Un mundo de ¨iguales oportunidades¨
Gabriel Boragina

Abogado. Master en Economía y Administración de Empresas. Egresado de ESEADE (Escuela Superior de Economía y Administración de Empresas). Autor de numerosos libros, entre ellos: La credulidad, La democracia, Socialismo y Capitalismo, La teoría del mito social, Apuntes sobre filosofía política y económica, etc. como sus obras más vendidas.



La aspiración, no sólo de muchos economistas sino, podemos decir a ciencia cierta, de la mayoría de las personas que conocemos, es la de arribar a una mayor "igualdad social". En particular, se hace hincapié en la denominada "igualdad de oportunidades". Y se apela de continuo al estado-nación como responsable de obtener dicha meta. Desde diversos ángulos, sin embargo, importantes economistas han puesto de relieve que las economías intervenidas, o con fuerte grado de intromisión estatal, logran el objetivo opuesto por diversos motivos. Uno de ellos son los deficientes marcos institucionales en los que se mueven:
"Esos son los que llamamos “marcos institucionales” y diremos que uno es mejor que otro cuando permite una mayor coordinación de las acciones de los individuos y esto les permite acceder a mayor número de oportunidades. Es lo que intentamos evaluar en este “Índice de Calidad Institucional”[1]
Por supuesto, la elección entre un mundo de mayores oportunidades y otro de iguales oportunidades es una elección entre blanco y negro. Es decir, no se puede optar por ambos fines simultáneamente. O apuntamos a una sociedad de mayores oportunidades (la llamada sociedad liberal, o -como la denominan también otros autores- la sociedad abierta, o de libre mercado, o -simplemente- el liberalismo) o su contrapartida: la sociedad igualitaria o de igualdad de oportunidades, en la cual por definición (y por teoría y su praxis histórica y actual) las oportunidades jamás serán mayores para absolutamente nadie, ya que en ella todos serán igualmente pobres.
Resulta importante también poner de relieve en este tema el papel del consumidor:
"Suele criticarse el que en la competencia cataláctica no sean iguales las oportunidades de todos los que en la misma inter­vienen. Los comienzos, posiblemente, sean más difíciles para el muchacho pobre que para el hijo del rico. Lo que pasa es que a los consumidores no les importa un bledo las respectivas bases de partidas de sus suministradores. Preocúpales tan sólo el conseguir la más perfecta posible satisfacción de las propias necesidades. Si la transmisión hereditaria funciona eficazmente, la prefieren a otros sistemas menos eficientes. Contémplanlo todo desde el punto de vista de la utilidad y el bienestar social; desentendiéndose de unos supuestos, imaginarios e impracticables derechos «naturales" que facultarían a los hombres para competir entre sí con las mismas oportunidades respectivas. La plasmación práctica de tales ideas implicaría, precisamente, dificultar la actuación de quienes nacieron dotados de superior inteligencia y voluntad, lo cual sería a todas luces absurdo."[2]
Por supuesto, esto no implica que la inteligencia y voluntad, no puedan desarrollarse, e incluso reducirse en quienes "nacieron dotados" por ellas, y hasta hemos visto casos en que pueden desaparecer por completo. Y todo esto, por la propia dinámica humana, y por el indeterminismo en el que creemos firmemente. Cualidades supuestamente "heredadas" pueden aumentar, mantenerse estáticas, disminuir o esfumarse, dependiendo de lo que cada uno de nosotros quiera y se proponga hacer en la vida. Pero para ello, también es imprescindible que gocemos de la más amplia y plena libertad de acción, de movimientos y de propósitos. Marcas comerciales de familias otrora exitosas en el mercado han desaparecido, y a veces casi por completo tras unas pocas generaciones, y otras nuevas han surgido. La diferencia radica en cuanto a si estos movimientos, ascendentes y descendentes, han sido consecuencia de acciones dirigidas por otros desde posiciones de poder (es decir, desde el estado-nación) o han sido fruto de actuaciones originadas en los propios implicados en tales éxitos y fracasos.
Lo determinante -nos parece- es que tengamos en claro la existencia de diversidades naturales entre las personas, y que estas disimilitudes no quedan estáticas, firmes ni petrificadas en el tiempo, ni entre las personas que componen el grupo social, ni en aquellos individuos (considerados en sí mismos) que gozan en determinado momento de especificas cualidades y defectos. La regla natural es la variedad, y es a partir del hecho biológico de dicha multiplicidad (que, recordemos, no implica fatalismo ni determinación irreversible) que el progreso social conjunto es posible, lo que necesariamente desembocará en mayores y mejores (no iguales) oportunidades para todos, incluyendo a los -en primera instancia- más desfavorecidos.
Para lograr todo esto, es imprescindible adoptar el principio de igualdad ante la ley, el que consideramos que está implícito o subsumido en el sistema que mejor lo logra: el capitalismo:
 “Capitalismo” es un término peyorativo o despectivo. Los socialistas lo acuñaron para el sistema de Gobierno limitado (“gendarme nocturno”), que en el pasado hizo ricos a países muy pobres hace 300 o 200 años: Suiza, Holanda, Escocia, Inglaterra y EEUU.
Gobiernos limitados, en fines y funciones, en poderes y derechos, y en gastos y recursos; mercados abiertos y libres; propiedad privada.
Es el sistema de los “milagros” económicos de posguerra en Europa y Japón, y luego en los “tigres” de Asia: Hong Kong, Taiwán, Corea del Sur. E igual hoy en las regiones autónomas (capitalistas) de China. Su virtud: permite crear riqueza para todos. Se basa en la libre y abierta competencia, con igualdad de oportunidades jurídicas, aunque no de hecho, cosa imposible."[3]
En un mundo "igualitario en oportunidades", estaría legalmente prohibido que la gente progrese, sin importar para nada cual sea la condición económica de la persona de que se trate. Porque nadie podría aspirar a oportunidades mayores que para los demás. En ese mundo, una autoridad suprema debería decidir -por sí, y a la vez por todos- dónde se debería fijar el límite del progreso. Y con el tiempo, dicho límite siempre quedaría definido en el punto más bajo posible, porque las oportunidades no son transferibles de una persona a la otra, ni son las mismas inclusive para las mismas personas, consideradas ya sea en forma individual o colectiva.
 
 
 

[1] Martín Krause. Índice de Calidad Institucional 2012, pág. 6 y 7
[2] Ludwig von Mises, La acción humana, tratado de economía. Unión Editorial, S.A., cuarta edición. Pág. 424-425
[3] Alberto Mansueti. Las leyes malas (y el camino de salida). Guatemala, octubre de 2009, pág. 66-67
 

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