¿Tanto trabajo da terminar con el desempleo?
Gabriel Gasave
Director, Economía de Mercado, Fundación Atlas para una Sociedad Libre.


Tal como había anunciado, afortunadamente el presidente Mauricio Macri oficializó hace un par de días el veto total de la denominada Ley de Emergencia Ocupacional sancionada la semana pasada por la Cámara de Diputados durante una maratónica sesión. La ley, también aprobada por el Senado, suspendía los despidos por 180 días, y establecía la doble indemnización, en caso de que se concretaran.
El atinado veto presidencial resaltó sin embargo que “uno de los grandes objetivos propuestos por el Gobierno es avanzar hacia la pobreza cero, y que para lograrlo se encuentra realizando acciones y políticas para crear millones de puestos de trabajo”.
Lo que cabría preguntarse es cómo es posible a esta altura de la civilización que tanto desde el oficialismo como desde la oposición se siga pensando que el problema de la desocupación se soluciona con más intervención estatal, dependiendo la cuestión exclusivamente de que ésta sea la “correcta”.
La injerencia estatal
Si tomamos en consideración que el trabajo es un factor de producción, y por tal motivo un bien económico escaso, con relación a la necesidad que de él existe en un momento dado, enfrentamos una situación que en principio vendría a desafiar al principio aristotélico de no-contradicción: ¿cómo puede ser que algo que es escaso al mismo tiempo sobre? ¿Por qué aparece entonces el desempleo e individuos que desean trabajar no encuentran ni cómo ni dónde hacerlo?
En el contexto de un mercado libre de trabas y regulaciones, todo aquel que ofrezca su trabajo encontrará alguien que lo demande. Al salario de mercado, se igualan la oferta y la demanda de este factor de producción y es imposible que exista tal cosa como el desempleo.
La desocupación no significa por lo tanto que, el trabajo físico o intelectual que un individuo ofrece no resulte necesario para alguien, pues como venimos sosteniendo “todo” es necesario, sino que pone en evidencia que “algo” se ha interpuesto entre aquel que desea trabajar y quien estaría dispuesto a contratarlo. Ese “algo” es la injerencia gubernamental en el mercado laboral, que so pretexto de proteger a los trabajadores, establece todo tipo de gravámenes, cargas y seudo-derechos, que desalientan la contratación tornándola antieconómica e inviable. Es tan eficaz esta “protección” a los trabajadores, que finalmente los mismos ya ni siquiera salen de sus casas pues sus empleos han desaparecido.
El ejemplo más claro está en que al país llegan inmigrantes de naciones vecinas, muchos de ellos con el grado más alto de analfabetismo, atraídos por la posibilidad de percibir mayores ingresos en dólares y de ese modo poder enviar remesas a sus familiares. Ellos encuentran, casi inmediatamente a su arribo, una tarea que realizar porque al ser ilegales, los mismos son contratados en negro, esto es, bajo las condiciones del mercado que siempre emergen por algún lado.
Muchas de las críticas contra los trabajadores inmigrantes radican en que la cuantía del recurso trabajo que puede llegar a ser demandada en la sociedad está acotada. Al considerarse al trabajo como “sobrando”, se analiza al mercado laboral como si se tratase de un Juego de Suma Cero, en el que si Juan tiene un empleo es a raíz de que Pedro ha debido abandonar el suyo. En idéntica concepción errónea se apoyan aquellos que intentan promover la ocupación mediante disposiciones legales que establezcan, en ciertos sectores de la industria y del comercio, una reducción de la semana laboral y la supresión de las horas extras.
Esta posición parte de la base de que existe una cantidad determinada de cosas por producir y ofrecer en el mercado y que si bien no podemos incrementarlas, al menos debemos intentar repartirlas bien.
En el mercado nadie emplea a otro para hacerle un favor. Cuando la contratación de mano de obra se vuelve, por obra y gracia de las regulaciones, más gravosa que la productividad que ese potencial trabajador puede llagar a aportar, esa relación contractual nunca se lleva a cabo. No es más que la lisa y llana aplicación de la ecuación costo-beneficio.
La desaparición de la desocupación se alcanzará si dejamos que las fuerzas del mercado actúen libremente y que los salarios sean el resultado del juego de la oferta y la demanda y las condiciones de trabajo aquellas que surjan de contratos individuales, libres y voluntarios. El día en que la posibilidad de despedir a un empleado sea tan sencilla como contratarlo, habremos terminado con el desempleo. Nadie inicia una relación si de antemano sabe que terminar con ella será una pesadilla.
Flexibilización vs. desregulación
En materia laboral, mucho se habla de flexibilización, pero las propuestas no dejan de ser mera cosmética intervencionista en la materia. Tras años de ausencia de creación de empleos genuinos en el sector privado, sigue vigente un régimen laboral vetusto por el cual los salarios y las condiciones laborales se pactan entre los representantes del Ministerio de Trabajo y los sindicatos.
A la mesa le sigue faltando una pata. Es la que representan los genuinos trabajadores que ven pisoteada su voluntad por la participación de los sindicalistas, quienes distorsionan el mercado laboral en perjuicio de todos aquellos que aún no han podido acceder a un empleo y que por lo tanto, al no ser afiliados, carecen de interés para ellos.
Si se quiere realmente disminuir la actual tasa de desocupación deberá liberarse al mercado de trabajo. Para ello, se requiere de una gran convicción filosófica y de una conducción política que no pierda el tiempo en discusiones con quienes no tienen ni un ápice de interés en modificar el actual estado de cosas.
En definitiva, observamos como la ausencia de una cabal comprensión del proceso de mercado, sumada al desconocimiento acerca de cómo el factor de producción trabajo es valorado y asignado a través del mismo provoca, en muchas ocasiones, que el verdadero problema no lo constituya la tasa de desempleo en sí misma, sino las medidas propuestas para solucionarla, las que en el largo plazo inexorablemente lo único que consiguen es acrecentar aún más los niveles de desocupación.
Tecnología y obras públicas
Dos antiguas creencias han vuelto a reaparecer en escena debido al siempre preocupante fenómeno de la desocupación. La primera, que las máquinas y las innovaciones tecnológicas son su causa. La llegada de Uber al país ha dado renovado impulso a este añejo argumento. La segunda, que la obra pública es una alternativa al desempleo. En tal sentido se proponen planes y políticas gubernamentales de reactivación en las áreas más diversas.
Si con relación al primero de los argumentos nos preguntásemos, ¿destruyen las máquinas empleos? La respuesta correcta debiera ser: Sí, afortunadamente lo hacen. En los hechos, el propósito de las máquinas es realizar aquéllas tareas que antiguamente eran realizadas por el hombre. Si una máquina no reemplaza al trabajo humano, su creación ha sido una mala asignación de los siempre escasos recursos.
Las máquinas permiten reducir los costos de producción, lo que a su vez posibilita ofrecer productos a un menor precio y favorecer de esta manera a los consumidores. Se suele también afirmar que las máquinas liberan al hombre de realizar tareas repetitivas y aburridas, permitiéndole canalizar sus energías en aquellos aspectos más interesantes y creativos del proceso productivo. Ambas aseveraciones son por supuesto correctas, pero ellas no obstan a que, en cada caso, el propósito de una máquina sea reemplazar a los seres humanos y destruir empleos existentes. Esto es altamente positivo. Allí radica en gran medida el progreso humano, desde la aparición de la rueda, pasando por la pala y la carretilla, hasta el rayo láser y las computadoras personales de nuestros días.
Si bien las máquinas eliminan empleos específicos, el resultado neto es el incremento de los puestos de trabajo disponibles, tomando al mercado laboral como un todo. ¿Cuántos individuos eran empleados en Argentina en actividades vinculadas a la televisión por cable, la telefonía celular o Internet apenas veinte años atrás? Practicamente ninguno. Con la aparición del automóvil desaparecieron los conductores de carruajes. Pero ¿cuántas tareas tienen en la actualidad una vinculación directa o indirecta con la industria automotriz? Millones. Las computadoras han sustituido al hombre en numerosas actividades, pero son muchos más los que hoy día están empleados, en razón de la demanda de hardware y software que la cibernética genera.
Si viésemos a las máquinas como enemigas, caeríamos en el absurdo de considerar que desde que comenzó a emplear el plano inclinado y la rueda en sus quehaceres diarios, el hombre ha venido atentando contra su propia subsistencia. ¡Bienvenida sea la máquina que un día logre efectuar por sí misma todas las tareas conocidas! Habremos descubierto entonces la manera de satisfacer nuestras necesidades sin realizar esfuerzo alguno.
Por supuesto que si destruyésemos todas las calculadoras y nos dedicásemos a efectuar operaciones matemáticas empleando los dedos de las manos y del pie, nos daría más trabajo durante más tiempo. Lo mismo ocurriría si en vez de por avión trasladásemos mercancías desde Usuahia a la Quiaca sobre los hombros, o si en lugar de emplear un procesador de textos escribiésemos con una pluma sobre un pergamino. Pero ¿qué le sucedería a nuestra calidad de vida y a nuestro bienestar material? Desaparecerían.
Por último, con relación a la obra pública como una forma de disminuir los índices de desocupación, cabe acotar que en verdad las obras son siempre privadas pues los recursos para realizarlas salen siempre de los bolsillos y billeteras de específicos individuos. No hay tal cosa como “recursos públicos” en virtud de que cada dólar que el Estado gasta, es un dólar que previamente ha sido extraído de los contribuyentes. Lo que hay es un destino público de esos recursos, los que ya no son asignados conforme las valoraciones de los sujetos en el mercado, sino según decisiones tomadas en la órbita política.
Los millones de dólares que el gobierno argentino destinará, como viene anunciando, a emprendimientos públicos para supuestamente morigerar la desocupación, son recursos que los particulares dejarán de utilizar según sus gustos y preferencias. Cada nueva pirámide que el Estado levante a efectos de “dar trabajo”, serán entradas de cine, litros de nafta, libros y zapatillas que los particulares dejarán de demandar. Cada “nuevo” empleo que el Estado cree a través del gasto público, implicará la destrucción de otro que los ciudadanos hubiesen generado.
 

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