El Banco Central
de la República Argentina (BCRA) busca contener la escalada del dólar sin
sofocar la economía argentina. Sin embargo, la estrategia pareciera estar
construida al revés: en vez de facilitar la competitividad y destrabar
decisiones económicas, se prioriza el control del tipo de cambio.
La sobreocupación
alrededor de la cotización del dólar en pesos absorbe recursos, energías y
decisiones fundamentales tanto de los ciudadanos como de funcionarios y actores
clave del país. Este verdadero “cerco cambiario” resta capacidad para enfrentar
los verdaderos desafíos.
Durante la
campaña electoral de 2023, Javier Milei propuso abiertamente una solución:
adoptar el dólar como moneda de curso legal. De este modo, sostuvo Milei, el
país dejaría de perder tiempo y recursos en vigilar la relación peso-dólar.
Si Argentina
dolarizara su economía, la preocupación sobre la paridad dejaría de existir y
el comercio y la producción se verían facilitados en sus intercambios internos
y externos. La adopción del dólar no solo simplificaría la vida diaria, sino
que permitiría a la sociedad y los responsables de las políticas públicas
ocuparse de asuntos realmente relevantes y duraderos.
No es una idea
nueva. En marzo de 2001 publiqué el libro “Dolarizar”, editado por Atlántida y
prologado por el expresidente Carlos Menem. Durante la presentación, los
economistas Ricardo Arriazu y Juan Carlos de Pablo expusieron los principales
argumentos para avanzar en esta dirección.
Las propuestas
apuntan a establecer normas generales estables y consensuadas que incentiven la
competencia individual y el respeto por la Constitución. La estabilidad
normativa es la base del progreso, mientras que las reglas cambiantes solo
generan confusión y frenan la coordinación en todos los ámbitos, desde los
negocios hasta el tránsito.
No debería
sorprender que los ingresos promedio anuales en Estados Unidos sean de USD
89.000, frente a USD 15.100 que es, en promedio, en Argentina. Esta
desproporcionada brecha no solo se debe al desarrollo económico, sino
especialmente a la falta de reglas claras y a la volatilidad del peso frente al
dólar.
Un episodio
reciente ilustra este problema: el jueves 31 de julio, el Banco Nación elevó
artificialmente la cotización vendedora del llamado dólar oficial a USD 1.380,
ampliando la brecha con la cotización compradora, mientras el dólar blue se
operaba por debajo de USD 1.340. Hoy el spread entre la compra y la venta en
Banco Nación se ubica en $40, mientras el mercado opera con una diferencia de
$20. Esta manipulación constante del tipo de cambio obedece a las políticas
variables del BCRA, que ajusta cada semana los incentivos para bancos y actores
financieros, endureciendo o relajando el “apretón monetario”, sin una dirección
clara ni predecible.
La historia
refleja que la normalización y la estandarización de las unidades de medida
permitieron la expansión del comercio y el desarrollo tecnológico.
El Sistema
Internacional de Unidades (SI), nacido en el siglo XVIII, simplificó las
comparaciones y la operatividad global. La moneda, como unidad de medida del
valor, no puede quedar al margen de estos avances. Sin una referencia estable y
reconocida internacionalmente, la economía opera a ciegas y la inseguridad se
multiplica.
Las falencias más
profundas derivan de creencias equivocadas. Un error habitual en el discurso
estatal populista consiste en demonizar la competencia bajo la excusa de su
“crueldad”. Sin embargo, en cualquier ámbito realmente competitivo, como el
deporte, nadie acusa de cruel al ganador ni al árbitro estricto: la competencia
es celebrada y equilibra el mérito.
Por el contrario,
cuando el Estado acomoda reglas a medida de intereses particulares, profundiza
la corrupción, entorpece la eficiencia y castiga la producción. Ejemplos
abundan: fraude en exámenes para médicos residentes, servicios ferroviarios
obsoletos, justicia laboral que perpetúa privilegios sindicales, hospitales en
ruinas y pagos indignos a jubilados.
La humanidad
progresa cuando cada persona puede elegir cómo vivir, en vez de ser forzada a
seguir el modelo impuesto por otros. Así lo expresó John Stuart Mill, quien
consideraba que el dinero no es riqueza, sino solo un medio de intercambio. Lo
que realmente genera riqueza son los bienes y servicios producidos.
Mill calificó
como “barbarismo” la idea de que un país es más rico acumulando su propia
moneda, cuando la prosperidad depende del comercio y la producción tangible.
Conserva vigencia su advertencia: “Aún persiste tanto barbarismo en las
transacciones de la mayoría de las naciones civilizadas, que casi todos los
países independientes optan por afirmar su nacionalidad teniendo, para su
propia incomodidad y la de sus vecinos, una moneda peculiar de su propio tipo”.
En el 2000, el
senador estadounidense Connie Mack propuso el International Monetary Stability
Act, una iniciativa para facilitar la adopción del dólar por parte de otros
países, que así compartirían los beneficios del “señoreaje” de Estados Unidos.
El ejemplo evidencia que incluso para la mayor economía del mundo, la expansión
de una moneda estable es considerada un elemento integrador y una palanca de
desarrollo para terceros países.
Los datos, la
historia y la experiencia internacional coinciden: la volatilidad y la
manipulación constante del peso argentino dañan la economía, la competitividad
y la convivencia.
La posibilidad de
dolarizar, lejos de ser una simple consigna electoral, representa una opción
concreta para destrabar el desarrollo argentino. Si se lograra, los esfuerzos y
la energía de la sociedad podrían enfocarse no en vigilar el precio del dólar,
sino en construir reglas estables, transparentes y competitivas, lo que
permitiría dar el salto hacia una economía normalizada y moderna, capaz de
integrar al país al mundo y devolverle prosperidad a su población.
Publicado en INFOBAE.