Libertad y abundancia
Marian Tupy
Editor de HumanProgress.org y analista de políticas públicas del Centro para la Libertad y la Prosperidad Global. 


Con unas pocas excepciones, la mayoría de los estudiosos desde la antigüedad en adelante fueron hostiles al crecimiento de la población o profundamente ambivalentes acerca de sus efectos potenciales sobre el bienestar humano. Por supuesto, más gente significaba ejércitos grandes y más contribuyentes, que es lo que les importaba a los señores feudales de antaño, pero el crecimiento de la población también significaba una mayor presión sobre los recursos disponibles y otras calamidades. 
Ese no era un prisma irracional a través del cual ver el crecimiento de la población. Durante miles de años, el mundo estuvo, de hecho, atrapado en lo que se conoció como una trampa malthusiana. La población mundial fluctuó, creciendo durante los tiempos de buenas cosechas y colapsando cuando los alimentos escaseaban. Según la Oficina del Censo de EE.UU., la población mundial en la época de Jesús estaba entre 170 y 400 millones. Catorce siglos después, estaba entre 350 y 374 millones.
En el siglo XVIII, la velocidad del progreso científico y tecnológico permitió a algunos estudiosos observar el crecimiento demográfico con creciente optimismo. Comenzaron a ver la vida humana como intrínsecamente valiosa y los problemas concomitantes con el crecimiento de la población como eminentemente solucionables. El economista francés Nicolas Baudeau, por ejemplo, argumentó que “la productividad de la naturaleza y la laboriosidad del hombre no tienen límites conocidos” porque la producción “puede aumentar indefinidamente”. Como tal, “la población y el bienestar pueden seguir avanzando juntos”.
Otros destacados intelectuales de la época llegaron incluso a argumentar que el buen gobierno es aquel que conduce a la maximización de la población humana y su bienestar. El filósofo escocés David Hume, por ejemplo, señaló que “donde haya más felicidad y virtud y las instituciones más sabias, también habrá más gente”. El filósofo francés Jean-Jacques Rousseau sostuvo que “el Gobierno bajo el cual … los ciudadanos aumentan y se multiplican más es infaliblemente el mejor”. 
Estas eran, por decirlo suavemente, ideas revolucionarias, y pronto llegó la reacción casi inevitable contra ellas. El reverendo Thomas Robert Malthus nació en Westcott, Inglaterra. Estudió inglés, clásicos y matemáticas en la Universidad de Cambridge. Con el tiempo, Malthus quedó fascinado con las tasas de crecimiento geométricas y aritméticas. Un valor que crece geométricamente aumenta en proporción a su valor actual, como siempre duplicándose (por ejemplo, 1, 2, 4, 8, 16, 32, 64, 128, 256, 512, 1.024). Una tasa de crecimiento aritmético, por el contrario, aumenta a una tasa constante (1, 2, 3, 4 o 1, 3, 5, 7). 
En 1798, Malthus publicó “Un ensayo sobre el principio de la población”. Argumentó que “la población, cuando no se controla, aumenta en una proporción geométrica. La subsistencia (por el contrario) aumenta solo en una proporción aritmética”. Luego advirtió que si “la proporción de nacimientos a muertes durante algunos años indica un aumento de números mucho más allá del aumento proporcional o el producto adquirido (es decir, alimentos) del país, podemos estar perfectamente seguros de que a menos que se produzca una emigración, las muertes pronto superarán a los nacimientos. … Si no hubiera otras causas de despoblación, todos los países, sin duda, estarían sujetos a pestilencias periódicas o hambrunas”. 
Malthus creía que la historia validaba su teoría, y lo hizo. También insistió en que lo que era cierto en el pasado también sería cierto por toda la eternidad, y eso no iba a ser así. De hecho, Malthus perdió su argumento principal incluso antes de que se imprimiera su primer libro. Entre 1700 y 1798, la población de Inglaterra aumentó un 62,3%. Sin embargo, en relación con los ingresos, el precio del pan cayó un 26,6%. En otras palabras, se hizo más abundante. Si bien se demostró que Malthus estaba espectacularmente equivocado, su teoría siguió siendo influyente entre muchos académicos, incluido el biólogo Paul Ehrlich de la Universidad de Stanford. 
En 1968, Ehrlich publicó un libro titulado La bomba demográfica. Vendió 3 millones de copias, se tradujo a muchos idiomas y trajo las preocupaciones malthusianas a la corriente principal. Comenzó con una predicción: “La batalla para alimentar a toda la humanidad ha terminado. En la década de 1970, cientos de millones de personas se morirán de hambre a pesar de cualquier programa de choque que se lleve a cabo ahora”. En 1970, Ehrlich apareció en “The Tonight Show”. El programa, escribió John Tierney en The New York Times, “recibió más de 5.000 cartas sobre la aparición de Ehrlich, la primera de muchas en el programa. Ehrlich se ha visto inundado desde entonces con solicitudes de conferencias, entrevistas y opiniones”. 
El mensaje de Ehrlich asustó y marcó a generaciones de estadounidenses, inspirando películas como el thriller distópico ecológico de 1973 “Soylent Green” (La más reciente “Avengers: Infinity War” se basa en la misma premisa). Del otro lado del país, el economista de la Universidad de Maryland, Julian Simon, no estaba convencido. Miró los números y notó que los precios de los recursos estaban cayendo, en lugar de subir. Eso implicaba que los recursos se estaban volviendo más abundantes –incluso mientras la población crecía.
En 1980, Simon le apostó a Ehrlich $1.000 en cantidades de $200 de cinco metales: cromo, cobre, níquel, estaño y tungsteno. El contrato de futuros estipulaba que Simon vendería estas mismas cantidades de metal a Ehrlich por el mismo precio dentro de 10 años. Dado que el precio refleja la escasez, Simon pagaría si el aumento de la población hiciera que estos metales escasearan, pero si se volvieran más abundantes y, por lo tanto, más baratos, Ehrlich pagaría. Durante los siguientes 10 años, los cinco metales se abarataron y Ehrlich le envió a Simon un cheque por $576,07, lo que representa una disminución del 36% en los precios ajustados por inflación. 
Desde 1990, algunos estudiosos han argumentado que Simon tuvo suerte. Para probar esa hipótesis, hemos analizado los precios de cientos de productos básicos, bienes y servicios durante dos siglos. En nuestro libro, Superabundancia: la historia del crecimiento de la población, la innovación y el florecimiento humano en un planeta infinitamente generosoGale L. Pooley y yo descubrimos que los recursos se volvieron más abundantes a medida que crecía la población. Eso fue especialmente cierto cuando observamos los “precios en tiempo”. 
La mayoría de la gente está familiarizada con los llamados precios “actuales”, que el comprador ve en el estante del supermercado, y los precios “reales”, que tienen en cuenta la inflación. Lo que falta en ambos precios es la cantidad de dólares en su billetera. ¿Cuántas veces has escuchado a tus abuelos quejarse de que un galón de gasolina costaba 50 centavos y una barra de pan 5 centavos “en los viejos tiempos”? “Cierto, abuela y abuelo”, debería ser su respuesta, “pero ¿qué pasó con sus ingresos durante su vida laboral?”
Por lo general, aunque no siempre, los ingresos individuales aumentan a un ritmo mayor que la inflación. Esto se debe a que las personas tienden a volverse más productivas (es decir, usan nuevos conocimientos o inventos para generar más valor por insumo, como una hora de trabajo, un acre de tierra y la cantidad de capital disponible) durante su vida y a lo largo del tiempo. Solo piense en la producción económica o la productividad de un trabajador con una pala frente a la de un conductor de una excavadora gigante. 
Mientras que los precios nominales y reales se miden en dólares y centavos, los precios en tiempo se miden en horas y minutos. Para calcular un precio en tiempo, todo lo que necesita hacer es dividir el precio nominal de un bien o servicio por su ingreso por hora nominal. Eso le dice cuánto tiempo debe trabajar para pagar algo. Siempre que su ingreso nominal por hora aumente a un ritmo más rápido que los precios nominales, los bienes y servicios serán más abundantes. 
Tomemos, por ejemplo, un trabajador no calificado –digamos, un conserje– en EE.UU. Entre 1850 y 2018, el precio temporal del arroz cayó un 98,1%. Entonces, la misma cantidad de trabajo que le compró una libra de arroz en 1850, le compró 52,92 libras en 2018. En lugar de una libra de carne de cerdo, pudo comprar 35,56. Su “abundancia” personal de algodón pasó de 1 a 32,74; de trigo de 1 a 30,79; de maíz de 1 a 26,04; de lana de 1 a 24,99; de cordero de 1 a 3,78; de carne de vacuno de 1 a 3,23, etc. Mientras tanto, la población de EE.UU. aumentó de 23 millones a 327 millones. 
¿Qué pasó con los precios globales en tiempo de los recursos? Cayeron un 84% entre 1960 y 2018. La abundancia personal de recursos del habitante promedio del mundo aumentó de 1 a 6,27% o 527%. Dicho de otra manera, por la misma cantidad de trabajo que él o ella podría comprar un artículo en la canasta de recursos que vimos, él o ella ahora puede obtener más de seis. Durante ese período de 58 años, la población mundial aumentó de 3.000 millones a 7.600 millones. Alcanzará los 8 mil millones en el momento en que lea este artículo. 
Más importante aún, también encontramos que la abundancia personal de recursos aumentó a un ritmo más rápido que el crecimiento de la población –una relación que llamamos “superabundancia”. En promedio, cada ser humano adicional creó más valor del que consumió. Esta relación entre el crecimiento de la población y la abundancia es profundamente contraria a la intuición, pero es cierta. Pero, ¿cómo sucede todo ese progreso?
Los comités no tienen ideas. Los algoritmos no tienen ideas. Las máquinas no tienen ideas –al menos no todavía. Hasta ahora, las ideas siempre han sido producto de la inteligencia humana. Esas ideas conducen a invenciones y, a su vez, las invenciones probadas por el mercado conducen a innovaciones que impulsan el crecimiento económico y elevan el nivel de vida. Pero las grandes poblaciones no son suficientes para sostener la superabundancia –solo piense en la pobreza en China e India antes de sus respectivas reformas económicas. Para innovar, se debe permitir que las personas piensen, hablen, publiquen, se asocien y discrepen. Se les debe permitir ahorrar, invertir, comerciar y obtener ganancias. En una palabra, deben ser libres. 
La sociedad proporciona los incentivos que alientan o desalientan a las personas a manifestar sus ideas en la realidad. Las personas, que acrecen de los mismos derechos legales y se enfrentan a onerosas cargas reglamentarias, impuestos confiscatorios o derechos de propiedad inseguros, no tendrán incentivos para convertir sus ideas en invenciones e innovaciones. Por el contrario, las personas que funcionan en condiciones de igualdad legal, regulación sensata, impuestos moderados y derechos de propiedad seguros, aplicarán sus talentos en su beneficio y, en última instancia, en el de la sociedad. 
Las posibilidades de crear valor nuevo son, por lo tanto, inmensas. El mundo es un sistema cerrado en la forma en que un piano es un sistema cerrado. El instrumento tiene solo 88 teclas, pero esas teclas se pueden tocar en una variedad casi infinita de formas. Lo mismo se aplica a nuestro planeta. Los átomos de la Tierra pueden ser fijos, pero las combinaciones posibles de esos átomos son infinitas. Lo que importa, entonces, no son los límites físicos de nuestro planeta, sino la libertad humana para experimentar y reimaginar el uso de los recursos que tenemos. 
Este artículo fue publicado originalmente en Deseret News (EE.UU.) el 6 de octubre de 2022 y en Cato Institute.

 

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