Los linchamientos y la responsabilidad estatal
Agustín Laje
Escritor. Galardonado con el Premio a la Libertad 2012, otorgado por Fundación Atlas para una Sociedad Libre.


Los “linchamientos” como modalidad de “justicia por mano propia” constituyen un fenómeno sociológico que, habiendo empezado en Rosario, corrieron como reguero de pólvora replicándose en numerosos puntos del país. Hoy, se han transformado ya en un encendido debate nacional que nos envuelve a todos.

Pero como ocurre a menudo en debates de naturaleza polémica y compleja, es más fácil expresarse sobre las consecuencias que desentrañar las causas. Consternarse sobre el linchamiento en sí mismo y evitar reconocer sus determinantes, parece configurar el discurso social y políticamente aceptable sobre la temática.

Lo que no se quiere reconocer, en concreto, es que en la base de la justicia por mano propia se encuentra un Estado que ha perdido el efectivo monopolio de la fuerza y, por lo tanto, su facultad esencial de brindar Justicia, pues tal reconocimiento implicaría preguntarse en qué se canalizaron las energías estatales si no fue en cumplimentar sus funciones fundamentales.

No se puede hablar, en términos genéricos, de un “Estado ausente” o de un “Estado presente” sin especificar ausente o presente dónde, como tampoco sería correcto suponer que un Estado enorme en términos de las funciones que se ha adjudicado sea necesariamente lo mismo que un Estado fuerte. En efecto, el Estado argentino ha venido amplificando sus intromisiones en la sociedad civil imparablemente durante la última década pero sigue siendo, sin embargo, un Estado cuya debilidad se pone de relieve todos los días.

El Estado argentino se ha ausentado, específicamente, en lo que hace al cumplimiento de su función esencial de proveer seguridad y Justicia a los ciudadanos, mientras sus energías y recursos fueron volcados en el “pan y circo” propio de un gobierno de innegable corte populista.

El último informe sobre seguridad en América, emitido por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo de la ONU, ubicó a la Argentina como el país del continente con mayor cantidad de robos por habitante, registrando una tasa de 973,3 asaltos cada 100.000 habitantes, superando ampliamente a México que se llevó el segundo lugar del ranking con una tasa de 688 robos, y Brasil, en tercer puesto, con 572,7.

En lo que hace a la cantidad de homicidios, según las estadísticas oficiales aquéllos comenzaron a crecer significativamente en el año 2007 con 2071 asesinatos; al año siguiente se registraron 2305 homicidios y, en 2009, 2543 casos. A partir de ese momento, el Gobierno dejó de difundir las estadísticas para empezar a hablar de la inseguridad como una “sensación” y despojarla, con ello, de su carácter real.

No obstante, la sociedad civil hace rato que ha tomado conciencia sobre su desprotección como una realidad bien palpable. Las medidas emprendidas han variado de acuerdo al poder adquisitivo, pero todas tienen en común presentarse como alternativas de supervivencia frente a la ausencia estatal: la reclusión en countries por parte de los sectores más pudientes, la contratación de guardias de seguridad privados que custodian las calles de barrios de clase media y la conformación de “patrullas comunitarias” en barrios donde no alcanza para costear servicios de seguridad privados, ponen al descubierto un sentimiento de indefensión generalizado.

Es bien conocido que la inseguridad ha sido durante los últimos años uno de los temas que más ha preocupado a los argentinos, sin que de ello resulten medidas contundentes y serias por parte de las autoridades gubernamentales. Tanto es así, que la gente no conoce siquiera la voz de la ministra de Seguridad de la Nación, y la estrategia kirchnerista ha consistido en el negacionismo que subyace al lamentable slogan “la inseguridad es una construcción de los medios de comunicación”.

En este orden de cosas, los linchamientos han sido expresión de la desconfianza social en las instituciones del Estado en su capacidad de reprimir al delito. Una expresión sumamente drástica que nos retrasa como civilización cientos de años, por supuesto. Pero expresión, al fin, de un problema social cuyos determinantes parecen no interesar en un debate en el que siempre es más fácil despotricar contra los linchadores que hacerlo contra quienes deberían proveer Seguridad y Justicia a la ciudadanía para que los linchamientos no se transformen, siquiera, en una posibilidad.
 

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