En defensa de las virtudes burguesas
Lorenzo Bernaldo de Quirós
Presidente de Freemarket International Consulting en Madrid, España y académico asociado del Cato Institute.


En el debate entre el capitalismo y sus detractores se plantea de manera recurrente una idea: la falta de principios éticos de la economía de libre mercado y, en consecuencia, su pernicioso efecto sobre el ethos moral de las sociedades capitalistas. Sobre esta visión, convertida en una verdad popular, se ha sustentado de facto el discurso de la izquierda en sus versiones suaves, socialdemocracia, y fuertes, el comunismo y sus versiones postmodernas. El igualitarismo, la necesidad de corregir los excesos del mercado, las críticas a la mercantilización de la vida, etcétera, forman parte de una cosmovisión que reduce los estándares éticos de las democracias liberales al egoísmo individual, a la ruda búsqueda del beneficio y del placer y a la competencia despiadada entre los individuos para lograr esos objetivos. Esta cuestión en apariencia académica y filosófica tiene unas implicaciones prácticas extraordinarias porque de modo consciente o inconsciente inspira los programas de los partidos políticos. España es un caso paradigmático de este estado de cosas.

Si se considera el capitalismo como un sistema desprovisto de fundamentos morales, regido por la ley de la selva, la única discusión posible es la referente a cuál es el grado de control político de la economía y de la sociedad. La respuesta del socialismo real era la planificación central y la de los socialdemócratas, la masiva intervención y regulación de la actividad económica. En la España de 2015, la presunción de culpabilidad de quienes obtienen ingresos superiores a la media, la concepción de la riqueza como algo sospechoso o pecaminoso y el alimento de la envidia y del resentimiento como factores de movilización pública tienen su origen en la supuesta amoralidad o, mejor, inmoralidad de un orden social y económico injusto.

Aunque la caracterización de España como un ejemplo de capitalismo competitivo es un sarcasmo, basta ver el alto nivel de estatismo de la economía española para desmantelar esa tesis. Es básico entender cuáles son los cimientos éticos sobre los que se sustenta un sistema capitalista para darse cuenta del error de análisis en el que incurren sus críticos. Desde Adam Smith hasta la actualidad, el liberalismo clásico siempre ha creído y defendido que una sociedad civil fuerte y una economía próspera tienen como base la existencia de valores o virtudes, que podrían simbolizarse en los profesados antes por la burguesía y ahora por las clases medias, cuyos miembros son los burgueses del siglo XXI.

El crecimiento económico es esencial no porque los seres humanos sean egoístas o excesivamente materialistas sino porque tienen la noble aspiración de mejorar sus vidas. Por eso, las sociedades con mayor nivel de PIB per cápita son aquellas en las cuales la tolerancia, la movilidad social, el sentido de la justicia y de la solidaridad hacia los demás es más alto. Por añadidura son también las que cuentan con sistemas democráticos consolidados. Esta realidad tiende a difuminarse cuando se producen grandes crisis, como la reciente Gran Recesión. Entonces se suele olvidar el espectacular avance que se ha producido en los niveles de bienestar de los españoles desde hace medio siglo, sobre todo, desde la restauración de la democracia y cuyos principales beneficiarios han sido las clases medias.

Sin embargo, la continuidad de la tendencia a elevar el PIB per cápita de la vieja Hispania supone el fortalecimiento de los valores morales que conducen a elevar el crecimiento y la productividad de la economía. El trabajo duro, la austeridad, la paciencia, la templanza, la prudencia, la disciplina y el respeto a la palabra dada son las virtudes que han hecho y hacen posible la prosperidad y la extensión de ésta a extensas capas de la sociedad. Esta es la ética del capitalismo, basada en el esfuerzo y en la responsabilidad individual y resulta incompatible con una filosofía que rompe la relación entre el mérito y la recompensa, que libera a los individuos de cualquier responsabilidad sobre sus actos y que, en definitiva, trata a las personas como menores de edad, incapaces de dirigir su existencia.

Sin duda alguna, el marco institucional es clave para incentivar o desincentivar esas virtudes cívicas pero su asentamiento depende del clima de opinión existente. En España se está produciendo un ataque frontal a los principios éticos sobre los que se asientan las sociedades y las economías prósperas frente al cual nadie parece ofrecer resistencia. Se esgrime como argumento de superioridad moral el ganar poco dinero, el estar desempleado, el vivir de un subsidio... Esas situaciones no son virtuosas porque en la mayoría de los casos no son el resultado de la libre elección de los individuos. Esos colectivos no son filósofos estoicos que han optado por vivir de ese modo. Por eso, una sociedad decente ha de estimular a los individuos para que se esfuercen en superar esas situaciones. Lo contrario supone extender certificado de naturaleza a la resignación, eso sí, financiada con cargo a los Presupuestos, lo que concede un extraordinario poder a los políticos.

Por otra parte, la apología de las víctimas del infortunio no puede verse acompañada de una descalificación de quienes trabajan, ahorran e invierten; esto es, de quienes proporcionan a aquéllos los recursos necesarios para su subsistencia. Esta acusación se formula de manera implícita, y a veces explícita en numerosos pronunciamientos, lo que equivale a afirmar que quienes tienen un puesto de trabajo y obtienen remuneraciones medias o altas son unos privilegiados cuya posición se deriva de la suerte o de explotar a los demás. En suma, los ocupados lo están a costa de los parados y quienes ganan dinero lo extraen de quienes no lo tienen.

Desde hace siglo y medio, la izquierda ha definido a quienes viven y trabajan en las modernas economías capitalistas como seres alienados, sin raíces, superficiales y materialistas a causa de su servidumbre a la lógica del mercado. Gradualmente, la derecha y el centro han aceptado de facto este pliego de cargos con un argumento cargado de cinismo: quizá eso sea cierto pero el capitalismo funciona mejor que sus alternativas. Esto es verdad pero, en la España de 2015, este razonamiento pragmático es insuficiente. La pregunta es: ¿quién pone el cascabel al gato?
 

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