Receta para un plan salvador
Dardo Gasparré
Economista.



En un país en que ante cada opinión se recibe el reclamo de parcialidad o de que no se exigió lo mismo que se propone a otros gobiernos, casi siempre de ignorantes que no se toman el trabajo de averiguar si eso es cierto, parece imprescindible hacer un disclaimer antes de brindar un punto de vista o de hacer un análisis.
La columna se declara en favor de la escuela austríaca de economía (a la que no se convirtió hace dos o tres años sino en la que se formó, y de la economía capitalista liberal y de ética protestante. Asimismo se declara enemiga de todo populismo y en contra de los ladrones públicos de cualquier extracción, con cualquier formato y de cualquier origen, gremio sindical o empresario, corporación, círculo, sector, pertenencia política o militancia. 
También la columna declara su convicción de que el peronismo en cualquiera de sus disfraces, incluyendo el socialismo y el wokismo de los tiempos kirchneristas ha arrasado con la sociedad, ha destruido sus valores y posiblemente ha sepultado su bienestar irremisiblemente y por varias décadas. 
Y también, el columnista jura solemnemente haber votado por Patricia Bullrich en primera vuelta y por Javier Milei en el balotaje. 
Hecha todas esas salvedades aparentemente imprescindibles para tener derecho a dar un parecer sin ser inmediatamente descalificado por la masa, es posible pasar a trasmitir algunas ideas y observaciones sobre la actualidad. Aquí comienza entonces la nota.

CIEN AÑOS DE POPULISMO

Un postulado imprescindible de cualquier teorema político, en Argentina y en el mundo, debería ser que, pasar de un sistema estatista, controlado, regulado, populista, seudoprogresita, dirigista o con cualquier formato de planificación central -como definiera Hayek- a una economía libre y un contexto de libertad en todos los órdenes, tiene un grado de dificultad proporcional al tiempo que ha permanecido vigente y al grado de adhesión social a ese sistema de planificación central, cualquiera fuera su denominación. 
En el caso de países como Argentina, donde ese cóctel demagógico y deletéreo tiene casi 100 años de vigencia, tal cambio es virtualmente imposible, más allá de lo que el voto popular decida y de la vocación de quienquiera que intentase la hazaña. 
Este postulado podría aplicarse tanto a los aspectos sociológicos, es decir al cambio en la idiosincrasia de la sociedad, como a las consecuencias económicas explosivas que sistemas como el keynesianismo o el socialismo con sus mil apodos legan por la fuerza y sin beneficio de inventario a las generaciones futuras.  
Eso hace que en este espacio se tenga una cuota importante de tolerancia para quien intente algún cambio por el estilo, sabiendo que no solamente la tarea será titánica, sino que probablemente nunca se retome el nivel de bienestar y riqueza que alguna vez se logró, aun cuando todos los esfuerzos sean efectivos y en el sentido correcto. 
A eso se debe agregar, también universalmente, que el crecimiento poblacional no ha sido acompañado por la libertad del mercado laboral, en rigor todo lo contrario, con lo que el trabajo ha pasado a ser un privilegio y lo será más en el futuro, de modo que hay que incluir en la proyección del porvenir un mundo con más desempleados que empleados, más allá de todo lo que se hiciere para evitarlo. Máxime en economías sin desarrollo, que tal vez nunca tengan ya la oportunidad de desarrollarse. 
En tal sentido, el llamamiento marxista al proletariado ha triunfado rotundamente con el máximo esplendor de su fracaso, y no es aconsejable creer que ese hecho podrá ser modificado, aún en los casos en que exista una dirigencia sindical limpia -no se habla de Argentina, claro. Mucho menos en un mundo proteccionista a ultranza como el que impera, encabezado por las grandes potencias bélicas y económicas. (Y profundamente ineficientes).
Comprender estos hechos no solamente ayuda a los votantes a no esperar soluciones milagrosas de los políticos, sino a no creerles demasiado cuando se ofrecen como salvadores y redentores. (Y a los políticos a no creerse lo que ellos mismos dicen).

CAMINO EQUIVOCADO

Aun con esta salvedad fundamental in mente, que debería limitar las expectativas y esperanzas, por duro que resultase, no parece que el Gobierno hubiese tomado el camino adecuado para resolver el intríngulis particular y de resultado casi terminal en que encontró el país y en el que sigue estando. 
La necesidad de no ser percibido como pesimista, de no desilusionar las esperanzas, o de no enojar a los adeptos, interesados y fanatizados (esta última una característica que no parece ser exclusiva del kirchnerismo) hace que un par de resultados aparentemente positivos sean magnificados sin demasiado análisis, que tampoco se aplica a la gestión ni a la calidad decisional. 
Creer que la tolerancia, comprensión y aguante de la población pueden extenderse más allá de un par de meses no parece inteligente, en especial cuando no se muestran al menos señales de que aunque fuera mínimamente se está avanzando en el camino correcto, más allá de la prestidigitación dialéctica. 
Valga un solo ejemplo. El manejo comunicacional de la Ley de Bases. Como si no se hubiera dado cuenta de que ese paquete legal fue triturado y emasculado en la Cámara de Diputados, el gobierno sigue sosteniendo que ese proyecto es el corazón de su programa. Un corazón con varios bypass.  
Hace una semana el Presidente prometió que en cuanto se aprobara ese cuerpo legal, comenzaría a bajar de inmediato y significativamente los impuestos. Esa promesa es imposible de cumplir con los despojos que quedan de la ley.  
Hay quienes atemperan esa realidad sosteniendo ahora que se trata de un primer paso. Están pateando la esperanza para más adelante, suponiendo que se obtendrá una mayoría de legisladores en 2025 como para avanzar más profundamente. No debería gobernarse de ese modo. La afirmación presidencial es incumplible. Incidentalmente, con el mismo énfasis el presidente prometió comenzar por bajar el impuesto país, al que calificó de la razón principal que explica el aumento de producción y el crecimiento del país. Omitió que la tasa de ese impuesto fue más que duplicada en su gestión. Sin comentarios. 
Siguiendo con la prestidigitación, el dictamen senatorial sobre la ley, apenas un trámite previo de esa Cámara, que habilita a su debate, solamente, fue presentado con amplia difusión periodística como una suerte de gol del triunfo, con amplios elogios al nuevo megaministro Francos, que supuestamente en 36 horas “dio vuelta la taba”. Ni Francos ha logrado tal merecimiento, ni se debe dar por descontada la aprobación de la ley. 
El dictamen no obliga a aprobar el proyecto. Sólo permite tratarlo. Habrá que ver qué camino toman los senadores convencidos o reportados como convencidos en el momento de votar. Si votan por la no aprobación, la ley no podrá volver a tratarse hasta 2025. Suponiendo que se apruebe con los cambios supuestamente acordados y pase a Diputados en devolución, como esos cambios han sido pactados políticamente es altamente probable que sean aprobados, en vez de insistir con el texto original, como constitucionalmente puede hacerse. En cuyo caso la ley será todavía más intrascendente. Y ya se ha visto que estos acuerdos son frágiles y duran horas. 
Las loas a Francos deberían postergarse hasta conocer el resultado final. Ya ha ocurrido en el pasado que los acuerdos se licuaron o con trucos reglamentarios se incumplieron. No sea cuestión de que el presidente vuelva a calificar de “traidores” a los legisladores que hoy se piensa (o le han asegurado) que votarán a favor. 

FALSAS ESPERANZAS

Es esta clase de falsas esperanzas la que no debe fomentarse, porque ponen en peligro la credibilidad, que es el único sostén moral del programa de ajuste. Esto vale también para los aventureros financieros de las bolsas, cuyas apuestas son exhibidas como prueba de éxito y confianza. ¿Se convencerá el FMI con tan poco y aflojará la rienda para prestarle 4.000 millones de dólares frescos a Argentina? Ojalá que no. La evidencia empírica con todos los gobiernos de los últimos 204 años, desde Rivadavia, muestra que cualquier préstamo es dilapidado y usufructuado por millonarios prebendarios multipartidarios. 
Sin embargo, es posible aplicar un plan que, al menos reduzca la herencia recibida a términos manejables, o demore por algunos años la destrucción global de la riqueza y el bienestar de la agenda 2030. 
La modesta recomendación de la columna es que se aplique el plan esbozado por el presidente en su campaña electoral. Y aquí habrá que comenzar desvirtuando una creencia común, adoptada por los adeptos y fomentada por los fanáticos y embanderados. La de que lo que se está aplicando es el plan original de LLA. Por un cúmulo de razones, eso no es cierto. El plan propuesto en la campaña tenía mucho más coherencia y sentido que el que se aplica hoy, suponiendo que lo que se aplica hoy sea un plan metódico y orgánico. 
Habrá que recorrer los ítems centrales y explicar la afirmación y las ventajas de aplicarlos. El Presidente prometió, para empezar, quemar el Banco Central un modo metafórico de referirse a eliminarlo, o al menos evitar que se dedicara a la tarea de emitir. Esa función no ha desaparecidoLa emisión de moneda falsa e inflacionaria de la entidad ha continuado desde el 10 de diciembre y en montos significativos: más del 70% de la base monetaria. Eso tiene que ver con la necesidad de aumentar las reservas de dólares, pero sigue fogoneando la inflación, y obligando a más ahorros para frenarla. 
Esa necesidad de juntar reservas para eliminar el cepo, una precariedad intelectual influida por el Fondo Monetario y su burocracia, significa que, aun cuando se salga del cepo, se sigue manteniendo la intención de administrar o controlar el tipo de cambio, es decir, de continuar con el Banco Central como la contraparte obligada en toda operación cambiaria. Con ironía, sería como quemar la mitad del ente. En la práctica, controlar el tipo de cambio es una especie de cepo atenuado, que sigue dejando en manos del estado lo que vale cada dólar, y continúa sosteniendo el nefasto principio de que los dólares de los exportadores “son del país”, base de buena parte de la anemia exportadora y de crecimiento. Un desestímulo notorio. Un robo, de paso. Y un costo adicional de usar la divisa como ancla de la inflación, otra simplificación facilista.
En ese punto, el Presidente propuso en su campaña la dolarización, que luego sustituyó en otra prestidigitación dialéctica por la “competencia de monedas”. Pero ninguno de los dos mecanismos supone la intervención del estado en la compraventa de divisas ni en los contratos, con lo que lo que se está haciendo lo contrario de lo propuesto, con todos los efectos conocidos. 
Al mismo tiempo ese concepto ha sido siempre reclamado y utilizado por los cultores y aprovechadores del proteccionismo, desde Perón en adelante. Una fábrica de prebendas empresarias. También la defensa del monopolio privado, incompleta y con un cierto olvido del funcionamiento de los mercados y de la acción humana, casi la negación de la competencia, corazón de la escuela austríaca que confía en ese mecanismo fundamental para beneficiar al consumidor y para orientar a la inversión, tiene algún justificativo si se advierte la presencia de Karagozian, Nielsen o Werthein en cargos oficiales. Y la más sutil de Eurnekian. 
Alejarse del discurso de campaña, que incluía los puntos que se mencionan, sería lo opuesto a la concepción de la Escuela austríaca, que el primer mandatario esgrimiera y esgrime como su faro en todos los aspectos económicos, promesa de fondo a la que no es posible omitir, y que seguramente de aplicarse sería un elemento fundamental para cualquier forma de salida de la catástrofe. También sería un importante desestímulo a la confianza, ergo a la inversión tan necesaria. 
La promesa de “cortarse un brazo antes de aumentar o crear un nuevo impuesto”, fundamental para dejar de asesinar a las Pymes, los emprendedores y los cuentapropistas, y también a los consumidores y usuarios, ya ha sido desvirtuada, cuando se trataba de uno de los pilares de la idea del minarquismo o de estado mínimo, también parte de la campaña. Tal vez no sea posible ni deseable reducir el Estado a un quiosco, pero la seguridad de una reducción impositiva sería fundamental, lo que no es fácil de creer hoy, a la luz de los hechos, fuera de la cosmética. 
Otro compromiso fundamental fue el de bajar el gasto, paralelo con lo comentado en el párrafo previo. No reducir el déficit, como se repite hoy. Como sabe cualquier persona, sin necesitar ser economista, no es lo mismo, ni tiene los mismos resultados y efectos. Bajar el déficit se puede lograr, como en este caso, aumentando impuestos o retenciones, o licuándolo, con las consecuencias que se visualizan, que nunca llevan a un aumento de la inversión, la exportación o el empleo. Sería muy bueno plasmar esa promesa en un plan de rescate. Bajar el gasto de la política ha desaparecido de las carteleras. 
También en las promesas de campaña se incluyó la de una reforma al sistema laboral que facilitara la contratación de personal sin trabas y sin la negativa acción de los sindicatos, una de las patas de la casta. Ese concepto se ha minimizado en la Ley de Bases, como el de los aportes forzados, o desaparecido en la negociación como el de las Obras Sociales y los mecanismos de indemnización. Ese cambio importante es ahora apenas un esbozo. 

LA CASTA, INTACTA

Otra promesa que ha mutado, con la ayuda eficaz del periodismo y los políticos, es el concepto de CastaDe querer luchar contra ella, y tornarla inoperante, se ha pasado a negociar, contemporizar tolerar y pactar con ella. ¿Quién es la casta entonces?, se preguntaba esta columna hace un mes.
Ya parecen no serlo ni  los sindicatos, ni los empresarios prebendarios, ni los contratistas corruptos, ni los políticos, ni la justicia (remember Lijo), ni los piqueteros pobristas, ni los gobernadores e intendentes. Tampoco los cientos o miles de funcionarios residuales aluvionales que aún están en puestos de conducción y que se espera se dediquen a sanar el daño que ellos mismos causaron. No lo son tampoco ni Cúneo, ni Barra, olvidada su historia y sus hechos. Ese indulto a la casta es una garantía de continuidad de un sistema que ha desembocado en el drama actual. Esa otra promesa ad limine, ética, moral, de seriedad fiscal, debería ser la piedra angular de cualquier cambio. Hoy no lo es. La fatal arrogancia de la burocracia ha quedado en el olvido. No hay ajuste tolerable sin esa contrapartida. Ni factible. 
Otra buena idea que no se está aplicando por la razón que fuera es la reducción de la intervención del Estado en todos los temas. Un ejemplo es la idea de crear un “marco regulatorio” para fomentar las nuevas inversiones. No sólo se opone a las ideas liberales (y también a las alegadas libertarias) que fueron agitadas como marco del nuevo país que se proponía. También es injusto para con los productores, Pymes, autónomos, cuentapropistas ya mencionados, que deberían gozar de los mismos beneficios que se ofrecerá a los nuevos inversores. De lo contrario, se caería en la tautología de que el estado, para fomentar la inversión, exima como premio a los inversores de las cargas y trabas que él mismo ha creado. Una estafa a los que hace años reman contra la corriente y padecen del abuso estatal y siguen luchando a pesar de todo.
La libertad de comerciar, competir, importar, la apertura, la seguridad jurídica, no se declaman ni se pregonan en visitas ni reuniones de alto nivel. Están. Se advierten. Se conocen. Se practican. Se ven. El precio establecido en libertad es otro indicador para los inversores, el más importante. Y por supuesto, la lucha frontal contra la corrupción pasada, presente y futura.
Hay muchas y respetables voces que reclaman un plan, con pequeñas metas que se vayan cumpliendo todos los días, con los funcionarios competentes en cada área que se elijan en libertad y por otros funcionarios capaces, probados y formados. No por amigos ni familiares. 
Ese plan está. Es el que llevó a Javier Milei a la presidencia. Ahora sólo falta ponerlo en práctica. 

Publicado en La Prensa.

 

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