La diputada ultracristinista Diana
Conti acaba de decir en un reportaje en el diario La Nación que el alma la
Presidenta “está en paz”. No es eso precisamente lo que trasluce Cristina
Fernández en sus intervenciones públicas, casi el único modo que tienen los
ciudadanos y los periodistas para verificar su estado emocional. Si la
observación subjetiva es finalmente un modo de conjetura, en todo caso la culpa
del riesgo que se toma con este tipo de afirmaciones la tiene el propio estilo
presidencial, que no permite perforar con preguntas la fachada del relato.
Quizás está muy
vulnerable la Presidenta, porque se ha empeñado en la táctica de no decir nada
sobre las denuncias de corrupción que apuntan a su esposo, a la matriz de
acumulación del kirchnerismo y a sus fieles amigos del Sur. Pero, además,
porque la situación económica, producto de las propias distorsiones del modelo,
está en serios problemas, mientras que las múltiples peleas a las que ella se
obliga, le deja varios y delicados frentes a cubrir: la llamada corporación
judicial, el complicado armado electoral y lo que considera la perversidad de
los medios, en primera línea.
¿Es inmune a todo
esto Cristina? Por más fuerte que se muestre, hay motivos para sospechar que
cada vez le cuesta más serlo. Es lógico que intente disimularlo desde el
maquillaje, pero la procesión interior es lo que parece aflorar en sus últimos
discursos. Pero además, esa fragilidad se hace más patente porque ninguno de
los que salen en defensa de todas esas cuestiones le aporta demasiado a la
tranquilidad presidencial.
Al contrario,
algunas voces propias, que han perdido autoridad moral para hacerlo, parecen
debilitarla aún más, ya que todos los argumentos que usan los lenguaraces de
turno terminan en la imposición dogmátíca (cuesta decir autoritaria, para que
no suene a comparación, justo un día después de la muerte de Jorge Rafael
Videla), que sólo le sirve a los más fieles y alimenta el morbo de los
opositores.
En sus apariciones
públicas de la semana, sobre todo en la que compartió con el ex presidente de
Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva, la Presidenta se mostró errática,
reiterativa, llena de contradicciones, auto referencial y sobre todo, como si
estuviera dentro de una burbuja, empeñada en llenar el momento con palabras y
sólo con palabras.
Para muestra, casi
para el análisis de un sicólogo, basta con esta frase de su discurso: “Y
tenemos que lidiar con una realidad que muchas veces no queremos”, afirmó
agobiada. Valdría la pena repreguntarle, si tal cosa se pudiera, qué es lo que
le pesa más o lo que quiere menos, ¿la realidad o lidiar con ella? Y de la
respuesta surgiría que si el rechazo es hacia la “realidad” no sólo ella es
quien está en problemas, sino la sociedad toda y si contesta que le pesa el
“lidiar” se estaría ratificando la tesis de la saturación.
Nada de todo esto le
ocurría antes a la Presidenta, ya que hilaba sus discursos con más hondura
intelectual y los expresaba con mejor suerte dialéctica, los enredos no eran
tan evidentes, acomodaba mejor el relato a la realidad, mientras que las
subestimaciones se le notaban menos, aunque lo más notorio de los últimos
tiempos es que, por estar encerrada en su propio mundo, vive un claro divorcio
con lo que pasa en la calle, a la que sólo percibe en los actos que le arman
con partidarios.
Por lo largo, hubo
cierta incomodidad de Lula en aquel discurso del jueves y hasta tedio en parte
del auditorio, pero esta situación ya había arrancado un día antes, cuando un
par de miles de abogados, jueces y fiscales escucharon al aire libre una
exposición muy alambicada sobre la relación que hay entre la Justicia y la
inseguridad, la forma que encontró Cristina de darle a las seis leyes de la
reforma judicial un sentido que nunca tuvieron.
Esta otra
característica del discurso K, intentar vender gato por liebre, quedó más que
evidente ese día, a partir de una Presidenta que insistió (también lo había
hecho el día anterior) en mezclar peras con manzanas, en medio de sus
elucubraciones de alta política.
Aunque justicia y
seguridad sean de verdad dos caras de una misma moneda, ¿qué tiene que ver la
elección popular de los miembros del Consejo de la Magistratura con los
violentos robos del Conurbano? ¿Hasta dónde “democratizar” el acceso al sistema
judicial vía sorteos frenará a los traficantes de drogas? ¿Las nuevas Cámaras
de Casación, tapones que harán más lenta la administración de Justicia,
servirán para darle respuesta a tiempo a los jubilados? ¿Tiene algo que ver la
cuasieliminación de las medidas cautelares con los reclamos de justicia que
tienen Susana Trimarco, Estela de Carlotto, los familiares de Mariano Ferreyra
y Sergio Burnstein, a quienes nombró la Presidenta como emblema, se sospecha
que porque son políticamente cercanos, como si no hubiera otros miles en la
Argentina que piden lo mismo?
Estos fueron los
primeros y pobres argumentos que ella encontró para hablar, después de mucho
tiempo sin reconocer la “sensación”, sobre un tema que resistía, aunque está
primero en las inquietudes ciudadanas: la inseguridad. Y la cosa quedó más en
evidencia porque esas manifestaciones de tardía preocupación se dieron casi en
simultáneo con el fallo del juicio que condenó a quienes robaron, atacaron y
mataron a Isidro, el bebé de Carolina Píparo, a 25 años de reclusión, situación
que buena parte de la sociedad había seguido (y celebrado) muy de cerca.
Pero, justamente
este caso quedó fuera de las apelaciones presidenciales, como si no hubiese
existido, ya que, después de la sentencia, la víctima y su esposo fueron muy
duros con las prioridades del Gobierno, tras haber comparado el tema de la
seguridad con la fulminante aparición de los cinco funcionarios económicos que
salieron a promocionar el antiético blanqueo de dólares. “Esas son todas
cuestiones que yo no entiendo o que espero de este país. Cinco personas que
hablen de seguridad. Sin vida, lo económico pasa a un segundo plano para
cualquiera. Ocupémonos de lo que le preocupa a la gente, que es la vida”,
gatilló Carolina, mientras que el marido dijo que le hubiese gustado que la
Presidenta “me llame”.
Ya se sabe que los
que critican, para el kirchnerismo no existen. Pero, además, hubo otras cosas
que han ocurrido también en la semana que hicieron caer los razonamientos
presidenciales por su propio peso. ¿Hasta dónde se puede mejorar la sensación
de que se ha hecho justicia para los damnificados, si la corriente de jueces
que más apoya al Gobierno tiene el llamado garantismo judicial como bandera?
Una prueba de estos
cortocircuitos entre dichos y hechos estuvo que un día después de esa sentencia
que se ponderó tanto, aparecieron en la Justicia varias reducciones de penas,
incluída una declaración de inconstitucionalidad sobre la llamada reclusión
perpetua que recayó sobre otro homicidio, pero que deja abierta a las
apelaciones del caso Píparo a un fallo de Cámara menos drástico.
Cuando mezcló
justicia y seguridad, en esa misma oportunidad, la Presidenta pareció jugar al
misterio con una frase que levantó polvareda: “Esta Constitución sabemos, que
para hacer una verdadera y profunda reforma de la Justicia, debería ser
modificada. Lo digo con todas letras, debería ser modificada. Pero no, no, no
voy a proponer ninguna modificación de la Constitución y por eso, envié estos
seis proyectos”.
Y con esos
conceptos muchos se hicieron “los rulos” a la hora de las especulaciones. El
“no voy a proponer” dejó para pensar que otros de su palo podrían hacerlo y el
“por eso, envíe” sirvió para especular, como dice la oposición y piensa casi
toda la Justicia, que se trata de proyectos que vulneran preceptos
constitucionales.
Sin embargo, la
situación también merece una interpretación política más de fondo: ¿no quiere,
como dice Conti o quizás está cansada o su estado de ánimo no es el mejor y
está bajoneada? ¿O quizás porque tiene encuestas que le dicen que no podrá y
por eso, no se expone para evitar circular como “pato rengo” de aquí hasta
2015?
Ese microclima tan
especial y tan cerrado en el que habita la Presidenta, del que casi no
participa nadie, sólo parece abrirse cuando ella desata su ira contra el mundo
que progresa, los opositores, las corporaciones y, sobre todo, la prensa no
alineada.
En materia
periodística, no alinearse es tener la oportunidad de bucear en los vericuetos
del relato, para desnudar sus debilidades. Un periodista sabe que le debe
fidelidad a la información y no al poder y que debe ser crítico para beneficio
de los ciudadanos. Mientras tanto, ante tamaña cerrazón, la prensa indaga por
afuera, desnuda debilidades y las difunde cada vez con mayor intensidad por
todos los medios que no se le arrodillan al Gobierno. No es maldad, sino una
obligación.
En cambio, Cristina
percibe que todo es a la inversa y está segura que estar encima de los mismos
temas todo el tiempo es parte de una táctica de los medios independientes para
limar su poder y, por eso, ocupa buena parte de su tiempo imaginando
operaciones de prensa y en sugerir a los medios cómo presentar la información.
“Ah! Se ruega a comentaristas y otras yerbas abstenerse de empezar con las
remanidas frases como ‘Polémica’, ‘diferencias’, ‘entredichos’, ‘embestida’,
‘duras declaraciones’ y bla bla bla bla. Please”, bajó línea en Twitter. Es
mucho para una Presidenta que debe tener temas más trascendentes que atender.
Seguramente, que
durante la última semana no la pasó nada bien con esa obsesión que la acosa,
sobre todo porque el andamiaje legal que había armado el Gobierno para
intervenir el Grupo Clarín, a partir de la acción de la Comisión Nacional de
Valores (CNV), se hizo trizas en pocas horas.
Si bien la movida
política del Jefe de Gobierno porteño, Mauricio Macri pareció contundente en
cuanto a que para refutar el DNU que suscribió en “defensa” de la libertad de
expresión la situación debería terminar en la Corte Suprema, todo parece
indicar que fue la propia Presidenta la que desactivó la bomba, quizás porque
se dio cuenta de que era un paso que no tenía retorno. Igualmente, para las
voces del cristinismo la idea nunca existió.
En cambio, al
programa Periodismo Para Todos se lo va a acosar desde un costado menos
irritativo, con la excusa del rating, televisando el último partido de la
fecha, siempre River o Boca, a las 21,30 aunque la secuela de inseguridad
nocturna y de frío para los espectadores le quite público al fútbol, total la
AFA no cuenta. En verdad, en la TV Pública a casi nadie le importan las
mediciones, pero el pretexto serviría para restarle espectadores a las
investigaciones de Jorge Lanata, que de eso se trata.
Sin embargo, si de
incongruencias se habla, hubo el miércoles un hecho que rompió todos los
moldes. El mismo Gobierno que vitoreó por la tarde una inflación anualizada de
10,5% anual, celebró por la noche con sindicalistas amigos, mesa de por medio
con la presidenta de la Nación, la firma de convenios paritarios de 24% o más
con media docena de gremios. O algo falló en esos aplausos a dos puntas o se
trata de un fabuloso incremento del salario real que, en un dejo de prudencia,
nadie se atrevió a promocionar.
Cómo no va estar
sensibilizada la Presidenta, si la madeja del relato es cada vez más escabrosa.