca del poder estatal, están más perdidos que Nemo.
Sin embargo, por más deformados que se encuentren, los términos derecha e izquierda tienen vuelo propio toda vez que son los que utilizamos para describir el espacio que ocupa una persona o partido político, e incluso nosotros mismos dentro de esa categoría. La izquierda, más allá de la situación fáctica en la que se encuentre respecto del ejercicio del poder, es una pretensión de realidad, una utopía a la que se debe someter a la sociedad. Por eso se apropia de la idea de progreso, porque tiene diseñado un destino manifiesto al que dicha sociedad debe llegar, debe progresar. La seña de identidad basal de la izquierda es que cree que puede rediseñar la realidad como fin para la concreción de la utopía, que es el bien último y superior. 
En el exitoso trajín de rediseñar cosas, la izquierda ha logrado rediseñar el sentido de muchos términos políticos, presentando como antagónicas ideas de idéntica cuna: al socialismo internacionalista soviético lo separó del fascismo y del nacionalsocialismo, que fueron movimientos que nacionalizaron las ideas socialistas. Y a eso denomina derecha, haciendo un paralelo con las ideas libertarias que van contra el poder del Estado. Pero todas estas ideas, socialismo, nacionalsocialismo o fascismo, salieron de las mismas usinas colectivistas en las que el Estado estaba por encima del ciudadano. No niega, sin embargo, la izquierda su suscripción al poder estatal por encima de todo derecho individual y su inclaudicable propensión a la ingeniería social. 
En consecuencia, la validez de cualquier relato descriptivo de la realidad política, en relación a la distinción izquierda y derecha deja de ser operativa si consideramos la variedad de contradicciones que se presentan: existen posiciones políticas que se muestran contrarias al incremento del gasto público, pero promueven un control estricto de la inmigración y del comercio internacional. Existen posturas políticas que promueven ideas liberales en cuanto al libre mercado pero defienden al Estado de Bienestar y por ende a los impuestos que implican mantenerlo. Existen posturas políticas sumamente críticas al FMI y a otros organismos internacionales pero cuyas agendas ideológicas son calcadas de estos mismos organismos multilaterales. Existen posturas políticas que en nombre de la libertad y la diversidad promueven la censura, el control estatal de la vida privada y van contra conquistas como el secreto bancario o sanitario. La confusión es muy clara.
La pregunta que sigue sin respuesta es, si los conceptos de izquierda y derecha están tan mezclados, qué cosa es aquello que permite llamar a un partido o a un candidato de ultraderecha. En realidad, parecería que en el cánon político no existe la derecha ni la centroderecha y que todo lo que esté por fuera de los parámetros de la centroizquierda y la izquierda pasa a ser ultraderecha. Pero si vemos tanta yuxtaposición en cuestiones tan relevantes como las fronteras, el comercio, la libertad de expresión, el rol del Estado, la bioética o las políticas públicas de discriminación positiva… ¿Qué es lo que define a la ultraderecha? 
Ultraderecha es, sin más, un término que habilita la cancelación del discurso público de una persona o idea. Toda cosmogonía total o parcial que atente contra el hegemón socialdemócrata activa de inmediato el mecanismo de expulsión del debate público y esto se replica de forma bastante bochornosa en los titulares que tratan de cancelar a Kast, a Abascal, a Bolsonaro o a Milei. Cuando la hegemonía discursiva detecta una grieta por el desgaste de la argamasa que constituye el discurso axiomático socialdemócrata, invoca la palabra ultraderecha y con esto busca anular la participación en el juego político, y esto incluye a acciones retóricas o fácticas, como pretender que la diputada electa Victoria Villarruel no pueda asumir su cargo.
Una de las cuestiones más interesantes que interpela al término ultraderecha es la inexistencia de su némesis, la ultraizquierda, en la arena mediática. Cuando todos los titulares sangraban dolientes describiendo a Kast como de ultraderecha, nada decían de su oponente en la futura segunda vuelta Gabriel Boric. Boric contiene en sí el apoyo de todo el comunismo y el terrorismo separatista. Apoya abiertamente a las dictaduras hispanoamericanas con fervor. Usa ropa conmemorativa de asesinatos guerrilleros y avala con soltura el genocidio soviético. A pesar de este florido perfil, para los medios, Boric no hizo suficientes méritos para hacerse del prefijo ultra.
En el caso argentino, Javier Milei, un ícono libertario internacional, pasó a recibir epítetos como el de nazi y, por supuesto fue señalado como miembro de la ultraderecha. Frente a Milei, competía la diputada electa Myriam Bregman que se presenta a sí misma como trotskista y defensora del accionar del chacal Che Guevara. Pero eso tampoco le mereció a Bregman el prefijo de ultra en los medios locales. También se le dice a Santiago Abascal ultraderechista, y nada se dice de sus oponentes miembros del terrorismo separatista y ni que hablar de Bolsonaro que competía con una exterrorista en las elecciones y resulta que el ultra era él.
¿Cómo sabemos que alguien no es de ultraderecha? Para salir del veraz de la ultraderecha es necesario suscribir cabizbajo a una serie de postulados al 100%. Se ha de sostener que el Estado tiene el derecho y la capacidad de: impedir que el clima cambie, de modelar las relaciones interpersonales tanto amorosas como filiales, de quedarse con más de la mitad de la riqueza que producen las personas, de dictar privilegios de casta en nombre de la igualdad, y varios etcéteras. Estos axiomas permiten que un partido o persona sea admitido dentro del ecosistema político, aún cuando su líder sea el Conde Drácula. Pero si en cambio se ponen en duda estos axiomas, se pasa de inmediato a la ultraderecha y se habilita la cancelación por parte de los medios de comunicación.
Sabiamente, la izquierda ha rediseñado la estructura del conflicto social de manera de adueñarse del monopolio de todo identitarismo victimista. Salvo que aceptemos que una invasión extraterrestre consiguió, al unísono, que en todas las democracias liberales del mundo se hablara a la vez de los mismos problemas y se sancionen leyes de idéntica factura privilegiando una agenda casualmente idéntica, es necesario reconocer que la identificación de los reclamos identitarios con el anticapitalismo es una movida muy exitosa de la ingeniería social y del colectivismo antes citado. No se trata de una conspiración ni es la temida invasión alienígena, es la vieja izquierda de siempre haciendo lo que mejor le sale.
Pero esta situación tiene asimismo una relación íntima con el hecho de que quienes no comparten las propuestas de la izquierda tienen un terror irracional a ser llamados ultraderecha. El título ultraderecha es para la izquierda el instrumento ideal para imponer sus planes sin que nadie se atreva a cuestionarlos. Es más, la izquierda está habilitada a denostar a la democracia liberal, la división de poderes, el orden cívico, las relaciones familiares, la educación científica e incluso se siente a sus anchas corriendo las fronteras de las realidades palpables porque no cuestiona la supremacía socialista que es su cosmogonía, la única permitida. Todo lo que no son ellos es la ultraderecha.
En cambio, abundan las acciones políticas de apoyo al comunismo, al fascismo y al nazismo que sin embargo no son expuestas por medios ni por lo que se conoce como “la cultura”. Incluso quienes se dicen de centroderecha ya ni discuten el igualitarismo, el distribucionismo, la discriminación positiva ni el poder del Estado para arrasar con todo lo obtenido por las revoluciones liberales usando como excusa un virus respiratorio. Para no ser llamados de ultraderecha, los políticos degluten la exuberancia de las propuestas más ridículas, siempre tratando de ser aceptados. Irónicamente, los sectores de izquierda con los que aspiran a confraternizar los repelen como le ha pasado a Piñera, a Macri, a Lacalle Pou o a Casado.
Aquellos que no creen en el destino de los pueblos, en que las decisiones del poder están por sobre la libertad de los individuos ni en los derechos colectivos, corren con desventaja: es más atractivo hablar del bien común. La izquierda tiene una ventaja abrumadora hablando sobre las posibilidades de éxito de sus utopías mientras que las realidades aciagas sólo son achacables al individuo. Sostienen premisas del tipo: ¿Cómo alguien puede oponerse al progreso, (y lo peor) podemos permitir que una voluntad individual trastoque los planes del bien colectivo? ¿Podemos permitir que la libertad de un individuo nos impida imponer el bien a la sociedad? El objetivo siempre será el destino unívoco y virtuoso contra el egoísmo individual. El éxito de este pensamiento marca la victoria.
Más allá de denominaciones retóricas que el periodismo dispensa en épocas electorales, lo que está en pugna es el consenso axiomático socialista trastocado en centro político. Este consenso vive en casi todos los partidos políticos. Uno de los pasos básicos para salir del pozo es aceptar la realidad: existe un profundo dogma socialdemócrata, que es inconsciente y que ha corrido el eje político de forma tal que ya no hay matices: o se es una persona bondadosa que acepta la socialdemocracia o se es de ultraderecha. 
La izquierda es el establishment. Y lo que está fuera del establishment es la ultraderecha.

Publicado en Faro Argentino.







 

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