De recetas, restaurantes, Bolívar, Belgrano y un aniversario para pensar
Carlos Mira
Periodista. Abogado. Galardonado con el Premio a la Libertad, otorgado por Fundación Atlas para una Sociedad Libre.


El mismísimo Simón Bolívar, quien, interpretado antojadizamente por un delirante venezolano, inspiró el llamado socialismo del siglo XXI, hace más de 200 años aseguraba que lo mejor que podía hacerse en América Latina era emigrar, porque cualquier intento honesto que quisiera emprenderse allí se asimilaba mucho a arar en el mar. América Latina (aunque él hablaba de “América”) era, para Bolívar, ingobernable porque irremediablemente caería en manos de multitudes desenfrenadas que darían paso a tiranuelos devorados por crímenes y extinguidos por su ferocidad.

Colombia acaba de elegir a un narco-terrorista (porque uno, en definitiva, nunca deja de ser lo que fue) para ser presidente de la República. En el Día de la Bandera, en honor a la conmemoración del día de la muerte de su creador, Manuel Belgrano, el país se debate frente a un gobierno disparatado que, enredado en sus propios laberintos, está condenando al país a una pobreza y miseria nunca antes vista y de las cuales la Argentina había logrado evadirse hace 100 años, cuando los colores de la bandera de Belgrano eran sinónimo de admiración, progreso y asombro en el mundo.
Preso de un ideologismo atrasado, idiota y fundamentalmente terco, el gobierno kirchnerista sigue aliando al país a lo peor de la Tierra, adornando ahora sus papelones internacionales con un inexplicable desmanejo de la situación creada por la llegada a Ezeiza de un avión iraní alquilado por una compañía venezolana que llegó cargado de una tripulación compuesta por militares venezolanos y militantes pertenecientes de la Guardia Revolucionaria Iraní, organización calificada de terrorista por el mundo civilizado y que, probadamente, ha sumisnistardo armamento y logística a Hezbolah, el grupo radicalizado islamico que voló la Embajada de Isreal primero y la sede de la AMIA en Buenos Aires después, matando más de 100  argentinos inocentes.
No conforme con haber intentado un atajo de impunidad durante el tercer kirchnerato a través de la firma de un memorandum de entendimiento cuyo principal objetivo era liberar de responsabilidad a los autores intelectuales de los atentados, ahora el kirchnerismo permite el ingreso de un avión cuyo aterrizaje fue denegado en Uruguay y en Paraguay y respecto del cual no pueden reunirse más elementos oscuros: Venezuela, Irán, pilotos que pertenecen a organizaciones terroristas, militares chavistas, una carga de “repuestos automotrices” para la que se moviliza nada menos que un Jumbo 747 y 19 tripulantes (cuando un despacho normal de ese tipo no habría requerido mas de 5 personas). En fin, hasta un pequeño de 5 años sospecharía de tantas “casualidades”.
El flamante director de la AFI, Agustín Rossi, quien nunca pudo explicar cómo fue que le robaron un misil cuando fue ministro de defensa, dijo, en declaraciones a los medios, que los iraníes eran instructores de vuelo de los venezolanos, algo que el perspicaz Diego Guelar interpretó con sagacidad como un método inteligente para enviar un mensaje encriptado a esa tripulación en cuanto a qué era lo que deberían declarar cuando enfrentaran a los funcionarios de la Justicia. En efecto, días después cuando los involucrados declararon, recitaron, palabra por palabra, lo que Rossi había dicho por televisión.
Quizás la deriva de Rossi no fue la mejor ocurrencia: todos recuerdan que los autores de los atentados del 11 de septiembre en New York y en Washington también asistían a clase de instrucción de vuelo en escuelas de la Florida.
¿Cómo es posible que la Argentina, 202 años después de la muerte de quien pensó un país completamente diferente, esté embadurnada en esta mezcolanza que combina dictaduras, atraso, miseria, alianzas con delincuentes, corrupción, ignorancia, holgazanería mental y jactancia por andar mezclada con lo peor del orbe?
Lo más dramático del caso es que el país había logrado zafar de la premonición bolivariana y, mientras el resto de América Latina confirmaba su presagio, la Argentina se encaramaba entre los primeros países de la Tierra siendo, a la vez, motivo de asombro y estupefacción. ¿Cómo fue que ocurrió aquel ascenso y cómo se cayó en esta decadencia sin piso en la que los argentinos ven deshacerse su país hoy?
Los métodos del triunfo y del fracaso ya están descubiertos en el mundo. Las recetas de lo que hay que hacer para progresar y de aquellas otras que condenan a la pobreza a quienes las practican ya son ultra conocidas.
Desde que en la Inglaterra de la Revolución Industrial se descubrieron los secretos de la libertad, de la división colaborativa del trabajo y de las verdaderas motivaciones de la acción humana, solo un grupo de tercos puede elegir ser pobre. Hoy ser pobre es una elección; no una condena.
Siempre me gusta repetir un ejemplo metafórico: estar hoy en condición física plena es hoy una elección, no un designio de la naturaleza. Se trata de elegir para la salud propia las probadas recetas de vida sana que de manera abundante y pública están hoy al alcance de cualquiera.
Es como entrar a un restaurante y encontrarse con un menú que contiene recetas que uno sabe que le hacen bien (aunque no le agraden mucho en cuanto al sabor) y recetas que uno sabe que le hacen mal (aunque la tentadora química de su cuerpo se las demande con locura).
Está en uno elegir: la comida que hace bien, aunque no guste mucho su sabor o la comida que tienta pero que uno sabe que termina mal.
La Argentina entró a ese figurado restaurante hace 169 años. Y eligió la comida que no le gustaba, que la química de su cuerpo repelía pero que sabía que era saludable para su futuro y su progreso. Tragó saliva y le ordenó al mozo una adaptación casi calcada de la Constitución de los Estados Unidos: una ensalada de espárragos con agua mineral.
El menú hizo maravillas en el organismo, que, a pesar de tomarlo apretándose la nariz, convirtió a aquel organismo fofo y desordenado en un atleta de alto rendimiento en menos de 30 años. Luego esa maquinaria, pese a los barquinazos, seguiría corriendo maratones con los mejores del mundo por otros casi 70 años.
A mediados del siglo XX, la Argentina volvió al restaurante. Los jugos gástricos acumulados de las tentaciones se hicieron irresistibles y se despachó con un pedido al mozo en el que no se privó de nada: azúcares, hidratos de todo tipo, alcohol, salsas espesas, grasas, bastante tabaco entre plato y plato y algunos estupefacientes para terminar la velada. Se había dado el gusto de pedir lo que la tentaba aunque sabía perfectamente que le haría mal.
El placer inmediato fue inconmensurable: no cabía en sí misma de tanto goce. Con lo cual decidió abandonar para siempre los espárragos y el agua mineral. Con el tiempo, el atleta de alta competencia ya no podía correr ni el colectivo y cada vez se parecía más a sus colegas latinoamericanos, anticipadamente descritos por Bolívar con descarnada virulencia.
Hoy, de haber sido el asombro del mundo por ganar maratones, está mucho peor que atletas que antes ni siquiera podían pensar en competir con ella. Doscientos dos años después de la muerte de uno de los soñadores más grandes de un país libre, los argentinos son esclavos de un sistema que los oprime, los asfixia, no los deja trabajar, y, lo que es peor, no los deja soñar.

Los tiranuelos criminales que anticipaba Bolívar se han enseñoreado en los privilegiados sillones del Estado, de los gremios y de las glebas medievales que gobiernan la Argentina. La idea de emigrar es la que prevalece en los jóvenes, como si el venezolano, hipócritamente admirado por Chávez, los hubiera conocido de antemano.
Quizás Bolívar conocía los jugos gástricos latinoamericanos -su ADN, diríamos hoy- y presumía qué receta elegirían cuando ingresaran al restaurante de las instituciones. Lamentablemente no falló su diagnóstico. Belgrano se avergonzaría de haberle dado sus colores a una bandera que hoy no defiende la libertad sino que se haya entreverada con los mafiosos de la humanidad.


 

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