¿Que puede aprender Venezuela del 11 de abril de 2002?
Carlos Goedder
Carlos Goedder es el seudónimo de un escritor venezolano nacido en Caracas, Venezuela, en 1975. El heterónimo de Carlos Goedder fue alumbrado en 1999 (un juego de palabras con el nombre de pila correspondiente al autor y el apellido de Goethe, a quien leyó con fruición en ese año. La combinación de nombre algo debe también a la del director orquestal Carlos Kleiber).


El libro “2002, el año que vivimos en las calles” de Alfonso Molina, con entrevista al sindicalista Carlos Ortega, es un referente indispensable para las actuales jornadas de desobediencia civil que vive Venezuela en 2014, alertando sobre errores que pueden repetirse

Un gran libro del periodista y cinéfilo venezolano Alfonso Molina ha sido reimpreso en noviembre de 2013, en una ocasión propicia.  Se trata de: 2002, el año que vivimos en las calles (Editorial Libros Marcados). En este libro incorpora una extensa entrevista, hecha en varias sesiones, a Carlos Ortega Carvajal, ex dirigente de la extinta Confederación de Trabajadores de Venezuela (CTV), nacido en la ciudad andina de San Cristóbal –que tan fiera resistencia ha hecho al chavismo durante 2014-, en el año de 1945. Ortega encabezó al movimiento de trabajadores durante un lapso especialmente turbulento, el trienio 2001-2003 y fue una de los líderes en las protestas que derrocaron transitoriamente a Hugo Chávez el 11 de abril de 2002. 
Hoy día la sociedad civil venezolana ensaya nuevamente el camino de la protesta de calle contra el régimen chavista  y es preciso entender qué salió mal en aquella oportunidad – Chávez se restableció en el poder el 14 de abril de 2002, arreciando su posición represora, hubo diecinueve muertos y se consolidó la expulsión de casi veinte mil empleados de la petrolera PDVSA para reemplazarlos por militantes chavistas.  
Ortega desde la CTV forjó una alianza con el sector empresarial venezolano – la gremial  Fedecámaras- y se inició un programa de movilizaciones en la calle desde finales de 2001, alcanzando un hito el 23 de enero de 2002, con una marcha de doscientas mil personas en Caracas en la misma fecha que se conmemoraba el inicio de la democracia. El 7 de abril de 2002 Chávez en una de las macabras payasadas que hizo por televisión, con pito y tarjeta roja de árbitro, anunció los despidos gerenciales de la petrolera PDVSA. El día 11 de abril de 2002, punto máximo de la movilización civil, en Caracas se hizo una gran marcha que llegó hasta el Palacio Presidencial. Esa marcha incorporaba como líderes a Ortega por la CTV y a Pedro Carmona Estanga por Fedecámaras. Chávez ordenó activar el Plan Ávila, lo cual significaba hacer lo que hoy en día está haciendo Maduro: masacrar a los desarmados civiles manifestantes. En aquel momento el mando militar se negó y esto significó un Golpe de Estado.
Chávez renunció y los militares desoyeron su petición de enviarlo a Cuba. Contra todo pronóstico, igual que el 4 de febrero de 1992, los militares que capturaron a Chávez lo dejaron vivo. Un oficial leal, Raúl Baduel (quien años después se añadiría a la lista de  presos políticos de Chávez), inició una contraofensiva favorable a Chávez. Mientras tanto, sin presencia de Ortega durante la ceremonia, Carmona Estanga se juramentó como Presidente. Yo estaba en Caracas en aquellos aciagos días, gestionando la visa de trabajo brasilera, tras una estancia laboral de dos años en Argentina. Ciertamente me sorprendió la ausencia de Ortega, representante de los trabajadores sindicalizados y el tono arrogante de Carmona, quien en mi opinión debía haber convocado un triunvirato con Ortega y un jefe militar, seguramente Lucas Rincón. Corrieron rumores de que Chávez no había renunciado y el 14 de abril el aprendiz de brujo de Fidel Castro estaba reinstalado en el poder, recordándonos que en Venezuela lo más irrisorio y fantástico es siempre posible. 
A partir de allí hubo otra movilización en la que participó Ortega, un gran paro cívico nacional que se prolongó entre diciembre 2002 y el inicio de febrero de 2003, paralizando, entre otras industrias, a la petrolera. Pasé mis vacaciones decembrinas en Caracas y fui testigo de las terribles filas para abastecer gasolina, la escasez (especialmente en la zona del Este, contraria a Chávez) y la paralización económica, la cual serviría luego de excusa para el control cambiario que rige hasta hoy.
Ortega se asiló en Costa Rica ante la orden de captura del chavismo. Volvió a Venezuela en Julio de 2004, de modo clandestino, aprovechando la celebración de un referendo revocatorio del cual Chávez salió ileso. Hasta Febrero de 2005 Ortega logró mantenerse escondido, pero fue capturado y sometido a juicio. Se le juzgó durante diciembre de 2005 y el 13 de agosto de 2006 se fugó del presidio adonde fue enviado, Ramo Verde. Está exilado en Lima y es desde allí que le ha entrevistado Alfonso Molina, entre febrero y septiembre de 2012, por lo cual el libro incorpora también impresiones de Ortega sobre el comportamiento reciente de Venezuela, en vísperas de la muerte de Chávez en marzo de 2013. En particular, Ortega recuerda en la entrevista otra movilización relevante y donde el protagonismo lo tenían, como ahora en 2014, los estudiantes: las marchas de mayo de 2007, originadas por la decisión gubernamental de no renovar la concesión televisiva del canal RCTV.

El libro de Molina sirve como un documento histórico de primer orden, sobre un período tumultuoso del que poco se ha escrito con rigurosidad. Viene a ser también una referencia para que la nueva vorágine de marchas civiles en Venezuela no termine en un estruendoso fracaso práctico – nadie discute el valor moral y cuantioso sacrificio de las protestas previas, pero lo cierto es que para nada han debilitado el proyecto dictatorial del chavismo. 

Ortega recuerda esas jornadas y pareciese hablar de lo que ocurre en Marzo 2014: “Era un pueblo que estaba tan indignado, que el planteamiento de la mayoría de la gente era quedarse en la calle, quedarse allí hasta que el hombre [Chávez] se fuera, eso era lo que pedía la gente.”  (p. 80)  En su exposición, lo que señala aplica perfectamente en estas aciagas horas venezolanas: “Hoy, más de una década después, me pregunto qué otra cosa se le puede pedir a la sociedad venezolana si lo ha dado todo, ha puesto los muertos, los perseguidos, los presos políticos, los exilados, todo. Esa no ha sido la conducta de los militares.  Los militares no han defendido la Constitución, ni la institucionalidad, más bien se han plegado al régimen y se han hecho mil millonarios con Chávez.” (p. 56) Si bien considera que hay excepciones, el juicio de Ortega sobre el estamento militar es categórico: “Lo peor de nuestros militares es que han permitido ser dirigidos por los cubanos, eso es una vergüenza por donde se le vea.” (p. 56)

Sobre Chávez – Maduro no era un jugador relevante en 2012 y Chávez seguía gobernando -, Ortega se expresa en términos no menos contundentes: “…Su gran fórmula para ganar lealtades ha sido apoyar y fomentar la corrupción.” (p. 129)  “…La patria de Chávez es Cuba, su amor es por los cubanos, a Venezuela y al pueblo venezolano los odia y por eso prefirió que el país se arruinara antes que sentarse a dialogar como lo hubiera hecho cualquier presidente demócrata.” (p. 123)  Y resume afirmando: “A la larga el señor Chávez logró implantar su régimen castro-comunista y narcoterrorista y aún se mantiene en el poder, aunque como buen traidor entregó el país a los hermanos Castro, quienes son los que mandan en Venezuela con la complacencia y alcahuetería de las Fuerzas Armadas Nacionales.” (p. 122-3).  Extender  estos calificativos al régimen de Maduro es una consecuencia natural, porque Maduro no es otra cosa que un agente cubano que opera servilmente a favor de Raúl Castro y los intereses comunistas en Venezuela. Ortega denuncia la presencia de sesenta mil agentes cubanos en Venezuela (p. 169) y ya en un artículo de esta misma publicación referí como el propio Presidente chavista de PDVSA, Rafael Ramírez, hablaba de cuarenta mil “médicos” cubanos en Venezuela.

Los venezolanos en 2014 siguen esperando una providencial ayuda internacional que resuelva el chavismo. Manifestaciones en todo sitio donde hay exilados venezolanos y la búsqueda de auxilio en la Organización de Estados Americanos han estado en la agenda. Infructuoso es ver que en Venezuela se dificulta ahora obtener la visa para Estados Unidos de América, bajo la excusa de la Embajada y Consulados estadounidenses en Caracas de que están con poco personal porque Maduro ha expulsado del país a funcionarios  diplomáticos. La solicitud de visa se está activando en varias naciones que definitivamente no quieren recibir más diáspora venezolana. La ausencia de sensibilidad internacional ya era notoria en los días de Ortega y en pleno paro cívico nacional sus declaraciones nos recuerdan, primero que todo, la inútil gestión de Brasil en el efímero Grupo de Países Amigos de Venezuela –otra demostración de la incompetencia brasilera como líder regional-; luego Ortega señala como Jennifer McCoy una funcionaria de otro ente internacional mediador, el Centro Carter – liderado por Jimmy Carter, ex presidente de EEUU y nobel de la Paz-, le  reconoció que el Centro Carter recibía financiación por dos millones de dólares estadounidenses de la Administración Chávez; finalmente, Ortega evoca como el ex presidente colombiano César Gaviria, entonces Secretario General de la OEA y quien inicialmente estaba alineado con la causa de los huelguistas, se plegó hacia el lado chavista. Todo esto está en la sección “La Hora del Paro Cívico Nacional”, al cual se le sigue denominando como “Paro Petrolero” en línea con la publicidad chavista, la cual quiso minimizar el evento como un simple reclamo de los trabajadores petroleros.

Ortega cuenta de primera mano qué pasó el 11 de abril de 2002. Esto desvela un misterio. Es decir, debe ser un caso inédito en la historia universal que un Golpe de Estado regrese sobre sí mismo en 72 horas. El relato de Ortega vale como guión para alguna película de Woody Allen. El propio sindicalista relata que el día de la marcha él no tenía intención de seguir el grito espontáneo de la multitud de dirigirse a Miraflores, sede presidencial. En medio de la marcha, algún conocido le advierte de francotiradores en la zona y considerando que su vida corre peligro, Ortega se retira de la marcha. Estamos hablando de un líder sindical que lleva ya varios meses liderando manifestaciones de este tipo y que a sabiendas del peligro que corre la muchedumbre que representa, sencillamente huye. Entonces Ortega opta por refugiarse en la sede de la CTV y allí es donde le avisa la periodista Marta Colomina que ya están ocurriendo asesinatos de manifestantes. Ortega se vanagloria entonces de una idea que él se atribuye y considera genial: haber contactado con los medios de comunicación y conseguido que mostrasen a Chávez en cadena nacional y en la otra mitad de la pantalla la sangrienta represalia en las calles, especialmente en Puente Llaguno. Esa misma tarde acuerda verse con un militar, Lucas Rincón, pero llegando al encuentro opta por devolverse a la CTV y se siente orgulloso de su poderosa intuición, ya que Rincón no se apersonó en el lugar, sino la policía política. La siguiente acción del día por parte de Ortega es contactar con Carmona, quien sí está en la marcha y se acerca en motocicleta a reunírsele. El magnate televisivo Cisneros los convoca a su televisora, Venevisión. Ambos líderes civiles van allí. A las nueve de la noche Carmona anuncia que va a darse un baño en su casa. Ortega no sabrá de él hasta la mañana siguiente, cuando ya Carmona se está invistiendo Presidente. El sindicalista se dirige entonces a Miraflores a hablar con Carmona. En la antesala, militares y políticos piden a Ortega persuada a Carmona de recibirles, ya que el líder empresarial está sin reunirse con ninguno de estos estamentos. Finalmente se reúnen los dos grandes líderes que tenía la sociedad civil en aquel momento. Carmona pide apoyo a Ortega y que le acompañe en su juramentación presidencial. Ortega dice que no, que debe ir a ver a su madre en el Estado Falcón, ya que ella está muy preocupada. Y en efecto Carmona se juramenta sin él, demostrando públicamente que está aislado.
Cuando leí el relato de Ortega pensaba que lo de ir a ver a su madre era un chiste. No, era cierto. Ortega se va al aeropuerto y efectivamente quiere reunirse con su madre. No me imagino a Rómulo Betancourt en medio del golpe a Isaías Medina Angarita ni al mismo Chávez dando el golpe contra Carlos Andrés Pérez, yendo a refugiarse bajo las faldas de su madre – de hecho, la mención materna está en varios sitios de la entrevista a Ortega y uno no sabe si está ante un hijo abnegado o alguien con un terrible complejo de Edipo-. En el aeropuerto Ortega tiene problemas para efectuar el pago del boleto y un militar se le acerca, se lo costea creyendo que Ortega ya está en el Gobierno y cuando el militar le recuerda a Ortega que le devuelva el favor - a la manera del ladrón crucificado junto a Jesús que pide “acuérdate de mí en tu reino”- le dice la frase más auténticamente venezolana de la obra: “Yo lo único que quiero es que me nombren cónsul en Curazao.” (p. 92)

Ortega efectivamente vuela a ver a su madre unas pocas horas y se devuelve a Caracas. Ya allí lo están esperando los cazadores de brujas del Gobierno. Se salvó por no estar al lado de Carmona, pero ciertamente ya estaba en curso el retorno de Chávez. Es más, la obra deja claro que los miembros del alto mando militar que supuestamente desconocieron a Chávez obtuvieron luego importantes cargos, planteando que ante la confusión de sus enemigos Chávez aprovechó de hacer depuración en las Fuerzas Armadas e identificar quiénes estaban seducidos por la idea golpista. Lo logró con gran éxito. Definitivamente la fortaleza de Chávez fue esencialmente la debilidad y torpeza de sus contendores.

Ortega al menos reconoce lo que falló en esa jornada fundamental, que tanto sufrimiento trajo por su estruendoso fracaso: “Creo que allí faltó una buena operación, una gerencia política.” (p. 97)  En efecto,  lo que ocurrió el 11 de abril de 2002 nos coloca ante unos personajes sin la menor noción del momento histórico que vivían. Sorprende que tras meses de movilización, Ortega y Carmona no hubiesen programado sus mentes y su agenda para un momento trascendental. El relato de Ortega no lo coloca como un sujeto feliz con su CTV y de una miopía considerable sobre sus posibilidades. Carmona luce más bien como un ególatra, alguien que sí se hace consciente de hasta dónde puede llegar y le insinúa en algún momento esta reflexión a Ortega, sin ninguna resonancia para dar un paso mayor. Entonces Carmona vuela solo y se estrella. Algo puede disculparlos: ninguno era político profesional y si de algo se queja Ortega es del abandono que quedaron los civiles por los partidos políticos: “Recuerda que una vez que Chávez ganó las elecciones, mucha gente abandonó el barco, se fueron sin necesidad de pedir refugio ni asilo, simplemente se fueron. Los partidos políticos de la época anterior prácticamente no existían (…) Sólo los empresarios y los trabajadores teníamos cierto nivel de organización.” (p. 50) Esta orfandad de “operadores políticos” como los llama Ortega podría justificar las estupideces cometidas durante el 11 y 12 de abril de 2002.

No obstante y aquí me salgo del recuento, aterra ver que en Marzo de 2014 se esté repitiendo la misma acefalía cuando sí hay unos líderes políticos opositores a Chávez que se vienen entrenando desde hace más de una década. Es inevitable sentir simpatía por María Corina Machado, Leopoldo López y Henrique Capriles, es decir, necesariamente quien ame la democracia está contra Maduro. No obstante, sin menospreciar sus esfuerzos, la gestión de los tres sin duda ha tenido esencialmente eficaces gestos de marketing y retóricos, para una sociedad de sensibilidad construida desde la telenovela como lo es la venezolana, llena de romanticismo – que se desvanece cuando se trata de capturar rentas y dólares.-  Sin duda son gente joven y guapa, a los que una cámara de televisión y fotografía favorece indudablemente. No obstante, hablando con frialdad  y sin maltratarlos, su gestión parece tener la misma falta de estrategia de sus predecesores en 2002. Capriles, a quien se sigue considerando le robaron las elecciones en 2013,  se limita a dar declaraciones pacifistas.  López se entrega, reflejando en gran medida lo que están haciendo los políticos opositores venezolanos: entregar a la sociedad civil mansamente al verdugo, siendo que el martirio es estrategia de santos, no de estadistas. Finalmente Machado, de quien esperaríamos más temple por ser las mujeres venezolanas las que más energía y arrojo han demostrado en las movilizaciones civiles, se dirige a la OEA, organismo que pocos días antes ya ha expresado su respaldo a Venezuela y del cual es miembro de modo ignominioso Cuba, la peor dictadura creada en suelo latinoamericano; no contenta con esto, se devuelve a Venezuela, donde ya ha sido expulsada de la Asamblea Nacional en medio de declaraciones histéricas de Diosdado Cabello, socio de Maduro y quien ni siquiera tiene la caballerosidad mínima para evitar insultar a una dama. Bolívar, Guzmán Blanco, Betancourt, los grandes líderes políticos venezolanos históricos jamás descartaron el exilio para seguir su lucha contra los regímenes a los que se oponían. ¿Por qué los líderes políticos actuales no se asilan en otras naciones y siguen luchando desde allí? Machado tiene apoyo pleno del gobierno panameño; bien podría situar allí su base de operaciones, publicar un manifiesto o un libro, seguir haciendo gestiones ante organismos más serios como la ONU, el Congreso de Estados Unidos, el Tribunal de La Haya, el Parlamento Europeo y aglutinar las abundantes y financieramente sólidas fuerzas del exilio venezolano. Para nada quiero alentar conspiraciones; simplemente quiero diagnosticar la ausencia de sentido histórico de estos jóvenes líderes y en especial me inquieta si ellos se dan cuenta de que cada equivocación suya prolonga otro día de asesinatos en Venezuela. Ya van más de 30 muertos en estas nuevas manifestaciones civiles de 2014 y desde que se entronó el chavismo han sido asesinados al menos 120.000 personas en homicidios perpetrados por hordas armadas que el chavismo para nada ha reprimido ni piensa detener. 

En línea con esta última apreciación, el propio Ortega se queja de cómo entre la Oposición actual se le ha descalificado por haber abandonado el país. “… La propia dirigencia de oposición se ha encargado de crear una matriz de opinión, según la cual nosotros de héroes no tenemos nada.” (p. 141)  Y añade: “Nos han calificado de cobardes, a diferencia de cuando la dictadura perezjimenista [1952-1958], en cuya época todo aquel perseguido o preso político que escapaba de ser detenido o asesinado y lograba irse al exilio, era un héroe.” (p. 141)  Y ciertamente esta postura parece gobernar el razonamiento de Machado y López, quienes parecen no percatarse que presos no sirven de absolutamente nada, salvo de un referente moral que a fines prácticos no detiene la hemorragia de sangre inocente venezolana. Especialmente porque el liderazgo de la resistencia  y reacción civil está precisamente en manos de ellos. 
No menos preocupante es imaginar que cuando cese el chavismo los venezolanos “que se quedaron” (donde entran los que hicieron negocios con el régimen, los que tuvieron miedo de irse y los que sencillamente no lograron encontrar adonde escapar) rechazarán aportes de una cuantiosa población en el exilio que sueña volver a su patria. Lo triste en toda esta historia son ciertos integrantes de la sociedad civil, no minoritarios, que se han beneficiado el absurdo control cambiario, los subsidios y los contratos chavistas, categoría ciudadana a la que Ortega se refiere en estos afortunados términos: “Aquellos que dicen que su cabeza no es chavista, pero su bolsillo sí.” (p. 183)

Ortega logró escaparse del presidio y Carmona también. Mi lectura es que el chavismo los dejó ir, sencillamente por considerar que no representaban ningún peligro y sopesar que tenerles presos o ajusticiarles generaba un costoso marketing de martirio a favor de ellos. La fuga de Ortega es contada por él en términos que pueden resultar hilarantes y para nada creíbles. No obstante, lejos de ser en vano, creo que Ortega y Carmona serán recordados dentro de doscientos años como recordamos hoy día a Gual y España, como precursores de la Independencia, con todos los errores que hayan cometido ambos en 2002 y salvando distancias del heroico martirio real que padecieron José María España y Manuel Gual bajo las salvajes instituciones coloniales de Carlos IV, donde las fugas no se permitían y se optaba por descuartizar a los rebeldes en ceremonia pública. 

Para la valiente resistencia de Machado, López y Capriles, aún llena de posibilidades y esperanzas, vale esto que señala Ortega: “Ahora a estos jóvenes yo les daría como consejo lo siguiente: humildad en la actuación y disciplina organizacional, que supone formación política; avanzar poco a poco, paso a paso y no dejarse embaucar por ofertas de cargos o privilegios y, por último, respeto y atención a los viejos líderes. Si hay algo que ayuda muchísimo en la formación política es atender a aquellos que tienen mayor experiencia que uno…” (p. 179)

Como cierre, hoy más que nunca vale este Manifiesto de Gente de la Cultura de 2002, el cual aglutinaba a intelectuales y artistas venezolanos en las previas horas aciagas:
“Ya no nos debatimos entre izquierda y derecha. Nos debatimos entre el fascismo y un modelo de sociedad abierta, plural y democrática, consciente de sus carencias y déficits sociales.” (p. 114)

Este Manifiesto es citado en la obra de Molina, la cual tiene muchas más vetas analíticas que las señaladas aquí y creo ingresará como texto fundamental al catálogo de Historia Contemporánea de Venezuela. 

 

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