Una peligorsa exhortacion Papal
Denis Pitté Fletcher


En estos días hemos conocido la exhortación apostólica denominada “Evangelii Gaudium”, dirigida por el Papa a los fieles de la Iglesia Católica en el mundo, en la que, además de los aspectos propios de la religión, abordó temas vinculados al sistema económico global, incurriendo, en mi opinión, en graves errores propios del notable desconocimiento de la mayoría de sacerdotes sobre las cuestiones crematísticas.
Deseo aclarar, en primer término, que el criticar al Papa con relación a una ‘exhortación’ de contenido político no implica descalificar a la Iglesia Católica. Existe la creencia bastante generalizada de que hablar de la Iglesia implica hablar de religión. Pero el hecho de que la Iglesia Católica se exprese sobre cuestiones ajenas a la religión –como economía, política, arte, ciencia, etc.-, abre el derecho de cuestionar sus postulados no religiosos, pues su influencia es tan honda que a todos nos atañe. La religión incursiona en política a pesar de Cristo –“al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”-, y, por tanto, los ciudadanos tenemos todo el derecho de cuestionar sus incursiones. El problema no es,sin embargo, que la Iglesia opine. El problema es el signo, la orientación de la opinión de la Iglesia.
Lamentablemente, la Iglesia Católica ha perdido desde hace tiempo la sabia filosofía contenida en la Encíclica “Rerum Novarum”, del Papa León XIII, retomada luego por Juan Pablo II en la “Centesimus Annus”. Y ha incursionado en el fascismo de la “Quadragesimo Anno”, en el comunismo de la “Populorum Progressio” y la “Gaudium et Spes”, en el keynesianismo de la “Mater et Magistra”, y en cuestiones aún peores como el “Syllabus de Errores”, verdadero compendio de insensateces y de soberbia anticristiana.
En esta ocasión, la exhortación papal ‘Evangelii Gaudium’ se entroniza –seguramente no sin buena fe- en el sostén de los populismos del siglo XXI, que los argentinos padecemos junto con otros países latinoamericanos y del mundo.
Veamos los tramos de la exhortación que justifican esa mi afirmación, que están contenidos entre los puntos 53 a 60 del pronunciamiento del Papa. El resto transcurre en recomendaciones evangélicas a los sacerdotes diseminados por el planeta, fundamentalmente en directivas tácticas para renovar la actividad eclesial, lo que no es motivo de esta nota.
En el punto 54 el representante de Dios nos dice: “En este contexto, algunos todavía defienden las teorías del «derrame», que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante”.
Luego, en el punto 56, agrega: “Mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz. Este desequilibrio proviene de ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera. De ahí que nieguen el derecho de control de los Estados, encargados de velar por el bien común. Se instaura una nueva tiranía invisible, a veces virtual, que impone, de forma unilateral e implacable, sus leyes y sus reglas. Además, la deuda y sus intereses alejan a los países de las posibilidades viables de su economía y a los ciudadanos de su poder adquisitivo real”.
En el 57: “En este sentido, animo a los expertos financieros y a los gobernantes de los países a considerar las palabras de un sabio de la antigüedad: «No compartir con los pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos, sino suyos»”.
Y en el 60: “Los mecanismos de la economía actual promueven una exacerbación del consumo, pero resulta que el consumismo desenfrenado unido a la inequidad es doblemente dañino del tejido social”
Pues bien; es evidente que el Papa, como jesuita de origen que es, se inclina por los principios del socialismo y desprecia los principios del liberalismo. Es un socialista con sotana blanca. Sotana blanca que es, en realidad, roja. 
El Papa propone -supongo que sin advertirlo-, el peor de los sistemas de privilegio y pobreza: el socialismo. Y lo hace de un modo elíptico, solapado, aunque indubitable.
Decía Séneca que para quien no sabe hacia dónde va, nunca hay vientos favorables. Por ello, y antes de ingresar en la crítica a las palabras del Papa, se impone mostrar en qué consiste el liberalismo y en qué el socialismo, qué significa el “mercado” y qué significa el “estado”.
Podría decir que la idea liberal comienza con Jesucristo y su idea de falibilidad del hombre, con aquello de que “el justo peca siete veces” y que “quien esté libre de pecado que arroje la primera piedra”. Y con John Locke y la publicación de sus “Tratados del Gobierno Civil”, y la importante “Carta de la Tolerancia”, donde, a partir de la idea primigenia de la falibilidad de la naturaleza humana, Locke desafió la noción del derecho divino de los reyes y mostró que “los monarcas también son hombres”. Por tanto, estableció la necesidad de que se limitaran las prerrogativas del rey a fin de proteger los derechos individuales a la vida, la libertad, la propiedad y el derecho a la búsqueda de la propia felicidad.
Y en las declaraciones de James Madison en la Carta 51 de ‘El Federalista’ encontramos rastros la sabiduría de David Hume: “Pero qué es el gobierno en sí sino la mayor de todas las reflexiones sobre la naturaleza humana. Si los hombres fueran ángeles, ningún gobierno sería necesario. Si los ángeles fueran a gobernar a los hombres, ningún control interno o externo sería necesario. Pero al formar un gobierno que va a ser administrado por hombres sobre hombres la gran dificultad yace en esto: primero se debe capacitar al gobierno para controlar a los gobernados; y en segundo lugar obligarlo a controlarse a sí mismo”.
Efectivamente, el gran descubrimiento de los EEUU –ya predibujado por Gran Bretaña- ha sido el de que los intereses particulares no son, per se, contrarios al interés general, y que la búsqueda de la propia felicidad no era reemplazable por la idea de que el gobierno era quien debía proveer la felicidad de cada uno. De allí el reconocimiento de los derechos individuales a la vida, a la libertad, de propiedad y a la búsqueda de la propia felicidad, y el límite al poder político como garantía de esos derechos. La economía no es otra cosa que el resultado de ese sistema ético, y el mercado no es otra cosa que el ejercicio de los derechos individuales.
Por el contrario, el socialismo implica el poder político absoluto. Cuando se define que en el pueblo está la concupiscencia y en el gobierno la ética, se le traspasa todo el poder al gobierno para que vele por el “bien común”. Es decir, los derechos individuales son sustituidos por los derechos del universal denominado “pueblo”, esa entelequia que esconde el hecho de que cuando los derechos son del “pueblo”, la realidad es el poder político absoluto de los gobiernos para violar los derechos individuales. Y si no veamos qué ocurre hoy en Venezuela de la mano del Socialismo del Siglo XXI y del castro-chavismo.
Frente a esta disyuntiva ético-política, el Papa ha decidido atacar al mercado y defender el derecho de “control” de los Estados. Y, además, ha pretendido que lo que hoy domina al mundo es ese mercado al que tanto desprecia.
En primer lugar, debería mostrarnos el Papa en qué lugar existe el mercado, pues los Estados nacionales –sobre todo en los países pobres- ha destruido los mercados con regulaciones, intervenciones, confiscaciones, impuestos, inseguridad jurídica y protecciones de privilegio de todo tipo. ¿A qué economía de “mercado” se refiere el Papa? ¿A la de la tierra que lo vio nacer y vivir hasta hace poco tiempo, la Argentina, donde el gobierno no ha hecho otra cosa que minar los derechos individuales y destruir el mercado?
Cuando el Papa afirma que “Mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz. Este desequilibrio proviene de ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera”, ¿no advierte que es precisamente lo contrario? Pues está visto que si de incremento de fortunas se trata, las de los políticos están a la cabeza, mientras que muchos empresarios quiebran o han debido emigrar ante la arbitrariedad de los políticos, esto es, del “Estado” al que el Papa parece equiparar con Dios.
El Papa expresa, no sin imprudencia y desconocimiento, que “En este contexto, algunos todavía defienden las teorías del «derrame», que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante”.
El Papa no advierte que el “derrame” no es otra cosa que las fuentes de trabajo. Quienes poseen riqueza y en lugar de retirarse a vivir una vida de reyes la aplican en emprendimientos productivos, es decir, actúan como empresarios, generan puestos de trabajo y así los pobres tienen la oportunidad de salir de la pobreza, como millones de humanos lo han hecho desde que existe el sistema que permitió crear riqueza. La afirmación del Papa en el sentido de que “Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos” revela que lamentablemente no comprende cómo funciona la economía, pues si en algo tuvo razón Adam Smith es precisamente en el efecto derrame de la creación de riqueza a través de la creación de trabajo. ¿Qué otra cosa son los salarios sino la expresión más acabada de ese derrame producido gracias a las inversiones productivas de riqueza?
El Papa, en una expresión más propia del marxismo que de Cristo, expresa, invocando a un filósofo al que no identifica, que “«No compartir con los pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos, sino suyos»”. Evidentemente, el Papa no ha comprendido el mensaje de Cristo en la Parábola de los talentos (Mt, 25:14-30), donde se premia la creación de riqueza, ni mucho menos la Parábola de los obreros de la viña (Mt. 20:1-16), donde se fundamenta la libertad contractual, esto es, el libre ejercicio de los derechos individuales. El Papa, con esta breve frase, no ha hecho más que justificar el proceder de Maduro, de Castro, de Kirchner, de Evo Morales, de Rafael Correa, y de Stalin, Pol Pot y Mao. Esa frase es ni más ni menos que la justificación de la violación de los derechos individuales y de la violencia propiciada por Marx en el Manifiesto Comunista. El Papa ha hecho el desmonte de la Sierra Maestra para que los salvadores de los pobres desciendan de ella sin tropiezos.
El Papa ha recurrido a la culpabilidad –gran herramienta de la Iglesia Católica- para explicar la pobreza, y, obviamente, ha encarnado esa culpa en el “mercado” capitalista. Dentro de cada capitalista reside el demonio. Y dentro de cada gobernante reside el amor. Y propone entonces, como solución, mayor control estatal, mayor reparto, más socialismo. Siendo que el socialismo es, en realidad, el mayor sistema de privilegios posible, donde los gobernantes acumulan fortunas incalculables dejando a los pueblos más desnudos que el Cristo de la Cruz.
El Papa rechaza la visa al Cielo para los ricos, y los culpa de todos los males de la Tierra. Los trata de ladrones e insolidarios, y sugiere a los pobres la vía de la recuperación. Ni digo que sea una cuestión de perversidad. Es cuestión de ignorancia.
Finalmente, el Papa ataca el consumo: “Los mecanismos de la economía actual promueven una exacerbación del consumo, pero resulta que el consumismo desenfrenado unido a la inequidad es doblemente dañino del tejido social”. 
Debiera comprender el Papa que el planeta Tierra soporta hoy más de 6.000 millones de habitantes, y que de no ser por el consumo la mitad de la población sencillamente no existiría. La producción que genera puestos de trabajo sería imposible si no existiera el consumo de lo que se produce. Y la producción de solamente los elementos indispensables para subsistir austeramente –como le gustaría a la Iglesia- daría empleo a solo la décima parte de la población mundial. Es gracias al consumo de bienes de todo tipo, inclusive los suntuarios y exclusivos, que hay trabajo para las personas. A mayor consumo más trabajo y menos pobreza. Es gracias al hiperconsumismo que gran parte del mundo salió de pobre.
El Papa pretende, seguramente sin quererlo, devolvernos a la Edad Media. Anclado a la teoría de la aguja y el camello, ha decidido, en su primera exhortación apostólica, atacar al mercado y ensalzar al Estado.
Es un paso más en el desconocimiento y la descalificación permanente de ciertos sectores de la Iglesia respecto de los mecanismos psicológicos íntimos vinculados a la creación de riqueza: el ánimo de lucro y la propiedad privada sin cortapisas, que hace parte inescindible de la libertad individual. Sin el afán de lucro ni la necesidad de sobresalir, las personas no consiguen prosperar. La censura moral del mal denominado ‘capitalismo’, es indudablemente una de las causas generadoras de miseria, porque precisamente lo que se necesita para progresar es capital y seguridad jurídica respecto de la propiedad privada. No caridad ni latrocinio.
El Papa no comprende el enorme significado ético de los derechos individuales y la libertad económica como contracara de la responsabilidad individual. Que la soberanía del individuo es mucho más importante que la soberanía del pueblo o de la nación. Que el ‘hombre nuevo’ que quiere crear –y en esto coincide con el marxismo-, despojado de ambición y egoísmo, es una utopía, y que en el hipotético caso de lograrlo desaparecería la riqueza de la faz de la tierra, con las consecuencias de miseria, enfermedad generalizada y muerte.
Por tanto, hago votos porque la Iglesia retorne al origen de su doctrina social, conforme las palabras del Papa León XIII en su Encíclica “Rerum Novarum” de 1891: “Creen los socialistas que en el traslado de los bienes particulares a la comunidad se podría curar el mal presente. Pero esta medida es tan inadecuada para resolver la contienda que incluso llega a perjudicar a las propias clases obreras; y es, además, sumamente injusta, pues ejerce violencia contra los legítimos poseedores, altera la misión de la república y agita fundamentalmente a las naciones”. “Porque mientras los socialistas presentan el derecho de propiedad como una invención que repugna a la igualdad natural entre los hombres y, procurando la comunidad de bienes, piensan que no debe sufrirse con paciencia la pobreza y que pueden violarse impunemente las posesiones y derechos de los ricos; la Iglesia, con más acierto y utilidad, reconoce la desigualdad entre los hombres –naturalmente desemejados en fuerza de cuerpo y espíritu –aun en la posesión de bienes, y manda que cada uno tenga, intacto e inviolado, el derecho de propiedad y dominio que viene de la misma naturaleza”.

 

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