El déficit no es el problema, la deuda tampoco
Agustín Monteverde

Sus escritos fueron publicados en las obras “Claves para interpretar la Argentina” (2004),  “Desafíos del Bicentenario para la Libertad” (2010) de la Fundación Atlas para una Sociedad Libre.



Nueve de cada diez de los U$ 374.000 MM de deuda del Tesoro están indexados, sea por dólar o por inflación. Esta vez los defraudadores profesionales — nuestra clase política— no podrán recurrir a la expoliación de la ‘licuación’. No es esa la única cuenta a pagar que las sucesivas administraciones kirchneristas y cambiemitas nos dejan: también deberemos hacernos cargo de la deuda del BCRA. A pagar con lo que ahorramos. Pero hacemos precisamente lo opuesto: tenemos déficit, tanto fiscal como de flujo de capitales. Lo que hace que la deuda —la fiscal y la cuasifiscal— se vuelva cada vez más impagable.
Pero el problema más serio de la economía argentina no es el déficit. Tampoco la deuda. Por ello, los programas del FMI, centrados en reducir el déficit y refinanciar la deuda, resultan contraproducentes y recesivos. Y su ‘alivio’ siempre ha sido efímero; ocurrió con De la Rúa, de nuevo con Macri y —como era de esperar— vuelve a pasar con Fernández.
El gran problema de la economía argentina es el tamaño demencial del Estado y lo que éste gasta. Con esta obscenidad de gasto es imposible ahorrar porque en vez de crear riqueza y crecer, se pulveriza riqueza y se hunde la economía. Todo el gasto es político. Porque se hace política con todos los renglones del gasto y porque el Estado es la personificación de la clase política con sus capas geológicas de conchabados.
Una de las manifestaciones de ese problema principal es la inflación de regulaciones, normas elucubradas al solo efecto de justificar innecesarios cargos estatales y que se ocupan de hacer imposible la vida de las empresas y de las personas. Otra es la inflación de los precios, que supera 60 % y va por más.
El presidente anunció recientemente que le declaraba la “guerra a la inflación”. Si esa es la misión, están cantados los dos blancos estratégicos a bombardear: la Casa Rosada y el Banco Central. Es que “la madre de todas las guerras” es el gasto.
Corresponde llamar la atención sobre ciertas cuestiones, que convierten a la actual inflación en algo diferente de la que hemos sufrido en los pasados veinte años. Pasar de una inflación de 20 % a otra de 40 % no es lo mismo que pasar de esta última a una de 60 %. Si bien en ambos casos la escalada es de veinte puntos, alcanzar los actuales niveles plantea una diferencia cuali-cuantitativa: tasas de inflación tan altas derivan inevitablemente en una indexación generalizada de la economía, por mucho que el Estado se niegue a formalizarla de manera normativa. Por cierto, cabe señalar que es el propio gobierno el que más ha hecho para generalizarla, colocando a destajo deuda fiscal y cuasifiscal ajustada por inflación. A su vez, estos niveles de inflación —y por consiguiente, de ajuste— vuelven insostenible esa deuda.
Otra diferencia crucial es que este escalón de inflación no es resultado único de la emisión monetaria. De hecho, el ritmo de emisión neta en los pasados meses apenas ha superado 40 %. Entonces, ¿es acaso un fenómeno multicausal y no monetario, como tanto insisten los políticos? —Por supuesto que no; es monetario. Pero, como en todo mercado, no sólo incide la oferta sino también la demanda; y lo que indican los registros es que el protagonismo ha pasado a tenerlo esta última. Los argentinos se desprenden del dinero tan pronto como llega a sus manos porque saben que en sus bolsillos se derrite como un helado. Al hacerlo, aumentan su velocidad de circulación, remedando así una emisión anárquica, no gobernada por el Central sino por el temor de los ciudadanos.
El otro aspecto a destacar es que, si bien hemos apuntado que la emisión neta ha sido bien inferior a la inflación, la emisión primaria ha sido dramáticamente mayor. Ella no se refleja en la base monetaria estricta sino en la base amplia, que incluye a los pasivos financieros que mantiene el Banco Central con el sistema bancario. Es la llamada deuda cuasifiscal, que de “cuasi” tiene poco o nada, y que es aun más nociva que la asumida por el Tesoro. Hoy estos pasivos contraídos con los bancos casi igualan a la totalidad de los depósitos a plazo y duplican al circulante. Con las tasas y los ajustes por inflación en alza, forzados a capitalizarlos, y con vencimientos a plazo corto, conforman una verdadera bomba inflacionaria por el solo impacto de esos intereses. Ni hablar de un desarme de esa cartera.
La inflación es la consecuencia monetaria del gasto exorbitante y el desmadre de las erogaciones es un preanuncio de la emisión que sobrevendrá. Sin embargo, una vez que ocurre el salto cualitativo al que nos hemos referido, los tres elementos señalados —protagonismo de la demanda monetaria, indexación y deuda cuasifiscal— la independizan del gasto: aun cuando éste se refrenara por milagro, la inflación seguiría su curso, impulsada por esos tres factores. Ellos han sido los componentes de toda hiper.
El exceso de gasto, el descrédito y desatinos del gobierno, la falta de sustento financiero, y la notable distorsión de los precios relativos no anticipan una hiper, pero sí un próximo golpe cambiario-inflacionario. La hiper no está a la vuelta de la esquina pero sus semillas han germinado y su silueta comienza a dibujarse en el horizonte.

Publicado en La Nación.



 

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